miércoles, 20 de octubre de 2010

Presagios sebáceos


Cuando uno se levanta con ganas de trabajar debería darse cuenta de que hay algo que no está funcionando. El cuerpo, al igual que libera glóbulos blancos cuando hay infecciones en el sistema, debería liberar un ataque de sueño súbito, un dolor de pantorrilla o cualquier cosa que nos haga volver a la cama, alejarnos del trabajo, lo qué sea con tal de retornar a la normalidad.

Ayer me levanté con esa enfermedad y no me di cuenta. Usé el traje negro a pesar de que hacían más de treinta grados y me apreté a niveles de asfixia una corbata gris. Llegué a tribunales con ganas de alegar (son como ganas de hablar paja pero elevando al cubo las mentiras, excusas o cualquier cosa que le sirva a los babosos de los clientes) y me sobró con quién. El primero fue el Dr. Fulgencio —a quien le dicen el Buitre, no sé por qué—, le estaba metiendo cizaña para que no dejara a la contraparte revisar el expediente porque el poder estaba defectuoso. Pura paja. Lo que me pareció raro fue que el Doctor estuvo como distraído, más bien como evasivo a lo que le decía, pero se lo achaqué a los años: ese viejo está en Tribunales desde el juicio a Jesucristo.

De seguidas hablé con la gorda Floralba Carroña (venga, que ella dice que el apellido es italiano), que se acababa de recuperar de otro ataque de su glándula tiroidea. Me preguntó sobre una sentencia del Tribunal Supremo que yo ni pendiente. No sé por qué, pero hay gente que piensa que uno se la pasa leyendo las pendejadas que escriben los asistentes de nuestros Magistrados, es una pérdida de tiempo porque todos los días los tipos se fuman algo distinto y cambian el criterio. El hecho es que me puse culipandoso y aunque no respondí su pregunta, sí puse bien alto el listón de mierdas que había inventado en los últimos tiempos. La gorda, muy parecido al Dr. Fulgencio, le costaba mantener la mirada mientras hablábamos, de hecho, volteé disimuladamente a ver si detrás de mí ocurría algo que estuviera captando su atención, pero nada.

Así, seguí caminando y hablando con cuanto zamuro me encontraba hasta que me dieron ganas de orinar y fui a una de las letrinas con las que cuenta el “Palacio”. Allí —y no precisamente por la micción— comprendí lo que pasaba con mis interlocutores: una enorme, purulenta y escarlata pepa del tamaño de una caraota (bueno, esto es una exageración) estaba alojada en el medio de mi frente. Lo primero que sentí fue vergüenza y lo primero que dije fue: ¡el coñoooooo e´ la madre!, luego —porque no podía quedarme en ese lugar ajeno a cualquier mínimo sanitario, ni salir con semejante monstruo en la sien—, comencé la operación extirpación. Los detalles no vienen al caso, pero aquello me quedó del tamaño de un fríjol (ahora no exagero, ¿OK?) y aunque esperé un rato a que se pasara la inflamación, nunca ocurrió.

Para salir del Palacio bien me hubiera servido aquélla capa en la que Harry Potter se metía con Ron, pero lo único que tenía era mi pañuelo, así que me lo puse en la frente y caminé lo más rápido que pude esperando que la gente creyera que tenía alguna emergencia y, por ende, no se pusiera ladilla a preguntarme cómo estaba. Pero que va, esta vaina es Venezuela, desde el primer medio-conocido que me encontré, hasta el vigilante más nuevo de la entrada, me paró pa´ preguntarme qué tenía. Así somos. Les dije qué migraña, pero presiento que la gorda Floralba no me creyó.

De pana que qué mal agüero cuando me levanto con ganas de trabajar.




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