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Al comienzo estaba hasta arriba de trabajo y hasta abajo
de ingresos y todo estaba bien.
Luego me fui y estaba hasta arriba de ingresos y hasta
abajo de trabajo y todo se fue al diablo, así que regresé.
Me dieron un cargo en los baños (esto es figurado, era
una oficina, pero el trabajo era tan mierda que sólo puedo compararlo con un
baño público en plena plaga de diarrea) y a punto estuvieron de despacharme,
pero se movió todo el que pudo y me cambiaron a donde estoy. Un regalo de esos
raros, que no se entiende bien quién lo va a disfrutar, como cuando le regalas
lencería de Victoria´s Secret a tu mujer.
Entonces comencé a moverme entre aviones y
aeropuertos, madrugonazos, baños que huelen a desinfectante, desconocidos y
comida de la calle. La ruta en GPS para perder la cordura; para pasarme horas haciéndome
preguntas con respuestas dolorosas y anhelando regresar a la seguridad de la
oficina, al ajetreo, a tierra firme. Pero el día que regresé me sentí como un
visitante: no recordaba la clave de mi computadora, sobre el escritorio no
había nada mío, la agenda estaba blanco y tenía una vianda con comida de mi
casa. Justo allí me di cuenta que preferiría estar en la sala de espera del
aeropuerto leyendo una novela o dormitando en el suelo pulido de la puerta diez
con un café. Extrañaba los momentos en que me quedaba sentado viendo a los
viajeros agolpándose a abordar como si los asientos no estuvieran numerados; la
lotería del compañero de viaje al que siempre ignoro sin discriminación alguna;
el taxista hablador o el mudo; y los nuevos compañeros de trabajo que te clavan
puñaladas de trato distante, pensando que con ello te castigan cuando lo que
dan es risa.