martes, 4 de mayo de 2010

Desde el fin del mundo


Anoche leí otra vez su último mensaje. Nada nuevo. Por el contrario, me provocó el mismo impulso hipócrita de siempre: las ganas de destruirlo a pesar de saber que no puedo. ¿Cómo? Si utilizó otra vez su castellano perfecto; si eligió las palabras justas para apenas contestar mis preguntas; para hacerme imposible descifrar si tras ellas esconde una diplomacia aplicada o una verdad silente, extenuada de caminar sin rumbo, de estrellarse con su orgullo o con mis miedos; moribunda, inexistente o peor: existente solamente en mí y en mis deseos de que sea cierta.

Hoy he comenzado a escribir mi respuesta procurando no parecer ansioso, disfrazando mi castellano maltrecho para que no me crea molesto, para no encuadrar en alguno de sus odiados estereotipos, para agradarle aunque sepa que es tiempo perdido, que las cosas no fueron como debían, que los nexos no mueren, que la gente no olvida, que hay guerras que no se pelean y que he terminado por aceptar que ella vive allá y yo acá, en el fin del mundo, que no es un lugar sino solamente su silencio, su vacío, el teléfono que repica, el café que se enfría y los días que terminan igual que como empezaron.




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