miércoles, 30 de junio de 2010

La mujer de goma espuma


El tango se había convertido en el hilo musical de la casa, en el soundtrack de las once de la noche, y todo se mantuvo así hasta que ella llegó.

El día de nuestro primer encuentro ella me sonrió y me preguntó cómo estaba yo. La vi con una mirada neutra, como de oveja, y le dije que normal —porque era verdad—. Por falta de diplomacia o simple desinterés —no sé cual, porque sufro de ambas— omití devolverle la pregunta y ella me pagó con un gesto light salpicado de un trazo de decepción. Nada del otro mundo.

En la noche nos encontramos en la cocina y me ofreció comida, le dije: “no, gracias” y cuando se fue al cuarto saqué roast beef y una cerveza. Ella volvió, vio la comida, vio la cerveza, me vio a mí y no dijo nada, lo cual no me pareció extraño porque es de la gente que le da mucha importancia a cosas tipo hablar-con-la-mirada, tipo el-silencio-lo-dice-todo, tipo las-sonrisas-son-gratis, que para mi son tipo pura-mierda porque no puedo entrar a un tribunal y sonreírle al choro que estoy acusando, ni alegar con miradas y silencios. Es más complejo que eso.

Al día siguiente finalmente se largó. No me sentí triste ni contento, es lo que iba a pasar y ya. Él, en cambio, sí estaba abatido e intentó —inútilmente— transmitirme su abatimiento con una mirada heavy de reproche, pero desistió porque sabe que me resbala; que la vieja, al igual que mi secretaria, Chente, Toño —el del estacionamiento— y la mayoría de la gente, me parece de goma espuma: un vulgar relleno; una materia masiforme cuyos propósitos ignoro y, como tal, no pierdo el tiempo preguntándoles por su familia, ni invitándolos al cine, ni a la casa para una parrilla, y claro, en caso de incendio espero que el fuego haga lo suyo y ya está.

Esa noche se volvió a escuchar a Gardel y todo estuvo normal.




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miércoles, 23 de junio de 2010

De ciencia ficción

Consigo el ensayo sobre Ruanda y lo llevo a la caja. Karol está leyendo la contratapa de 1984. Lo hace siempre que venimos acá. Cuando me vea pagando me va a decir qué es el mejor libro del mundo y lo va a dejar en el estante porque, aparte del periódico, él sólo lee relatos de pedofilia en internet.
—Este es un librazo—me dice fiel al guión, pero yo no respondo.
—¿Forma de pago?—me pregunta la cajera nueva, que tiene unos ojos verdes que sacan lo peor de mi, una expresión inexplicable que, según yo mismo —pero a niveles inconscientes—, es de lo más intelectual, un algo con las cejas y el tono de voz que a mi me parece que hace evidente lo de mi Maestría.
—Plástico—le digo con una breve sonrisa y un toque en la montura de mis lentes.
—¿Qué?—pregunta ella, torciendo la boca con un gesto cercano al asco que me hace ver lo estúpido de tratar de levantármela haciéndome pasar por bohemio.
—Tarjeta de crédito—respondo y recuerdo por qué quería quedarme en Europa. ¿Cómo es posible que no entendiera a qué me refería cuando dije plástico?, ¿en qué coño pensó, en fichas de ludo?.

En eso entra una vieja:
—¿Mami tendrás La Divina Comedia?
La vieja no tiene ni pinta de leer Condorito, pero la cajera teclea el título en la computadora. En eso se me acerca Karol:
—¿Viejo por qué no te lo compras?—se refiere a 1984.
—No me gusta la ciencia ficción.
—No me queda ninguno—le dice la cajera a la vieja—, están agotados.
—Gracias mami.

La vieja se larga, pero Karol se le queda viendo a la cajera y comienza a hablar con voz de catedrático:
—Coye tremendo ejemplar—me dice—, Infierno, por supuesto, porque los otros dos no son nada del otro mundo. ¿Tu lo leíste?—le pregunta a la chica.
—Sí —responde ella, pasando mi tarjeta—, pero en Vasco.
Es lo último que hubiera imaginado.
—Ah, que interesante—continua Karol—, debe ser todo un reto leer una obran tan compleja en un idioma con tanto cuerpo como ese—sonríe.
—No sé —se encoge de hombros—, mi papá es Vasco, es como mi lengua materna.—Entonces me entrega el voucher—: Coloca firma y cédula.
Noto que dijo C-o-l-o-c-a… no c-o-l-o-q-u-e. Maldita Sudaca.

—¿Y tu hablas Vasco?—le pregunta a Karol, que no habla bien ni castellano.
—No, tengo facilidad para los idiomas, pero no el tiempo para aprenderlos—claro, el tipo es campeón mundial de pajas, Messenger y Wii, no tiene tiempo ni de lavarse cuando va al baño.
—Yo estoy dando clases en el curso de inglés de la Central—dice la cajera.
—Interesante, de verdad que muy interesante…
—Gracias—interrumpo—, vamos a llegar tarde viejito.
—¿Dónde puede conseguir información de ese curso?—le pregunta Karol.
—En la Central—interrumpo nuevamente— ¿no estás escuchando?
—Te anoto el número—dice la chica—llama y di que lo haces de parte de Celeste.
—¿Y no me puedes anotar tu número también?—pregunta él.
Se hace un silencio incomodo, pero luego la chica anota su numero de celular en el mismo papel. Karol me sonríe y al salir me dice:
—¿Qué te pareció?
—De ciencia ficción, marico… una mierda de ciencia ficción.




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lunes, 21 de junio de 2010

Murakami, podofilia y otras divagaciones


La mía se encadenó (otra vez) con lo de Murakami y yo me puse en modo te estoy parando, asintiendo rítmicamente y apretando los ojos como la gente espera que uno haga cuando se está ante algo demasiado interesante. En eso llegaron ellos (aunque sólo me fije en ella) y se sentaron en una mesa que bordeaba la peatonal. Pude no verlos más y enfrascarme en lo de Tokio Blues, o cambiar de tema y comenzar a hablar sobre Rambo o sobre la violación de Irreversible, pero terminé viéndola a ella o, mejor dicho, a su pie derecho, que no era un pie bonito, como el de la mía, sino una especie de bollo escuálido en el que resaltaba un anillo a la mitad del dedo largo. Tomé un sorbo de mi cerveza —que ya estaba caliente— y enfaticé una nueva ronda de asentimientos. Luego volví a mirar el anillo, a la chica y a su acompañante que, no se por qué, me pareció que era podófilo, que se excitaba con el olor a pie o usaba la boca para masturbar esa especie de prepucio metálico. Conversaban cuando el mesonero les llevó una botella de varietal, la destapó y sirvió un poco en la copa del muchacho, la chica la tomó, la hizo girar y la vio tras luz durante unos segundos apretando los ojos como uno espera que la gente los apriete cuando está catando vino; le volvió a dar vueltas, metió su nariz e inhaló como si estuviera cumpliendo el último deseo de un yonqui condenado a muerte; finalmente tomó un sorbo y lo revolvió en su boca cual listerine. “Excelente”, terminó por decirle al mesonero, aunque de verdad no la escuché sino que leí sus labios. Mientras tanto, la mía hablaba no sé de qué triangulo entre Toru, Naoko y Kizuki, llamé al mesonero y ordené la misma botella que tomaban en la otra mesa más una bandeja de queso. Al llegar caté el vino como lo hizo la otra chica, tomé un trozo de parmesano e inhalé su olor como si en ello me fuera la vida. La mía dejó de hablar y se quedó viéndome en silencio, con esa mirada vacía que pone la gente cuando no entiende qué pasa.




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miércoles, 2 de junio de 2010

Personal administrativo


Se enamoraron en horario de oficina, entre portadas de fax y resmas de papel. Él siempre fue lo que fue y ella, su secretaria. Por eso hubo quienes decían que lo suyo era de pronóstico reservado, “muy lindo” pero surrealista. Mientras tanto, ellos como sordos, como ciegos, enamorados, viendo perritos en Santa Mónica los fines de semana, comiendo banana split, montando caballos en el Junquito después de las cachapas y el chicharrón pelu´o, sacándose fotos en las maquinitas que siempre vieron en las películas y que ahora estaban aquí, en el pasillo del centro comercial por donde caminaban sin comprar nada. Tórtolos. Bellos. Ajenos al mundo, por lo menos hasta que el tiempo hizo su trabajo y ella se cansó, primero de él y sus conatos de bohemia, luego, de sus amigos; de las reuniones que transcurrían entre charlas de Buster Keaton y acordes de Thelonious Monk; de reírse de chistes que no entendía sólo para escapar impune y no convertirse en la protagonista de la siguiente mofa; del cansancio, en fin, que le producía el intentar adaptarse a algo que le era ajeno. Él sólo se cansó de ella, de sus griticos infantiles mientras hacían el amor, del olor del lubricante saborizado y de la perra de su madre.

Terminaron el día que aceptaron que no tenían nada de qué hablar. Ambos con la sensación de que habían perdido el tiempo; ella pensando que no había rumbas como las de la gallera de su mamá, a punta de salsa y con la cerveza helada; él seguro de que su reflujo era producto del consumo del lubricante de frambuesa. Por separado habían alcanzado algo parecido a la felicidad, por lo menos hasta que el tiempo hizo su trabajo y él, aburrido, la incluyó en un mail-cadena sobre la vida y el amor. Ella, vanidosa, asumió que lo leído era una petición de cacao, así que le mintió acerca de lo feliz que era con su marido ficticio y su título de TSU en algo, e incluso aventuró a preguntarle si había aprendido algo de su relación. Él sopesó por unos minutos su respuesta y luego escribió: “lo que aprendí fue a no salir con el personal administrativo, ¡balurda!”.




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