Su ausencia en el día acordado, a
la hora que propuso, debió encender las alarmas premonitorias del desastre,
pero no ocurrió. Soy terco. No, soy demasiado orgulloso. Además, en el afán de
aceptar mis defectos le he construido un altar a mi adicción por los
imposibles, a esos triunfos nimios, parciales, secretos, que cuando han salido
a la luz me han traído toda clase de problemas. Para algunos, soy la
personificación del egoísmo. Para mí, en cambio, es un asunto de supervivencia:
la conformidad me mata y el augurio de una vida rutinaria me lleva a trazar nuevos
caminos. Dos días después estaba conduciendo por San Bernardino, buscando un
edificio sin nombre, con la fachada idéntica a todas las demás, al frente de
una panadería clandestina. Las calles sucias contrastaban con el brillo de mi
felicidad. Quizás nadie lo entienda, pero después de esperar cuatro años por
esas indicaciones el tiempo que me tomara encontrarla sería lo de menos. Y allí
estaba, ante esa persona minúscula que en realidad no conozco, que me sonreía
como sosteniendo un cartel con la frase “es imposible”, incapaz de disuadirme,
mientras un brote de malas ideas me afloraba entre el tríceps y el meñique (no
sé por qué allí), y en una fracción de segundo me imaginé el dialogo perfecto
que no ocurrió, que en realidad no hacía falta, porque justo en ese momento —y
solo por ese momento— el mundo desapareció en un abrazo, tal como ocurrió aquella
vez en la Plaza Altamira, o como la otra, en el Parque del Este, un déjà vu de caminos truncados que han
quedado atrás ante una nueva posibilidad. Todo fue breve. Podría decir que todo
duró el tiempo justo, pero en realidad, todo me pareció breve. Conduje de
vuelta a casa pensando en los prejuicios sobre el destino de las malas ideas.
Me tomé un café estancado en la definición de imposible. Dormí calculando la
posibilidad de alargar momentos. Soñé con ella.