martes, 21 de diciembre de 2010

Instrucciones para destruir un álbum



Lo más importante es tener un álbum. Sí, parece obvio, pero no lo es. Mucha gente puede confundir “destruir un álbum” con destruir unas cuantas fotos viejas (tipo del bachillerato, cuando tienes bastantes pepas en la cara y poco te importa guardar las evidencias).

Para que se entienda: destruir un álbum es como demoler una casa; no ocurre todos los días ni es agradable.

He aquí las instrucciones:

1. Abrir el álbum.

2. Mirar todas las fotos en el orden “de la primera a la última”. Se recomienda ser cuidadoso con el paso de las hojas.
Nota: aunque no se quiera, el cerebro relaciona las imágenes con el lugar, la hora aproximada y, si le es posible, con otras circunstancias del momento. Así que mosca (sobre todo los de débiles convicciones).

3. Antes de proseguir, colocar un soundtrack de Woody Allen, el disco X&Y de Coldplay o cualquiera de Jack Jhonson.

4. Tomar cerveza (o cualquier otro distorsionante de la realidad).

5. Volver a la página uno y arrancar la primera foto de un solo jalón, como los médicos cuando le quitan un adhesivo.

6. Respirar.

7. Hacer lo mismo que en el paso 5 con la siguiente foto.

8. Repetir los pasos 6 y 7 sucesivamente.

9. Una vez se ha llegado a la última página, contar las fotos (esto no es indispensable).

10. Proceder con la destrucción de los ejemplares. Normalmente, basta con romper la foto en dos con ambas manos, justo por la mitad, pero también se puede usar una tijera o una máquina trituradora.
Nota: llegado a este punto es normal reír o llorar (dependiendo de muchas circunstancias). No se inhiba.
Nota2: no entrar en pánico si le es imposible destruir uno o dos ejemplares, probablemente con más tiempo lo logre.

11. Desechar las fotos en una bolsa de basura al igual que el álbum, que se lanza completo, no hace falta romperlo. Si está cuidado alguna persona de la Bonanza podría rehusarlo para levantar una nueva casa.

12. Intente dormir o pensar en otra cosa.


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domingo, 19 de diciembre de 2010

Una interpretación retorcida de la biblia

Pueden haber pasado quince años, pero en Valencia el calor es el mismo. Si es domingo, además, lo que provoca es desayunar en la cama viendo la premier league, leer el periódico por internet (maravilloso avance para no tener que salir) y caminar en bóxer del cuarto a la nevera rascándote una nalga. Fantástico (y si puedes hibernar varias horas, todavía mejor). Por eso no entiendo —me declaro incapaz— cómo es que los evangélicos (o sus siameses siniestros, los testigos de Jehová) pueden andar jodiendo de casa en casa un domingo a las once y media de la mañana. No se ofendan, pero que pesados son, parecen un pincher, una vaina que no es un perro de verdad pero, producto un trastorno psicológico severo, se lo cree.

Seamos claros, si los católicos, los musulmanes y los judíos salieran a joder en las mismas condiciones que lo hacen estos hijos de una interpretación retorcida de la biblia, los domingos serían una pesadilla.

En fin, cuando la mujer de la sombrilla y la falda por debajo de la rodilla me dijo que quería compartir conmigo “una información”, no pude más que preguntarme si no preferiría estar fornicando con su esposo en lugar que en la calle a treinta y cinco grados de calor; o no sé, planchando, cocinando para la semana, haciendo la tarea con sus hijos, cualquier vaina distinta. Además, si tenemos quince años diciéndoles qué no, qué les cuesta marcar la casa para no volver a pasar. No es tan difícil.

Nada, crean lo que quieran, pero no jodan.

 
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miércoles, 15 de diciembre de 2010

Diplomacia neonatal

La gente es de un sensible que da miedo. Hace un viaje de años estaba yo de lo más chusma jugando a la “ere” en una piscina verde de Lecherías, cuando un muchachito gordo, rolludo, pelo malo y dientes separados, se paró justo en la escalera que era una de las dos bases donde se podía llegar a salvo. Habrían pasado escasos dos años de aquél episodio en que pateé a Armando sólo porque me pareció que el pañal iba a amortiguar el golpe, pero por alguna razón, yo sentía que había madurado, así que, en lugar de agredir al moustrico, simplemente seguí como-si-nada.

Obviamente, jugar a la “ere” en el agua implicaba una que otra salpicadura producto de las brazadas y las patadas propias del acto de nadar. Implicaba también uno que otro empujoncito porque, como recordarán, cuando se juega a la “ere” nadie quiere ser, así que llegar a salvo a la base es, por así decirlo, de vital importancia.

Todo esto viene a cuento porque después que el pequeño pupú de piscina había tragado un poco de agua y se había caído un par de veces, mi primo, que es de una madurez que en aquél momento no envidiaba y que ahora pongo en duda, me pidió que tuviera cuidado con el niño. Yo, que nunca me negué a tener más cuidado, sólo respondí con la candidez de mis doce años: “Verga, este carajito es burda de feo, ¿verdad?”. Él, mi primo, me peló los ojos y salió nadando hacia el centro de la piscina, lo cual a mi me pareció muy tonto, porque lo podía tocar el que era la “ere” y decirle “eres tú”, pero cuando me volteé y vi que se me acercaba una vieja gorda, rolluda, pelo malo y con los dientes separados, lo entendí todo.

Sin entrar en detalles sobre todo lo que me gritó —que ameritó la intervención de dos mesoneros y del guachimán del hotel—, ese día decidí que, en lo que respecta a los padres de cualquier engendro entre los cero y cinco años, lo mejor es decirles que sus pimpollos son la cosa más bella del mundo, total, ellos igual se lo creen, así que ¿pa´ qué ponerse intenso con la verdad?.



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Reglamento en braille

Alguien con humor negro podría decir que yo manejo, con cierta comodidad, algunos temas relacionados con la discapacidad. No lo sé. Quizás. Es decir, no sé con qué tanta comodidad, porque una vez quise empujar por las escaleras al polio-sobreviviente que trabajaba en el Departamento de Ayudas Económicas de la UCAB. Mierda de tipo, de pana. Provocaba empalarlo con las muletas. De hecho pensé en hacerlo después de graduarme, pero para ese entonces ya se me había pasado la arrechera de la entrevista que me hizo en segundo año, así que ni modo.

Claro, eso fue un extremo. Por lo demás me parece que a las personas con condiciones especiales hay que darles oportunidad. Por ejemplo, cuando en junio Jim Joyce cantó ese quieto en primera, privando a nuestro Armando Galárraga de la perfección (y empavándolo, dicho sea de paso), yo lo asimilé en menudos treinta días, cuando me puse a pensar en la amplitud de la MLB al tener, en una liga tan exigente, al primer umpire ciego.

Los gringos —no se puede negar— siempre están un paso adelante.

Nosotros, que no somos gringos, pero nos encanta copiarnos de cuanta porquería hacen ellos (la comida, la ropa, las canciones y un largo etcétera) no podemos nunca —no lo soportamos— quedarnos detrás de esos perennes neófitos, así que, ni cortos ni perezosos, nuestra LVBP corrió al Centro de Atención Integral para Personas con Deficiencias Visuales y contrató al primer ciego que fuera fanático del béisbol y hubiera leído la versión del reglamento en braille.

Claro, todo eso fue en secreto, para que los gringos no se enteraran, porque en nuestro afán de superarlos, no bastaba tener a un vulgar umpire ciego; no, era fundamental tener a un umpire principal ciego.

Bueno, a ese hijo de puta lo hicieron debutar anoche y, como era de esperarse, no vio los dos strikes (con uno bastaba para el ponche) que dejó pasar Kroeger antes de darle en la madre al inservible de Machí.

Es verdad, todavía no lo asimilo, es una mierda perder así.



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martes, 30 de noviembre de 2010

Arroceros de Calabozo*

Las cosas están, objetivamente, igual que el año pasado, sólo que ahora no nos podemos quejar porque el equipo se gastó una buena parte del presupuesto en contratar al mejor técnico del mundo, así que, subjetivamente, las cosas parecen ir mejor. Quizás por eso yo estaba confiado en que no íbamos a perder (y menos tan feo), pero como el resto de los fanáticos, me equivoqué.

Lo cómico (lo único) fue el camino que recorrí para plantarme frente al televisor a las 3:28 PM., justo cuando anunciaban las alineaciones: abandoné mi oficina cuando el reloj marcó las tres y, como si estuviera previamente ensayado, todos los que me despedían le echaban una ni-tan-disimulada ojeada a su reloj. Pero qué coño, pensé, si vamos a ganar que importa que me echen una regañadita mañana, total… así es el trópico, y aquí, de unos añitos para acá, poco importa si tienes o no tienes abogado. Así arranqué bajo la lluvia —que recién cesó hoy al mediodía con una buena cifra de damnificados a cuestas— y llegué a mi casa a tiempo para el Súper Clásico (previo embarque de los innombrables).

Que a los veinte minutos fuéramos perdiendo por dos estuvo lejos de ser una casualidad. Allí me dio por picar queso y buscar otra cerveza. Luego vi un rato más y tuve que contraer tantas veces los esfínteres que opté por tomarme una sopita de topocho con malta. Para el segundo tiempo (con tres Soleras de las verdes encima) estaba esperanzado en que si metíamos un gol manteníamos alguna chance. Al fin y al cabo tenemos al mejor técnico del mundo; escondido y con cara´e culo, pero igual, el mejor técnico del mundo. Al final nada, el gol llegó, pero otra vez para el Farça. Le di al botoncito de INFO de DirecTV a ver si es que el rival era Arroceros de Calabozo, pero no… la triste realidad es que, objetivamente, el Madrid jugó una mierda.

De todas formas todavía queda liga, así que ¡Hala Madrid!


(*) Ah sí, Calabozo tiene un equipo de fútbol profesional.
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jueves, 25 de noviembre de 2010

Mientras llueve


Cuando llueve tanto aquí, lo más sensato es mantenerse alejado de la calle, apostarse en una ventana y perder el tiempo viendo el agua caer, la gente brincando charcos y los perros callejeros persiguiéndose la cola como unos idiotas. Pero hay que trabajar, o por lo menos ir a la oficina a meter el paro de que se está trabajando —que viene a ser casi lo mismo, por lo menos desde el punto de vista logístico—: un completo sinsentido.

Los días como este combinan con los libros de Caicedo y con las películas de Sidney Lumet; con un Jack Daniel´s, una taza de café y un buen tabaco; con una canción de Joni Mitchell; con todo, menos con un traje azul de tres botones, una corbata morada y el código penal.
Estoy aburrido.-


 


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miércoles, 24 de noviembre de 2010

Homework

Dear Principal,

I am writing to let you know my suggestions for the next level and to the course in general:
  1. Please do not enter in the classrooms again like a CIA Agent during a breaking and entering procedure. That is not scary, It is funny, and your attitude is the main cause of laugh.
  2. Before the next debate, you would clarify us if It is a fake or a real activity. I say this because an activity without rules and which only a group of students participate is not a debate.
  3. To recede a student from his level is illegal. Please, take care of the revolutionary justice.
  4. Do you know what the real final of the interview is? In this moment I think nobody know it.
I will really appreciate that you care of these suggestions.

Yours faithfully,

Ministro

Brave Karol en los baños del estadio

De la película Trainspotting
En lo que a deportes se refiere, nada como ir al estadio. Nada. El ambiente, la cerveza, las golpizas en las gradas, la joda; todo de primera, salvo que te den ganas de ir al baño, caso en el cual, preferirías estar en cualquier otro sitio, así sea acampando en un tepuy en La Gran Sabana.

En el Universitario, en el baño más cercano a nuestros puestos, sólo funciona un urinario (el otro yace cubierto por una bolsa de basura) y dos privados, uno de los cuales, si bien se puede usar (en caso de estrictísimas micciones de emergencias), siempre está hasta el borde —y no precisamente de agua— por lo cual, los riesgos de una salpicadura de sustancias de oscura procedencia son latentes. Este recinto sólo es útil cuando se cumplen las siguientes dos condiciones: 1.- Que el equipo visitante sea Caribes o Bravos, los cuales no tienen fanáticos en Caracas, y; 2.- Que estén bateando los Leones. Por lo demás, es una pérdida de tiempo ir allá, porque se forman unas colas tipo elecciones (de Sudáfrica) capaces de producir una explosión de la vejiga o el intestino grueso. Ah, este baño cuenta con un huele peo que vive trapeando el lavamos (que nadie usa, porque no tiene agua).

El segundo baño en cercanía, es algo así como esos bancos de los centros comerciales que tienen veinte taquillas pero siempre están full. Lo realmente destacable es que el recinto es a prueba de Caracas – Magallanes, es decir, se puede usar en cualquier circunstancia. Entre sus comodidades cuenta con un par de huele peos malandros que normalmente te miran con cara de sicarios si no les dejas propina por su encomiable labor. Estos caballeros, además, suministran a los aficionados que no pueden dejar de fumar, pero siempre andan sin tabaco, unos cigarrillos sin marca aparente, los cuales manipulan por el filtro con los guantes de la limpieza puestos. Así mismo, tres de los diecisiete lavamanos disponibles tienen agua y cuatro urinarios cuentan con porta vasos para los usuarios a los que, como a mí, les aterra dejar la cerveza con sus compañeros de faena por miedo a que depositen en ella desde un inocente escupitajo hasta una inofensiva pastilla laxante. Como es de esperarse —porque nada es perfecto—, este recinto no es para nada recomendable para labores que excedan la simple y sanadora orinada de entre innings. Los privados están desprovistos de luz y papel higiénico (este último se consigue a través de los huele peos), a lo cual —por no ser suficientemente dificultoso— se le añade que el piso este cubierto de cartones empapados (por una fuga de agua que no se ha podido reparar desde la última vez que La Guaira ganó el campeonato), por lo cual, el usuario debe ingeniar la manera de bajarse los pantalones de una forma que estos no toquen el suelo y que él quede en una postura que le permita evacuar sin exponerse a salpicaduras en esas zonas tan propensas a contraer infecciones.

Nuestro valiente Karol, el hombre (por no decir “el ser”) a prueba de baños públicos, no pudo sortear algunas de estas vicisitudes y ahora anda con un tratamiento de nueves meses de antibióticos con su correspondiente antidiarreico. ¡Bravo, valiente!



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sábado, 20 de noviembre de 2010

La recepcionista

Deja los lentes sobre el lavamanos y se queda un rato frente al espejo, mirando aunque en realidad no mire nada más que un reflejo distorsionado al punto de convertirse casi en una sombra, una bruma gris en la que sólo le queda adivinar dónde va la boca, los ojos, la cicatriz. Moja su cara varias veces, con toda el agua que le cabe en las manos, pero igual se siente caliente, como una estufa que no se enfría con nada, que apesta a hollín y a mugre. Se aplasta el pelo, se pone los lentes y se peina. Luego inhala un poco del aire atrapado entre su pecho y su camisa y se molesta. Camina hacia la puerta pero inmediatamente se regresa, se planta de nuevo ante el espejo y se estira la piel de la cara pensando en cuánto habrá aumentado, en cuando era flaco y caminar dos cuadras no lo ponía hediondo a mono. Maldice y sale del baño encarando el largo pasillo de puertas blancas. Espera no encontrársela. Se enjuga la frente. Avanza unos metros y saluda a Kalhed El Sayed, le pregunta algo pero no le presta atención a su respuesta, mira su reloj y se plantea seriamente dar la vuelta y largarse; cualquier cosa con tal de no verla. Al fin y al cabo no sería la gran cosa: quizás una leve amonestación al día siguiente, una inasistencia y ya, pero todavía le quedaría entrar mañana y el resto de la semana, entrar y encontrársela sentada en el escritorio de la recepción con el dispositivo manos libres, compartiendo con los demás; escuchar su acento montañés y, por último, ser objeto de su mirada y de esa mueca que hace cuando sonríe, sin saber si sólo es una burla o una forma de enmascarar la lastima que le produce su miseria; dudando si al pasar se quedará comentando con los demás sobre el hedor que despide o especulando sobre el tamaño de miembro. Decide que lo mejor es hacer lo de todos los días: entrar rápido y saludar evitando un encuentro de miradas. Listo. Deja atrás a Kalhed y cuando está ante la puerta de la entrada se detiene de nuevo. Está sediento y no sabe si es por el cansancio o por la angustia. El agua está al lado de ella. Saca su pañuelo y se vuelve a enjugar la frente. Recuerda el primer día, el día que la conoció, convencido de que no estaba tan gordo, qué quizás en aquél entonces hubiera tenido un chance, aunque fuera mínimo, de invitarla al cine de la calle Cuatro a ver alguna película del ciclo de Buster Keaton para convencerla de que era más que los demás, una especie de experimento de intelectual en vías de desarrollo, de adolescente con adultez precoz o algo por el estilo. Pero eso nunca ocurrió. Decide largarse; no vale la pena un día más de humillaciones, pero lo detiene el Profesor de Estrategia y Gestión. No le quedan opciones. Entra con los ojos semi-abiertos consciente de que eso es aún más ridículo pero al final un impulso masoquista lo hace voltear hacia el escritorio de la recepción. Esta vacío.



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viernes, 19 de noviembre de 2010

Dios

En días pasados coloqué en Facebook: “Dios gracias por protegerme siempre”. He aquí el por qué:

Hace poco más de un año iba manejando lento por una urbanización que para mí no era peligrosa, cuando de repente un carro me cerró el paso y de la parte de atrás se bajó un tipo con una pistola y me dijo que me quedara quieto. Yo, sin pensarlo, puse retro y aceleré a fondo sin ver por el retrovisor, exponiéndome a convertirme en una anécdota de-mañana-en-la-morgue o en una cifra más de una estadística que ya dejó de sorprendernos. Sin embargo, a una distancia considerable –y sin intenciones de levantar el pie del pedal– vi que el tipo se montó otra vez en el carro y, junto a sus acompañantes, continuó su camino. Respeto a quien diga que fue pura suerte, pero no lo comparto.

Más recientemente, iba manejando de noche por una de nuestras super carreteras cuando las luces de mi carro fallaron. Me quedé con los cocuyos y las luces anti niebla, (ninguno de los cuales sirve para nada) y después de perder unos valiosos minutos intentando reparar la falla, literalmente me encomendé a Dios y decidí seguir. Lo que ocurrió fue lo siguiente: el primer tramo lo completé gracias a la iluminación artificial de la carretera; el segundo, donde ya no había luz, lo completé detrás de un Ford Fiesta que fue el único carro que me pasó; el tercero (el más angustiante) lo pasé gracias a que un ángel me iluminó el camino con una linterna de mano; para pasar el cuarto, seguí a un camión que también fue el único vehículo que usó la vía a la misma hora que yo, y; el último, lo hice detrás de un Corolla que se dirigía, exactamente, al mismo sitio a dónde yo iba.

Cuando regresé a Caracas y me bajé a abrir la puerta de mi casa, vi que un motorizado venía directamente hacia mí, así que sin más, salí corriendo a todo lo que dieron mis piernas. El tipo me siguió, ofendido, porque había corrido, porque al parecer en este país alguien dio de baja a la moral y yo no me di cuenta, y entonces es un derecho subjetivo del malandro que uno se quede, cual cordero, a la espera de la ejecución y sin quejarse. Finalmente, me metí en un Cyber, hice varias llamadas telefónicas de auxilio y el tipo se cansó de esperarme y se largó.

Para colmo, al día siguiente, antes de salir al trabajo me di cuenta de que tenía un caucho espichado. Lo fui a cambiar y tanto el repuesto como el gato estaban dañados. Saben, pudo ocurrir en cualquier parte, pero ocurrió en mi casa.

Por todo eso, Dios, de pana, gracias por protegerme siempre.



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jueves, 21 de octubre de 2010

Soporte telefónico


Hace poco solicité un micro crédito para pagar un curso y la primera cuota se vencía ayer. Responsablemente entré a la web del banco para pagarla y me encontré con que no había ningún link —ni alguna otra opción— para realizar el pago por Internet. Como mi banco se vende cómo el de la tecnología más avanzada, llamé por teléfono para realizar el pago por esa vía. Bueno, para que la computadora-contestadora me diera las opciones de servicio tuve que ingresar el número de mi tarjeta, mi número de cédula y la clave telefónica, luego marqué uno, seis, ocho, dos y cuando me estaba fastidiando atiné a marcar cero y fue allí cuando me pasaron a un operador que resultó ser una muchacha muy amable. Ella me preguntó cuál era mi problema y después de relatárselo me preguntó quién era yo. Verga por qué no me preguntó mi nombre antes de echarle el cuento, es más, cómo es posible que ella no supiera quién era yo si al principio de la llamada de vaina tuve que ingresar el número de la planilla de mi partida de nacimiento. Luego, adivinen: me pidió el número de cédula, el número de mi tarjeta y el número de la clave telefónica. Realismo mágico capaz de pasmar hasta al Gabo.

Luego de esperar diez minutos en línea mientras la muchacha chequeaba, primero, mis datos y, luego, lo relativo al crédito, me dijo que efectivamente había verificado que no podía hacer el pago por Internet, por lo cual me sugería que lo hiciera directamente por una agencia. ¡Bravo!. De pana que la muchacha se la comió, y lo más cómico —por no decir lo único— es que del tono de su voz y de las palabras que escogió para decirlo emanaba su total convencimiento de que aquélla solución no había pasado por mi mente antes de llamar. Quizás por eso, acto seguido, me preguntó si estaba de acuerdo con la información que me acababa de suministrar; por supuesto le dije qué ¡no!, qué para qué tengo una banca on line y una banca telefónica si tengo que ir a depositar en una agencia, qué cómo se le ocurría, y cuando ya le iba a preguntar si estaba loca, me contuve, porque me imaginé a la tipa en el sótano de ese banco tratando de pensar con el cerebro congelado por el aíre acondicionado, mal alimentada por la miseria que le pagan y que de seguro se gasta pagando el semestre de administración bancaria en el CUAM para ver si la ascienden. Todo iba a quedar así, pero la muchacha me confió que desde el principio, cuando le dije lo de la página web del banco, le había parecido que los indicados para resolver el problema eran los operadores de soporte de home banking, qué si yo quería ella les podía pasar la llamada. Respiré profundo, pensé en el tiempo que perdí hablando con una cuadrupeda que desde un principio sabía que no podía resolver nada, le menté la madre, le dije tarada y colgué.



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miércoles, 20 de octubre de 2010

Presagios sebáceos


Cuando uno se levanta con ganas de trabajar debería darse cuenta de que hay algo que no está funcionando. El cuerpo, al igual que libera glóbulos blancos cuando hay infecciones en el sistema, debería liberar un ataque de sueño súbito, un dolor de pantorrilla o cualquier cosa que nos haga volver a la cama, alejarnos del trabajo, lo qué sea con tal de retornar a la normalidad.

Ayer me levanté con esa enfermedad y no me di cuenta. Usé el traje negro a pesar de que hacían más de treinta grados y me apreté a niveles de asfixia una corbata gris. Llegué a tribunales con ganas de alegar (son como ganas de hablar paja pero elevando al cubo las mentiras, excusas o cualquier cosa que le sirva a los babosos de los clientes) y me sobró con quién. El primero fue el Dr. Fulgencio —a quien le dicen el Buitre, no sé por qué—, le estaba metiendo cizaña para que no dejara a la contraparte revisar el expediente porque el poder estaba defectuoso. Pura paja. Lo que me pareció raro fue que el Doctor estuvo como distraído, más bien como evasivo a lo que le decía, pero se lo achaqué a los años: ese viejo está en Tribunales desde el juicio a Jesucristo.

De seguidas hablé con la gorda Floralba Carroña (venga, que ella dice que el apellido es italiano), que se acababa de recuperar de otro ataque de su glándula tiroidea. Me preguntó sobre una sentencia del Tribunal Supremo que yo ni pendiente. No sé por qué, pero hay gente que piensa que uno se la pasa leyendo las pendejadas que escriben los asistentes de nuestros Magistrados, es una pérdida de tiempo porque todos los días los tipos se fuman algo distinto y cambian el criterio. El hecho es que me puse culipandoso y aunque no respondí su pregunta, sí puse bien alto el listón de mierdas que había inventado en los últimos tiempos. La gorda, muy parecido al Dr. Fulgencio, le costaba mantener la mirada mientras hablábamos, de hecho, volteé disimuladamente a ver si detrás de mí ocurría algo que estuviera captando su atención, pero nada.

Así, seguí caminando y hablando con cuanto zamuro me encontraba hasta que me dieron ganas de orinar y fui a una de las letrinas con las que cuenta el “Palacio”. Allí —y no precisamente por la micción— comprendí lo que pasaba con mis interlocutores: una enorme, purulenta y escarlata pepa del tamaño de una caraota (bueno, esto es una exageración) estaba alojada en el medio de mi frente. Lo primero que sentí fue vergüenza y lo primero que dije fue: ¡el coñoooooo e´ la madre!, luego —porque no podía quedarme en ese lugar ajeno a cualquier mínimo sanitario, ni salir con semejante monstruo en la sien—, comencé la operación extirpación. Los detalles no vienen al caso, pero aquello me quedó del tamaño de un fríjol (ahora no exagero, ¿OK?) y aunque esperé un rato a que se pasara la inflamación, nunca ocurrió.

Para salir del Palacio bien me hubiera servido aquélla capa en la que Harry Potter se metía con Ron, pero lo único que tenía era mi pañuelo, así que me lo puse en la frente y caminé lo más rápido que pude esperando que la gente creyera que tenía alguna emergencia y, por ende, no se pusiera ladilla a preguntarme cómo estaba. Pero que va, esta vaina es Venezuela, desde el primer medio-conocido que me encontré, hasta el vigilante más nuevo de la entrada, me paró pa´ preguntarme qué tenía. Así somos. Les dije qué migraña, pero presiento que la gorda Floralba no me creyó.

De pana que qué mal agüero cuando me levanto con ganas de trabajar.




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lunes, 18 de octubre de 2010

Resurrección


Cuando la maestra salió le lancé un descomunal taquito a la negra Tania, el cual fue absorbido por su afro amansado a punta de litros de linaza. Ella ni volteó. En vano me quedé al pendiente de si el proyectil salía, pero no ocurrió. Ese día caí en cuenta de que, desde primer grado, siempre había estudiado con un negro, un chino, un gordo, un marico, un evangélico y un pelirrojo. No siempre eran los mismos, pero si por alguna razón uno no se inscribía en el curso siguiente, lo sustituía otro de idénticas características. Me pareció fantástico.

Luego, ya en la universidad, andaba yo en un grupo con menos diversidad étnico-religiosa, pero cuyos arquetipos también se podían identificar con facilidad: un habla paja, un chulo (que valía por varios), un lisiado, un payaso y, como una muestra de nuestra magnanimidad, un chavista. Claro, ni hablar de salir con el chavista justo después de unas elecciones, tampoco era una relación masoquista. Lo único incomodo, y por esas cosas de que uno anda recortado con la plata cuando está en la universidad, era salir con el chulo, porque coño, de pana ya estaba mutando a sanguijuela. Pero eso también se resolvió, aunque no crean que fue porque el tipo dejó de ser chulo, no; como me dijo una persona hace poco: en un proceso evolutivo darwiniano, el carajo no sobrevivió. Rest in peace my friend (my friend?... whatever).

En fin, hace poco estuvimos por ahí viendo béisbol y tomando cervezas y el lisiado se presentó con un amigo que traía consigo a un microbio. El amigo pues, un tipo normal con el que se habla sólo porque el silencio tiende a ser incomodo. Por su parte, el microbio se bebió media botella de whisky y de cuando en cuando se reía agitando su cuerpo Lepidóptero y mostrando sus incisivos. Cuando la bebida se acabó ambos se despidieron y se largaron sin pagar. Los demás nos vimos sin decir nada, como cuando pasa un ángel o nace una puta, dejando en el ambiente una maldita premonición: el chulo resucitó.




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jueves, 14 de octubre de 2010

Zona libre de humo


Hace ya varios años, la Gerencia del equipucho que se hace llamar Leones del Caracas declaró sus tribunas (no así las gradas) como zonas libres de humo, por lo cual, está prohibido fumar en las sillas del estadio. A tales fines se instalaron anuncios en varias partes del recinto, en la página web del equipo y, adicionalmente, el locutor a cargo de los parlantes internos lo repite varias veces durante los juegos. El mensaje no puede ser más simple: no se puede fumar dentro del estadio, punto.

La gente que no fuma es más y está compuesta, en su mayoría, por personas sospechosamente delicadas (los que dicen que no soportan el olor del humo) y por hipocondriacos (los que creen que cualquier exposición al tabaco, por mínima que sea, les causará cáncer de pulmón). Sí, hay mucha gente frita, pero qué coño.

Todo esto viene a que, a pesar de lo repetitivo del asunto, siempre hay un manganzón que agarra y prende un cigarro en pleno juego. Ojo, no es que todos los fumadores sean manganzones, para nada —de hecho hay algunos que son hasta refinados—, pero es que ineludiblemente tengo que pensar en Karol, el enfermito al que la temporada pasada llevamos a algunos juegos. Ese chamo, más allá de las complicaciones derivadas de su accidente, podía escuchar mil veces lo de la zona libre de humo y luego sacar un Belmont y prenderlo como si nada. Nadie le decía nada, porque se nota a leguas lo de su condición especial, pero no era la idea.

Para mi sorpresa, Karol no ha hecho esa gracia en lo que va de temporada. Quizás su mamá le dijo que no lo hiciera —o sólo se le han quedado los cigarros en su casa—, quién sabe. Pero todo esto viene a que ayer, en ese juego tan fastidioso que sólo tuvo de bueno el hecho de que perdieran los Leones, dos manganzones (macho y hembra), aprovecharon la poca afluencia de público para sentarse delante de nosotros y sin más, encender par de Marlboros.

—Aquí no se puede fumar—dijo ella antes de darle un jalón a su cigarro.

—No le pares bola —respondió él—, quién nos va a decir qué, pues... Naaaah.

En eso, la que será mi vecina durante los próximos tres meses, una señora de lentes que apenas habla durante el juego, gritó a todo pulmón:

—¡Aquí no se puede fumar, coño!—Una vaina que yo creo que se escuchó hasta en el montículo porque, como dije, no quedaba mucha gente en el estadio. Los manganzones vieron a la señora, se vieron entre sí y, sin decir nada, se fueron. Claro, nosotros no somos maricones como los gringos, así que nadie aplaudió, pero me pareció una cosa digna de contar.



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martes, 14 de septiembre de 2010

A los payasos de mi vida


Esta mañana en la puerta del banco había un payaso discutiendo con el vigilante. Este último le decía que no podía dejarlo entrar por motivos de seguridad, porque estaba maquillado y llevaba un disfraz. Luego de unos minutos el payaso desistió. La situación me llamó la atención porque salvo a Popy y a Krusty, odio a los payasos. Bueno, antes creía que los odiaba pero ahora estoy convencido de que sólo me parecen patéticos, no sé, piénsenlo: recibir dinero a cambio de pasar el día fingiendo que eres feliz, sonriendo, haciendo chistes, sacándote pañuelitos coloridos de los bolsillos así te estés comiendo un cable o te hayan atracado en una camionetica o te haya salido un furúnculo del tamaño de una fresa justo en el culo. Vaya mierda. En el resto de los trabajos (que tampoco son mejores) por lo menos tienes el derecho a andar malencarado todo el día, a angustiar innecesariamente a tus compañeros, responderle mal a los que osen hablarte, coletear a tu secretaria (si es que tienes) o joder a la gente (en el caso que ejerzas de policía, fiscal, juez o cargos afines). Claro, con eso no se resuelve nada, pero te entra un fresquito sabroso, un no-sé-qué qué no sé por qué pero tiene que ver justamente con poner a los demás al nivel de tus desgracias, lo cual funciona como un antibiótico intravenoso que a medida que gotea te va produciendo esa sensación de mejoría que al final siempre te arranca una sonrisa.



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miércoles, 11 de agosto de 2010

Un churrasco a golpe´e diez


Me despedí de los hermanos y tomé el ascensor que estaba lleno (o se veía lleno por culpa de una gorda que usaba un vestido rojo y una cartera chiquitica, como un monedero con correa). No tardé en percibir un olor a pupú de perro y otro que era como de repollo hervido, el cual —sin ninguna prueba— le adjudiqué al sudor de la gorda, aunque no dije nada porque así son los ascensores, el metro, los autobuses, los taxis de italianos, los abrigos en París, los sombreros de Mariachi, los cascos de motorizado, Mercal, Oxford, los barrios y algunos panas que no son tan panas: pura mierda, en fin, que si de quejarse se tratara escribiría un libro y no estaría aquí. Salí cuando la puerta se abrió —no cuando la abrí— y empecé a buscar mi carro como si fuera la cosa más natural del mundo, amparado en esa certeza extraña de los sueños, en esa sensación de que la película no se puede parar y, por eso, en vez de preguntarme ¿por qué coño si me monté en el ascensor de los hermanos, aparecí en el estacionamiento de mi oficina vieja?, lo que hice fue ponerme a buscar mi carro que, por cierto, era el nuevo y no el que tenía cuando trabajaba allí. Lo prendí, arranqué y cuando andaba de lo más tranquilo, tipo Morgan Freeman conduciendo a Miss Daysi, bajé un nivel y salí en el estacionamiento del Sambil: que peo de verdad; y yo, en vez de arrecharme, lo que hice fue ponerme a buscar un puesto para ir a pagar en la bendita caseta de prepago. Dando vueltas me encontré a los hermanos y les toqué la corneta de lo más inocente, y ellos me señalaron y comenzaron a reírse de mi, y yo quise insultarlos pero no pude porque cuando fui a bajar la ventana resulta que andaba en el carro viejo, el que tenía las manillitas dañadas, y ahí me dio como una vaina, un patatús, entonces me orillé y me bajé a pedir ayuda y en eso venía una vieja que me vio y se subió el faldón que cargaba y empezó a hacer pupú al lado de un Chevette y yo en vez de irme me quedé allí viendo la mierda y apretándome una espinilla que me dolió tanto que me desperté en mi cama agarrándome el pipí.




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jueves, 5 de agosto de 2010

Belloso




Il sapore della ragazza no le hacía honor a su nombre. Era un tugurio de mesas desnudas y sillas plásticas, en el cual concurría la fauna más variada del centro de Caracas. Para muestra, en una mesa del fondo se distinguía la cara aceitosa y maltrecha del inspector Belloso, que con una mano mojaba el pan en la salsa de carne de sus espaguetis y con la otra sostenía un cigarrillo sin filtro. Estaba de civil y no perdía detalle de cualquiera que entrara al local. En la mesa contigua estaba el Giovanotti conversando con uno de sus distribuidores. El trabajo de Belloso era arduo, su territorio abarcaba ochos cuadras en las cuales los comerciantes le pagaban por protección, los traficantes para que eliminara a la competencia, los buhoneros para mantener su ubicación, los carteristas para trabajar tres días a la semana y las putas para que no persiguiera a sus chulos. Con todo y eso, a veces le quedaba tiempo para su trabajo de policía. Tremendo tipo. Me saludó con la mano cuando me vio entrar.



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viernes, 30 de julio de 2010

Cosas que pasan en la cola


La camioneta brillaba tanto que relucía por sobre todos los demás carros de la cola, por eso nadie fue ajeno al momento en que el Fiat 84 la impactó por detrás como en cámara lenta, tan despacito que cabía dudar de la intención de su conductor. El chofer de la camioneta, un cuarentón con entradas, se bajó al instante —como corresponde en estos casos—, miró los inexistentes daños y aún así le gritó al del Fiat que tuviera más cuidado. Este último, que desde donde yo estaba sólo parecía un tipo con lentes de pasta y barba dejada, se disculpó sin bajarse del carro, lo cual a todos los curiosos nos pareció suficiente para zanjar lo ocurrido, sin embargo, en ese momento se acercó el copiloto de la camioneta, que era un viejito vestido de guayabera blanca y pantalón gris:
—Coño vale, pero ¿tú no ves?—le gritó al del Fiat.
—Disculpe maestro—le respondió— la verdad es que fue un descuido.
—Ningún descuido—intervino el cuarentón— ¿es qué estas borracho?
El de los lentes no respondió.
—A vaina —le dijo el anciano al otro, que quizás era su hijo o un amigo— será que este cree que nosotros andamos paseando pa´ que cualquier pendejo venga y nos choque.—El cuarentón volvió a dirigirse al del Fiat: —¿Mira vale, no te vas a bajar?, ¿tú crees que hiciste una gracia?—Este lo vio, se acomodó los lentes, se rascó la barba pero no se bajó, lo que parece haber molestado al viejo porque le dio una patada al carro y le gritó: —¡El coño e´ tu madre!, chico.
Luego de buscar algo en el asiento de atrás, el chofer del Fiat se bajó blandiendo un tubo. Iba vestido con una braga azul engrasada y medía como dos metros.
—¿Qué vaina es pues?—le gritó con los ojos inyectados de sangre a los dos hombres— ¿Ustedes quieren que les meta esta vaina por el culo, par de viejos maricos?
El viejo y el cuarenton se vieron entre sí, vieron de nuevo al gordo, se montaron en la camioneta y salieron a toda la velocidad que le permitía el tráfico.
—Par de maricos…—dijo el gordo antes de regresar a su carro.


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viernes, 23 de julio de 2010

De camino al trabajo




Lucho no sabía por qué tenía miedo. Se persignó, cerró tras de sí la puerta de su casa y comenzó a bajar las escaleras sintiendo en las piernas esa sensación de debilitamiento tan molesta, tan idéntica a la del día que vio a un autobús estrellándose contra un camión en el hombrillo de la Panamericana.
Al llegar al arco vio a un hombre que yacía herido junto al contenedor de basura. Cosa normal en estos días, pensó. El hombre le pidió ayuda apenas escuchó sus pasos. Lucho dudó, no por falta de voluntad sino por incredulidad, por resistirse a aceptar que quién le hablaba no había muerto el año pasado, como todos creían, sino que seguía con un pie en este mundo. “¡Ayúdame, coño!”, insistió el hombre, Lucho se movió con toda la velocidad que le permitió el extrañamiento de vacío que sentía en el estomago y la inminente distracción de sus esfínteres anales. “Montame en un taxi, viejo”, imploró El Condorito adolorido, “No me hagas nada hermanito, tranquilo…”, dijo Lucho. “Coño no seas marico, ayúdame a agarrar un taxi que me desangro ¡no joda!”, obtuvo como respuesta. Lucho analizó rápidamente que la vida del Condorito dependía de su ayuda y que eso lo hacía inmune a la reputación del herido, a los cuentos de sus atrocidades, a las cosas que podría hacerle en otras circunstancias, no en estas, porque ahora significarían el fin para ambos. Lo ayudó a ponerse de pie y le sirvió de muleta para ayudarlo a cruzar la calle. A la mitad El Condorito dijo: “Ya va viejito, ya va”, sacó un bisturí y lo estrelló como un rayo en el estomago de Lucho. “¿Pero te volviste loco?”, reclamó Lucho antes de doblarse en el piso. Ninguno de los dos volvió a hablar.

Adaptación del relato: el sapo y el escorpión




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miércoles, 21 de julio de 2010

Señales, Sai Baba y otras menudencias por el estilo


Esto de no ver las señales, los avisos, las premoniciones, esta cosa metafísica que la gente se traga con los libros de Sai Baba, es un mal de familia. Basta con recordar lo que pasó el día que fui a casa de Viviana, Iliana, Diviana, no sé, la portuguesita con tufo a la que le bajaba las pantaletas a los 10 años (para nada, porque en mi casa lo más parecido al sexo eran los chistes de doble sentido), a entrompar al ladrón de su hermanito —que me había robado unas upper deck— y estando allá la vieja patas-callosas que los parió salió gritando en portugués y yo, que era como sensible en aquella época, me cagué y salí corriendo, y quizás por el mismo susto no pensé que fuera una señal ni nada parecido, y ahora caigo en cuenta de que nunca me la cobré, que debí haber ido a la oficina de la vieja en la sacristía (porque la muy golfa se la daba de beata) meterle un empujón y, estando en el piso, cachetearla con el glande diciéndole que pidiera auxilio en portugués. Perra.
La segunda señal la recibí en La Esmeralda, con la vieja que no follaba porque a su esposo no se le paraba ni entablilla´o (no habían inventado el viagra) así que la nata de allá abajo se le había ido al cerebro y, entre otros trastornos de la personalidad, le impedía asumir su negritud, así que cuando me vio con su hija agarró y le dijo qué cómo coño andaba con un negro, lo cual me ofendió en el alma porque coño ¡yo no soy negro!, y al final me largué pero volví a los cuatro años y la vieja estaba de lo más light (porque ya habían inventado el viagra) pero yo quería venganza y le apliqué a la carajita el cuento de que nos íbamos a casar, a tener una casa de dos pisos, dos engendros, un perro, y que con cada beso iba a salir un arco iris, y cuando la tuve convencida la mandé a comerse un cerro de atol con la excusa de que la culpable era la vieja, que no me quería y otras vainas locas que sólo se podía creer una tipa más tarada que un mongolico, y el hecho es que la carajita quedó lerda por unos meses, en una nota de odio-a-la-humanidad que supuestamente se le pasó cuando la llevaron al psicólogo, al psiquiatra o, con lo pichirre que era el papá, probablemente a un brujo. No lo sé y no me importa.
Y bueno, como esas perlas otras, quizás menos escatológicas, cosas que se soportan para seguir creyendo que se puede, que se va a lograr algo que en el fondo poco importa, como cuando uno va caminando y aparece un perro chiquito ladrando como poseído por el demonio y uno lo ve sin hacer nada, a sabiendas que con una sola patada basta.




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jueves, 15 de julio de 2010

Días sin tiempo


Esta semana comenzó el año pasado, el siglo pasado, cuando era niño, adolescente, prepuber, o el día del pastel, de aquella torta que puse en Carapita, o al día siguiente en Margarita, acostado en mi cama viendo una novela de Maricarmen Regueiro con treinta y cinco grados de calor y un ventilador sin tapa.
Fue hace tanto que en la foto que me tomé el lunes salgo flaco y junto a la Virginia Voller sin tetas y sin los dos engendros que le parió al difunto Padre Morán. El martes fue el día que Baggio falló el penalti y yo gocé viendo a los fetuccinis llorando como maricas, como si se hubiera acabado el mundo con esa pelota que volaba ajena al gol, ajena a la risa de Taffarel, como una tragedia en vivo y aderezada con salsa napolitana.
Al despertar el miércoles no tenía pelo y cuando me vi en el espejo me encontré parecido al tal Matusalén. Cosa rara, sin duda, porque nunca lo había visto, pero me puse a pensar que con novecientos y pico de años lo normal era el alzheimer, así que quizás sí lo había visto o era yo pero no lo recordaba.
En la noche quise rezar por mi muerte pero no lo hice, me conformé con pedir que se me ahorrara el suplicio de estos dos días, que amaneciera sábado de una vez para ver la pole position y olvidar lo que pasó en mi semana-siglo, pero no, estamos a jueves y yo sigo aquí, inerte, empotrado en mi lugar, padeciendo las horas como años, viéndola sin que me vea, escuchando sus movimientos como si fuera mi presa, incapaz de aceptarlo, incapaz de decirlo, desdoblado en el deseo de que todo acabe y, al mismo tiempo, que no termine.



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miércoles, 30 de junio de 2010

La mujer de goma espuma


El tango se había convertido en el hilo musical de la casa, en el soundtrack de las once de la noche, y todo se mantuvo así hasta que ella llegó.

El día de nuestro primer encuentro ella me sonrió y me preguntó cómo estaba yo. La vi con una mirada neutra, como de oveja, y le dije que normal —porque era verdad—. Por falta de diplomacia o simple desinterés —no sé cual, porque sufro de ambas— omití devolverle la pregunta y ella me pagó con un gesto light salpicado de un trazo de decepción. Nada del otro mundo.

En la noche nos encontramos en la cocina y me ofreció comida, le dije: “no, gracias” y cuando se fue al cuarto saqué roast beef y una cerveza. Ella volvió, vio la comida, vio la cerveza, me vio a mí y no dijo nada, lo cual no me pareció extraño porque es de la gente que le da mucha importancia a cosas tipo hablar-con-la-mirada, tipo el-silencio-lo-dice-todo, tipo las-sonrisas-son-gratis, que para mi son tipo pura-mierda porque no puedo entrar a un tribunal y sonreírle al choro que estoy acusando, ni alegar con miradas y silencios. Es más complejo que eso.

Al día siguiente finalmente se largó. No me sentí triste ni contento, es lo que iba a pasar y ya. Él, en cambio, sí estaba abatido e intentó —inútilmente— transmitirme su abatimiento con una mirada heavy de reproche, pero desistió porque sabe que me resbala; que la vieja, al igual que mi secretaria, Chente, Toño —el del estacionamiento— y la mayoría de la gente, me parece de goma espuma: un vulgar relleno; una materia masiforme cuyos propósitos ignoro y, como tal, no pierdo el tiempo preguntándoles por su familia, ni invitándolos al cine, ni a la casa para una parrilla, y claro, en caso de incendio espero que el fuego haga lo suyo y ya está.

Esa noche se volvió a escuchar a Gardel y todo estuvo normal.




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miércoles, 23 de junio de 2010

De ciencia ficción

Consigo el ensayo sobre Ruanda y lo llevo a la caja. Karol está leyendo la contratapa de 1984. Lo hace siempre que venimos acá. Cuando me vea pagando me va a decir qué es el mejor libro del mundo y lo va a dejar en el estante porque, aparte del periódico, él sólo lee relatos de pedofilia en internet.
—Este es un librazo—me dice fiel al guión, pero yo no respondo.
—¿Forma de pago?—me pregunta la cajera nueva, que tiene unos ojos verdes que sacan lo peor de mi, una expresión inexplicable que, según yo mismo —pero a niveles inconscientes—, es de lo más intelectual, un algo con las cejas y el tono de voz que a mi me parece que hace evidente lo de mi Maestría.
—Plástico—le digo con una breve sonrisa y un toque en la montura de mis lentes.
—¿Qué?—pregunta ella, torciendo la boca con un gesto cercano al asco que me hace ver lo estúpido de tratar de levantármela haciéndome pasar por bohemio.
—Tarjeta de crédito—respondo y recuerdo por qué quería quedarme en Europa. ¿Cómo es posible que no entendiera a qué me refería cuando dije plástico?, ¿en qué coño pensó, en fichas de ludo?.

En eso entra una vieja:
—¿Mami tendrás La Divina Comedia?
La vieja no tiene ni pinta de leer Condorito, pero la cajera teclea el título en la computadora. En eso se me acerca Karol:
—¿Viejo por qué no te lo compras?—se refiere a 1984.
—No me gusta la ciencia ficción.
—No me queda ninguno—le dice la cajera a la vieja—, están agotados.
—Gracias mami.

La vieja se larga, pero Karol se le queda viendo a la cajera y comienza a hablar con voz de catedrático:
—Coye tremendo ejemplar—me dice—, Infierno, por supuesto, porque los otros dos no son nada del otro mundo. ¿Tu lo leíste?—le pregunta a la chica.
—Sí —responde ella, pasando mi tarjeta—, pero en Vasco.
Es lo último que hubiera imaginado.
—Ah, que interesante—continua Karol—, debe ser todo un reto leer una obran tan compleja en un idioma con tanto cuerpo como ese—sonríe.
—No sé —se encoge de hombros—, mi papá es Vasco, es como mi lengua materna.—Entonces me entrega el voucher—: Coloca firma y cédula.
Noto que dijo C-o-l-o-c-a… no c-o-l-o-q-u-e. Maldita Sudaca.

—¿Y tu hablas Vasco?—le pregunta a Karol, que no habla bien ni castellano.
—No, tengo facilidad para los idiomas, pero no el tiempo para aprenderlos—claro, el tipo es campeón mundial de pajas, Messenger y Wii, no tiene tiempo ni de lavarse cuando va al baño.
—Yo estoy dando clases en el curso de inglés de la Central—dice la cajera.
—Interesante, de verdad que muy interesante…
—Gracias—interrumpo—, vamos a llegar tarde viejito.
—¿Dónde puede conseguir información de ese curso?—le pregunta Karol.
—En la Central—interrumpo nuevamente— ¿no estás escuchando?
—Te anoto el número—dice la chica—llama y di que lo haces de parte de Celeste.
—¿Y no me puedes anotar tu número también?—pregunta él.
Se hace un silencio incomodo, pero luego la chica anota su numero de celular en el mismo papel. Karol me sonríe y al salir me dice:
—¿Qué te pareció?
—De ciencia ficción, marico… una mierda de ciencia ficción.




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lunes, 21 de junio de 2010

Murakami, podofilia y otras divagaciones


La mía se encadenó (otra vez) con lo de Murakami y yo me puse en modo te estoy parando, asintiendo rítmicamente y apretando los ojos como la gente espera que uno haga cuando se está ante algo demasiado interesante. En eso llegaron ellos (aunque sólo me fije en ella) y se sentaron en una mesa que bordeaba la peatonal. Pude no verlos más y enfrascarme en lo de Tokio Blues, o cambiar de tema y comenzar a hablar sobre Rambo o sobre la violación de Irreversible, pero terminé viéndola a ella o, mejor dicho, a su pie derecho, que no era un pie bonito, como el de la mía, sino una especie de bollo escuálido en el que resaltaba un anillo a la mitad del dedo largo. Tomé un sorbo de mi cerveza —que ya estaba caliente— y enfaticé una nueva ronda de asentimientos. Luego volví a mirar el anillo, a la chica y a su acompañante que, no se por qué, me pareció que era podófilo, que se excitaba con el olor a pie o usaba la boca para masturbar esa especie de prepucio metálico. Conversaban cuando el mesonero les llevó una botella de varietal, la destapó y sirvió un poco en la copa del muchacho, la chica la tomó, la hizo girar y la vio tras luz durante unos segundos apretando los ojos como uno espera que la gente los apriete cuando está catando vino; le volvió a dar vueltas, metió su nariz e inhaló como si estuviera cumpliendo el último deseo de un yonqui condenado a muerte; finalmente tomó un sorbo y lo revolvió en su boca cual listerine. “Excelente”, terminó por decirle al mesonero, aunque de verdad no la escuché sino que leí sus labios. Mientras tanto, la mía hablaba no sé de qué triangulo entre Toru, Naoko y Kizuki, llamé al mesonero y ordené la misma botella que tomaban en la otra mesa más una bandeja de queso. Al llegar caté el vino como lo hizo la otra chica, tomé un trozo de parmesano e inhalé su olor como si en ello me fuera la vida. La mía dejó de hablar y se quedó viéndome en silencio, con esa mirada vacía que pone la gente cuando no entiende qué pasa.




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miércoles, 2 de junio de 2010

Personal administrativo


Se enamoraron en horario de oficina, entre portadas de fax y resmas de papel. Él siempre fue lo que fue y ella, su secretaria. Por eso hubo quienes decían que lo suyo era de pronóstico reservado, “muy lindo” pero surrealista. Mientras tanto, ellos como sordos, como ciegos, enamorados, viendo perritos en Santa Mónica los fines de semana, comiendo banana split, montando caballos en el Junquito después de las cachapas y el chicharrón pelu´o, sacándose fotos en las maquinitas que siempre vieron en las películas y que ahora estaban aquí, en el pasillo del centro comercial por donde caminaban sin comprar nada. Tórtolos. Bellos. Ajenos al mundo, por lo menos hasta que el tiempo hizo su trabajo y ella se cansó, primero de él y sus conatos de bohemia, luego, de sus amigos; de las reuniones que transcurrían entre charlas de Buster Keaton y acordes de Thelonious Monk; de reírse de chistes que no entendía sólo para escapar impune y no convertirse en la protagonista de la siguiente mofa; del cansancio, en fin, que le producía el intentar adaptarse a algo que le era ajeno. Él sólo se cansó de ella, de sus griticos infantiles mientras hacían el amor, del olor del lubricante saborizado y de la perra de su madre.

Terminaron el día que aceptaron que no tenían nada de qué hablar. Ambos con la sensación de que habían perdido el tiempo; ella pensando que no había rumbas como las de la gallera de su mamá, a punta de salsa y con la cerveza helada; él seguro de que su reflujo era producto del consumo del lubricante de frambuesa. Por separado habían alcanzado algo parecido a la felicidad, por lo menos hasta que el tiempo hizo su trabajo y él, aburrido, la incluyó en un mail-cadena sobre la vida y el amor. Ella, vanidosa, asumió que lo leído era una petición de cacao, así que le mintió acerca de lo feliz que era con su marido ficticio y su título de TSU en algo, e incluso aventuró a preguntarle si había aprendido algo de su relación. Él sopesó por unos minutos su respuesta y luego escribió: “lo que aprendí fue a no salir con el personal administrativo, ¡balurda!”.




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viernes, 7 de mayo de 2010

Bajo amenaza

Recibió amenazas durante todo el día, de todos los tipos, multiformes, etéreas, e hizo lo que mejor le iba: ignorarlas. Eran tan pocas las probabilidades de sobrevivir que no valía la pena seguir dando cabida al miedo que inundaba su cuerpo, así que salió de su casa, la buscó y fueron al cine recién estrenado en la calle Concepción. Aunque le costara admitirlo, eligió ese sitio porque no quería morir sin conocerlo; no quería morir de ninguna forma, pero menos sin conocerlo. La película no le convenció. Le pareció poco creíble que el infierno fuera un lugar donde el diablo se dedicara a leer filosofía a sus huéspedes. Tomó nota del nombre del director, del guionista y de los actores y juró que, si sobrevivía, nunca volvería a ver el trabajo de ninguno de ellos. Al salir, caminaron tomados de la mano hasta un café de aspecto porteño donde pidieron una botella de Ananké. “Si va a ser mi último vino que sea un buen vino”, pensó él. Luego se dio cuenta de que no estaba escuchando lo que ella decía de la película. Pensaba, casi de manera obsesiva, en la forma en que se presentaría la muerte para ejecutarlo. En ese momento recibió una última amenaza: “Te arrepentirás”. Sonrió ante la perspectiva de que su vida estuviera en manos de una persona que ignoraba su carencia de arrepentimientos. Le pareció irónico. La bomba explotó antes que terminaran el vino, pero ambos salieron ilesos. “La verdadera supervivencia es inexplicable”, pensó él mientras trataba de calmarla a ella; mientras trataba de calmarse a sí mismo, pero sobre todo, mientras trataba de inocular el temblor de sus piernas. Al día siguiente volvió a recibir amenazas de todo tipo: multiformes, etéreas, y nuevamente las ignoró.


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martes, 4 de mayo de 2010

Desde el fin del mundo


Anoche leí otra vez su último mensaje. Nada nuevo. Por el contrario, me provocó el mismo impulso hipócrita de siempre: las ganas de destruirlo a pesar de saber que no puedo. ¿Cómo? Si utilizó otra vez su castellano perfecto; si eligió las palabras justas para apenas contestar mis preguntas; para hacerme imposible descifrar si tras ellas esconde una diplomacia aplicada o una verdad silente, extenuada de caminar sin rumbo, de estrellarse con su orgullo o con mis miedos; moribunda, inexistente o peor: existente solamente en mí y en mis deseos de que sea cierta.

Hoy he comenzado a escribir mi respuesta procurando no parecer ansioso, disfrazando mi castellano maltrecho para que no me crea molesto, para no encuadrar en alguno de sus odiados estereotipos, para agradarle aunque sepa que es tiempo perdido, que las cosas no fueron como debían, que los nexos no mueren, que la gente no olvida, que hay guerras que no se pelean y que he terminado por aceptar que ella vive allá y yo acá, en el fin del mundo, que no es un lugar sino solamente su silencio, su vacío, el teléfono que repica, el café que se enfría y los días que terminan igual que como empezaron.




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lunes, 3 de mayo de 2010

Las cosas como son


Ayer en la mañana salí de la Máxima y verga, de pana que bulda´e fina la libertad. Cuando llegué al rancho, tamaña solpresa, mi vieja se puso a llorar y todo. Mi viejo, que de pana que es un tipo de lo más legal, me pasó una fuercita pa´ que saliera a celebrar con los panas, pero que va, renegué de ellos porque esos elementos están bulda´e dañaos, además las cosas como son: a pesar de los años uno no sabe cuantas culebras vivas quedan por ahí. Bien lejos. Claro, como de todas formas quería festejar enfilé hacia el club de la vieja Pielna´e Chuleta que es un sitio de lo más regio. Se llama The Best (es que de pana es bulda´e bestial). Allí no dejan a entrar a cualquier Cristo, sino que hay que consumir mínimo una pecho cuadrao pa poder acceder. Bulda´e estilo. Al llegar me di una vuelta por el establecimiento con mi botellita abajo´el brazo —no me fueran a echar burrundanga— y en eso vi a la catirita. Que cosa más rica; lo que se dice un hembron: una chama bella con sendas licras rosadas y la cintica esa en la cabeza. Estaba como pa desnudarla con los dientes. Claro, las cosas como son: yo me tenía que calmar porque después de una temporada en la sombra, zampando puro culo´e macho, uno sale crisiao y se lo quiere atarragar a cuanta mamita se le pase por delante. Pero que va, yo relax, un gentleman pues, como si la cosa no fuera conmigo. Eso sí, me quedé a la ispectativa, tomándome mi roncito con limón y peisi, pero tranquilo. Al rato claro, lo lógico, el efecto de la causa —como me decían en la técnica—, el licor se me fue pa arriba (y pa abajo) y empecé a sacar cuentas como el pana este que era bulda´e brillante —el tal Aistain—: los riales que me quedaban alcanzaban sólo pal desplazamiento, así que no me podía poner exquisito a estar imaginándome en el Pool Manaure con esas mamis que cobran treinta mil. Bueno, eso era antes, ahora con eso de la inflación deben estar como en cincuenta mil. Un robo. Así que lo legal, lo ajustado a derecho —como decía el cabeza´e pinga abogado mío— era cuadrar un culito allí pa enchufarmelo guillaito en mi casa. Más nada. Como las cosas cuando son ciertas son de verdad, pusieron salsa y yo, ni corto ni perezoso, saqué a la catirita. Coño que vaina pa moverse rico. Bailamos como tres seguidas y cuando estábamos allí, fajados interrelacionándonos con una del pana Jerry Rivera, llegó un combibe que yo no conocía y me dijo: "¿Qué es lo que te pasa a ti, tu no respetas las mujeres ajenas?", y yo le iba a ripostar pero la catirita me echó pa un lado y se le plantó al combibe: "Bueno Yeison, ¿tú nunca vas a entender que terminamos, vale?... Me fallaste vale, me fallaste…", le dijo. Yo me sentí orgulloso y todo, de pana que tremenda jeva. Pero el tal Yeison le metió un empujón y le dijo: "Tu cállate, puta, que contigo me arreglo después", y se me quedó viendo como pa peliar. A mi me arrechó bulda lo del empujón, esas no son formas de tratar a una dama. En eso el combibe se me abalanzó y me lanzó par de coñazos. Claro, yo venía entrenaito de la Máxima, así que los esquivé y coño, por pura costumbre, busqué mi chuzo pero no lo tenía, así que tuve que zamparle con la pecho cuadrao que me estaba tomando. Se la estampé en la cabeza y no me pregunten cómo, pero no se rompió. Eso sí, le abrió semerenda cuca en el craneo y quedó nocaut. Así es que me gusta a mí: sin mucha guevonada. Las culebras muertas por la cabeza y más´na. En eso sentí un tremendo coñazo por la espalda y resultó que era la catirita que me estaba dando con una silla porque le había descoñetao al marido. La Pielna´e Chuleta intervino y me dijo que me fuera y así lo hice, pero la catirita se me vino atrás y me persiguió como una cuadra dándome coñazos hasta que me harté y bueno, las cosas como son: podía ser muy bonita pero era semerenda bruja, así le zampé un vergajazo por la jeta pa que fuera seria. Por mala leche mía venía pasando un policía y me detuvo dizque por una ley nueva de violencia contra la mujer. Una mielda. Ahora me trajeron pa aca, que si me van a presentar, que qué sé yo, y pensar que lo único que quería era celebrar mi libertad.



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martes, 6 de abril de 2010

Vendiendo el destino


Hace nada que un amigo me comentó que estaba deprimido. Conversamos un rato y se me ocurrió que si venía para acá —de vacaciones a la playa— se sentiría mejor. Cuando lo invité le agradó la idea, pero de inmediato me dijo que había leído en el portal web de uno de nuestros periódicos que aquí mataban a más de cien personas cada fin de semana. Entendí que para él —más que para mí— era una cifra escandalosa, así que le pedí que se quedara tranquilo explicándole que la mayoría eran ajustes de cuentas entre malandros de Caracas y que, si venía, pasaría directo de Maiquetía a la urbanización privada de una playa en el interior. Se tranquilizó, pero al rato me preguntó si ya habíamos superado la crisis eléctrica. No le pude mentir, pero le propuse que tratara de que sus idas a la playa coincidieran con los recortes de luz para estos no le afectaran. Le pareció buena idea y me preguntó si la casa donde se iba a quedar tenía tanque, porque vio por cable que nuestras represas estaban casi secas. Como no sabía, le dije que si por casualidad no había agua cuando llegara a la casa, se metiera en la piscina a esperar que llegara. Por último me preguntó si aquí seguía el control de cambio o si podía cambiar dólares en cualquier parte. Le costó entender lo del mercado negro y cómo es que el cajero del banco siempre llama al malandro que te roba pero nunca lo meten preso. Hacia el final de la conversación ya habíamos descartado su visita y yo estaba, calendario en mano, buscando fechas para mi viaje.




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lunes, 5 de abril de 2010

Paranoico


Hay quienes me dicen paranoico por voltear tanto mientras camino; por fijarme en el retrovisor al parar en un semáforo; por desconfiar de todos y porque nunca olvido un rostro. Algo freak, es verdad. Cualquier autoevaluación es meramente subjetiva. Quizás tengan razón y lo normal es lo contrario: ver siempre hacia delante, hacia el horizonte —como dicen—; confiar en la buena fe del prójimo y olvidar cada rostro anónimo que se nos cruce, porque total, puede que nunca mas lo volvamos a ver. Sí, quizás. Un poco cursi, pero quizás. Aunque no puedo dejar de pensar que por pendejadas como esas se echaron a un tal Toco el otro día saliendo del pasaje Asunción. Hubiera sido más fácil voltear y ver a Cheito Macandú con la botella rota en la mano, pero el tal Toco, obviamente, no lo hizo. Según dice su familia, él era de los que decía que cuando nos toca nos toca; desconfiar era un acto ajeno a sus principios aunque a mí me parezca lo más próximo a la naturaleza humana. Cuestión de estilos, sin duda. Cheito Macandú está sentando en el piso, tranquilo. Yo no, porque me pagó los honorarios por adelantado y va a salir en libertad. Hay quienes me dicen paranoico, pero yo no les presto atención.




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lunes, 22 de marzo de 2010

El fin de los recuerdos


No me percaté de su presencia hasta que apagó la música. Volteé y estaba acomodándose en una silla frente al mesón de la cocina. No dije nada. Ella tampoco. Nada nuevo, pensé. Así había sido desde que descubrió las fotos: una competencia por ver quién hería más con su ausencia, con el silencio, con lo que fuera. Yo siempre ganaba, aunque no me enorgullezca de ello. Cuando comenzó a buscar algo en su bolso me volteé y seguí en lo mío: adobando el bife para la parrilla. Está loca si cree que le voy a seguir el juego viendo su numerito de fumadora depresiva, pensé. En eso me dijo: "voltea", y yo sonreí de saber que la había doblegado otra vez; de que tuvo que hablar para exigir atención. Comencé a silbar, sonriente. Luego escuché el disparo y sentí un calor intenso en la parte de atrás de la cabeza. Desde allí no recuerdo más.




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lunes, 1 de marzo de 2010

El escaparate de Polanski


El día que me enteré de que no me hablabas, lo único que me vino a la cabeza fue el escaparate de Polanski. Me dio risa —una risa nerviosa, lo acepto—, porque lo lógico hubiera sido pensar en algo más pertinente, no sé, como en el dinero que me debes por el artículo que publiqué en el panfleto que llamas revista, quizás. No me malinterpretes, es tu negocio y de verdad lo respeto, pero los dos sabemos que nunca será una revista; que tienes la ambición y la formación, pero no el talento; que desde el liceo resaltas la parte equivocada del libro, como en esos manuales de gerencia —que de seguro te has tragado— que aconsejan que te comportes como la persona que quieres ser (aunque no lo sepas) y por eso llevas años creyéndote quien no eres, incapaz de asumir que para ser empresario se requiere un capital que no tienes, que no es igual un puro que un tabaco y que decirle apartamento a tu habitación no la hace subir de estatus. Debí pensar, quizás, en las reuniones que compartiremos por nuestra mal habida afinidad; en los saludos hipócritas que tendremos que proferirnos —como manda la etiqueta que, aún invisible, te asfixia—, esos que a mí me ulceran el estómago pero a ti se te confunden con los reales; en las anécdotas de ciencia ficción con las que tus padres anegan cada silencio, pretendiendo alcanzar un subterfugio que justifique tu fracaso —que al mismo tiempo es el suyo— y que los haga inmunes a tu vampirismo, a esa condición de la que te aprovechas, cada día con menos vergüenza, para vivir la vida que anhelas. Pero no, en lugar de ello pensé en el escaparate de Polanski, en ese traste de madera podrida que los protagonistas de la película sacaron de la playa y luego arrastraron hasta su pueblo. Con el que caminaron a cuestas hasta que su peso los fue cansando, su hedor asfixiando y su tamaño hiriendo, convirtiéndose no en un mueble sino en un obstáculo para su vida. Me reí por las innegables semejanzas, por recordar que tú, desde hace años, llamas diplomacia a tu hipocresía, humor a tu racismo y entretenimiento a tu mitomanía, y porque yo —no sé por qué— te he llevado a cuestas aún cuando no me produces ni la más lejana simpatía. Entiende que entre todos los desenlaces posibles este es el mejor: con risas, porque los dos sabemos que es cuestión de tiempo para que coincidamos en otra tertulia, y como muestra de la buena fe en la que ninguno de los dos creemos, te obsequio estas líneas a manera de ventaja, para que al llegar a ese encuentro, aunque yo no sepa cómo me vas a ver, ni qué vas a pensar de mí, tú sí sepas lo que yo estaré pensando.




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viernes, 26 de febrero de 2010

Todas las palabras del mundo




Después de que desistió de saber mi nombre hablamos toda la noche. Bueno, al comienzo no hablamos, nos escribimos, porque si hubiéramos hablado me hubiera reconocido la voz y no habría tenido sentido lo del anonimato. Detalles técnicos. Conseguí su número en el celular de un amigo y después de media botella de whisky me pareció genial escribirle; como audaz. Ah, esa era la otra razón para no llamarla: no quería que pensara que la estaba llamando porque estaba borracho, lo cual no era cierto, pero, por si acaso, preferí escribirle. Pendejadas mías, lo acepto. Lo hice porque esa misma noche, pero más temprano, habíamos coincidido en la fiesta de las Caicedo y después de saludarnos no hablamos más, como siempre pasaba. Varias veces habíamos estado en el mismo sitio y luego del “hola, ¿cómo estás?” —automático— no pasaba nada. Sencillamente nada. Y no es algo que le pueda atribuir a mí timidez, porque otras veces, con todo y ataque de pánico, he resuelto —modestia aparte—. Ciertamente, el hecho de que ella anduviera con el novio era un elemento disuasivo, y que él fuera amigo mío era otro. Pero yo tampoco estaba haciendo algo malo —eso que quede claro—, porque lo de él era jugar Playstation, y mientras tanto dejaba a la novia allí, como un mueble, viendo a su avatar matando a medio mundo, y yo decía: “vaya, pero lo mínimo que puedo hacer por este pana es hablar con la novia para que no se le aburra”. Eso es legal. Es un favor y nada más. Pero decirlo era una cosa y hacerlo otra. Siempre que lo intentaba terminábamos en silencio, viendo orcos descuartizados por nuestro amigo-novio. Lo que cambió donde las Caicedo fue que en un cruce de miradas ella me hizo un gesto para que me sentara a su lado —detrás del novio, que estaba jugando FIFA algo— y estuvimos allí no sé cuanto tiempo, durante varios partidos, mundiales de fútbol, copas no-sé-que-cosas, viéndonos con impunidad, conscientes de la necesidad del silencio, riéndonos de él y de nosotros, de la noche, de que ninguno quería pararse a servirse un trago para no cortar el momento. Que momento. Claro que los tres pitazos sonaron y se acabó la magia, pero yo sentí que me estaban abriendo la puerta y no podía quedarme afuera. Después de la media de Chequers ataqué. Gracias al alcohol pude superar la conversa de poesía en la que me enteré que Cantares era de Machado y no de Serrat. Por supuesto no lo dije. Con lo de La Sociedad de los Poetas Muertos y el Pez que Fuma me fue más o menos igual —no es por nada, pero prefiero a las putas y los motorizados antes que a unos gringos con crisis existenciales—. Cuando llegó el amanecer habíamos hablado de todo, del mundo, de cosas que no se hablan, como si fuéramos de toda la vida, así que ella aprovechó para preguntar por última vez quién era yo. Le dije, seguro de que allí había algo. Hablamos —ahí sí— sólo para despedirnos, para decir que nos veríamos a mediodía en la parrilla del loco de Chalchemique. Así ocurrió. Cuando llegué me entretuve un rato hablando con el loco, pero no podía dejar de pensar en ella, que ya estaba allí, instalada donde siempre, viendo al otro en una carrera de NASCAR. Le hice un gesto para ir afuera pero no vino. Me senté a su lado nuevamente y se fue el tiempo entre Daytona e Indianápolis, como si no hubiera pasado nada, y eso me provocó un vacío que no había sentido. Esa noche fue ella quien me escribió. Hablamos hasta el siguiente amanecer y desde entonces las cosas son así: un total silencio en persona y todas las palabras del mundo después, cuando nadie nos ve.






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