La gente es de un sensible que da miedo. Hace un viaje de años estaba yo de lo más chusma jugando a la “ere” en una piscina verde de Lecherías, cuando un muchachito gordo, rolludo, pelo malo y dientes separados, se paró justo en la escalera que era una de las dos bases donde se podía llegar a salvo. Habrían pasado escasos dos años de aquél episodio en que pateé a Armando sólo porque me pareció que el pañal iba a amortiguar el golpe, pero por alguna razón, yo sentía que había madurado, así que, en lugar de agredir al moustrico, simplemente seguí como-si-nada.
Obviamente, jugar a la “ere” en el agua implicaba una que otra salpicadura producto de las brazadas y las patadas propias del acto de nadar. Implicaba también uno que otro empujoncito porque, como recordarán, cuando se juega a la “ere” nadie quiere ser, así que llegar a salvo a la base es, por así decirlo, de vital importancia.
Sin entrar en detalles sobre todo lo que me gritó —que ameritó la intervención de dos mesoneros y del guachimán del hotel—, ese día decidí que, en lo que respecta a los padres de cualquier engendro entre los cero y cinco años, lo mejor es decirles que sus pimpollos son la cosa más bella del mundo, total, ellos igual se lo creen, así que ¿pa´ qué ponerse intenso con la verdad?.
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