jueves, 15 de julio de 2010

Días sin tiempo


Esta semana comenzó el año pasado, el siglo pasado, cuando era niño, adolescente, prepuber, o el día del pastel, de aquella torta que puse en Carapita, o al día siguiente en Margarita, acostado en mi cama viendo una novela de Maricarmen Regueiro con treinta y cinco grados de calor y un ventilador sin tapa.
Fue hace tanto que en la foto que me tomé el lunes salgo flaco y junto a la Virginia Voller sin tetas y sin los dos engendros que le parió al difunto Padre Morán. El martes fue el día que Baggio falló el penalti y yo gocé viendo a los fetuccinis llorando como maricas, como si se hubiera acabado el mundo con esa pelota que volaba ajena al gol, ajena a la risa de Taffarel, como una tragedia en vivo y aderezada con salsa napolitana.
Al despertar el miércoles no tenía pelo y cuando me vi en el espejo me encontré parecido al tal Matusalén. Cosa rara, sin duda, porque nunca lo había visto, pero me puse a pensar que con novecientos y pico de años lo normal era el alzheimer, así que quizás sí lo había visto o era yo pero no lo recordaba.
En la noche quise rezar por mi muerte pero no lo hice, me conformé con pedir que se me ahorrara el suplicio de estos dos días, que amaneciera sábado de una vez para ver la pole position y olvidar lo que pasó en mi semana-siglo, pero no, estamos a jueves y yo sigo aquí, inerte, empotrado en mi lugar, padeciendo las horas como años, viéndola sin que me vea, escuchando sus movimientos como si fuera mi presa, incapaz de aceptarlo, incapaz de decirlo, desdoblado en el deseo de que todo acabe y, al mismo tiempo, que no termine.



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