miércoles, 30 de junio de 2010

La mujer de goma espuma


El tango se había convertido en el hilo musical de la casa, en el soundtrack de las once de la noche, y todo se mantuvo así hasta que ella llegó.

El día de nuestro primer encuentro ella me sonrió y me preguntó cómo estaba yo. La vi con una mirada neutra, como de oveja, y le dije que normal —porque era verdad—. Por falta de diplomacia o simple desinterés —no sé cual, porque sufro de ambas— omití devolverle la pregunta y ella me pagó con un gesto light salpicado de un trazo de decepción. Nada del otro mundo.

En la noche nos encontramos en la cocina y me ofreció comida, le dije: “no, gracias” y cuando se fue al cuarto saqué roast beef y una cerveza. Ella volvió, vio la comida, vio la cerveza, me vio a mí y no dijo nada, lo cual no me pareció extraño porque es de la gente que le da mucha importancia a cosas tipo hablar-con-la-mirada, tipo el-silencio-lo-dice-todo, tipo las-sonrisas-son-gratis, que para mi son tipo pura-mierda porque no puedo entrar a un tribunal y sonreírle al choro que estoy acusando, ni alegar con miradas y silencios. Es más complejo que eso.

Al día siguiente finalmente se largó. No me sentí triste ni contento, es lo que iba a pasar y ya. Él, en cambio, sí estaba abatido e intentó —inútilmente— transmitirme su abatimiento con una mirada heavy de reproche, pero desistió porque sabe que me resbala; que la vieja, al igual que mi secretaria, Chente, Toño —el del estacionamiento— y la mayoría de la gente, me parece de goma espuma: un vulgar relleno; una materia masiforme cuyos propósitos ignoro y, como tal, no pierdo el tiempo preguntándoles por su familia, ni invitándolos al cine, ni a la casa para una parrilla, y claro, en caso de incendio espero que el fuego haga lo suyo y ya está.

Esa noche se volvió a escuchar a Gardel y todo estuvo normal.




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