sábado, 22 de septiembre de 2012

El tiempo es el tiempo


Y pensar que el nudo ya iba cediendo cuando se precipitaron las cosas y aceleramos el paso para no ahogarnos en el puré de meses con semanas en que vivíamos (con simpática simpleza, por cierto), a un paso de entender que las etiquetas no eran necesarias y que además nada aportaban si permanecían en blanco. Aceptamos, en ese entonces, que teníamos “problemas de tiempo” (lo cual simplificó bastante las cosas, porque los problemas eran del tiempo y no nuestros), nos escurrimos las culpas y pactamos la fecha (calendario en mano), tomando en consideración (porque somos una gente de lo más considerada) esa noche de trasnocho que transcurrió entre sonrisas y sorbitos de vino tinto; la madrugada postergada en que la playa y la ciudad ajustaron cuentas; el final de aquella llamada en Maiquetía, que me dejó un nudo en la garganta mientras me preguntaba si alguna vez había ocurrido; los silencios interminables entre Mendoza y Santiago, el día que entendí que ochenta mil kilómetros no eran tantos, que no era tan alto el Aconcagua ni tan bajo el San Cristóbal y que Caracas no estaba lo suficientemente lejos como para no pensarte. Y allí paramos, porque si seguíamos considerando nos arriesgábamos a darnos cuenta que, cuando de verdad se vive, una fecha no importa, así como no importa la lógica en los sueños o aceptar una derrota cuando el que vence es uno mismo. El tiempo es el tiempo, así se diluya cuando habla de medicina quien no es medico o de derecho un abogado que no cree en la justicia; cuando el llanto se reprime dentro de una armadura o las lagrimas corren, indignas, sobre una piel de veinte años; cuando la tuerca no gira o el gas se acaba; cuando quererte provoca sonrisas y amarte conjura silencios; cuando las tardes pasan y yo me arropo contigo; cuando el despertador suena y tu no despiertas. Por eso, aunque pactamos la fecha, no resolvimos nada; seguimos siendo los mismos de hace treinta días, cinco meses o un año: tú con tu manía de arreglar el closet, yo sin poder terminar lo que escribo. Y aunque no lo diga muy a menudo, espero que siga así.


miércoles, 19 de septiembre de 2012

Normal y saludable


El domingo en la noche lo último que hice antes de dormir fue desactivar mi cuenta de twitter. Unos minutos antes había hecho lo propio con la de facebook y también había borrado a mis contactos del Messenger de Blackberry. Lo recuerdo todo como una sola cadena de acontecimientos neutros, incoloros o incapaces (confieso que los adjetivos normalmente me superan).
Dormí igual que siempre, es decir, poco, y el lunes me levanté con un miedito medio raro, no sé, quizás no haga falta matar para ser psicópata, quizás basta con ser lo suficientemente ajeno al dolor de los demás… quién sabe, no le eché mucha cabeza (el miedito se me pasó comiendo froot loops); simplemente seguí, pasé a otra cosa, al trabajo —probablemente—.
En alguna parte decía eso, lo recuerdo. Quizás lo escuché. La instrucción era no-engancharse; algo así como que los que no se enganchaban llevaban una vida normal (o saludable… no sé), el punto es que concluí —por el método deductivo al inverso— que yo era anormal y enfermizo, ya que me la pasaba enganchado por las cosas más nimias. Eso no me gustó para nada, así que comencé con esto de los experimentos absurdos, por ejemplo: toda esta semana he ido a la oficina disfrazado de burócrata (es un disfraz difícil de describir) y resulta que el estilo me va, cosa que a su vez explica por qué el resto de la ropa (la de gente normal) me queda mal.
Al disfraz le agregué una sonrisa hipócrita tipo cholo y a raíz de eso he notado una mejoría considerable en las relaciones con mis compañeros. La mejoría consiste en que me responden “buenos días” cuando les digo “buenos días”. Es muy estimulante.
Como todo tiene una faz negativa —cosa de la que escribí recientemente en un blog mediocre que nadie lee—, resulta que unos cuatreros, inmorales y descarados, que no me hacían RT, no comentaban mis fotos, ni me mandaban PIN, se han dado a la tarea de reclamarme por mi falta de conciencia: que cómo se me ocurría a mí desactivar tantas cosas para dedicarme a la burocracia y la normalidad; que siguiera escribiendo y montando fotos para así poder ignorarme en sana paz; que cómo me iba a dar cuenta que nunca me escribían si los borraba del PIN. A mí me pareció un descaro, pero no se los dije, porque entonces me estaría enganchando y yo, ahora, no me engancho.
La mejoría más franca y fundamental (y por cierto, la única que me importa) ha tenido lugar con mis amigos, a quienes por fin alcancé en el objetivo (que yo no había entendido) de convertirnos en individuos desenganchados que no andamos pendientes de los peos de los demás sino únicamente en los nuestros (esto último efecto de la burocracia). El detalle es que yo —para llegar a esto— tuve que eliminarlos de las redes sociales, y ahora no sé muy bien cómo nos vamos a comunicar (pero no le paro). Hará falta, quizás, que alguno se rebaje al nivel de uno de esos estrafalarios re-contra-enganchados a los cuales les preocupan los problemas de los demás, pero esta vez, como ha quedado claro, no seré yo.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Imagenes difuminadas de la sala de espera

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Ayer vi despegar un F-16 (fueron cuatro en realidad, pero sólo el primero fue significativo). Al darme la vuelta para regresar al bar, un tipo blanco con afro tocaba un piano de cola que en lugar de su cajón de cuerdas tenía una bañera donde nadaba una sirena con cara de perversa. Una escena como esa hubiera sorprendido a cualquiera, menos a mí (ni a Gabo), porque eso lo hizo Fito hace como diez años en el video con Sabina. Me encogí de hombros y pasé de largo, caminando entre viejas que no dejaban de mirarle las tetas operadas a la sirena.

Retomé mi lugar en el bar y en un episodio inexplicable de melancolía pedí un ron en honor al gran Hans, pero no me lo tomé (no me gusta el ron), total… la intención es lo que cuenta. Las horas siguieron transcurriendo entre cervezas y miradas que se estrellaban en la comisura sacra de la morena pelo amarillo sospechosamente parecida a Penny, sospechosamente parecida a la mujer desnuda con la que soñé en un concurso de televisión, pero no era ninguna de las dos; no era más que una mujer sentada en un bar magreándose con un tipo afeminado a la cual se le bajaban las pantaletas cuando se sentaba.

El cierre del bar ocurrió antes de la llegada de mi avión. No dejé propina.

Con el culo adolorido por las carencias anatómicas de las sillas de la sala de espera comencé a escribir en mi cuaderno rojo, el mismo en el que sale el pavoso de Barrichelo porque quien me lo regaló no sabía que el duro era Shumy; el mismo que me advirtieron que escondiera pero nunca lo hice.

Escribí “Instrucciones para usar una almohada” y cuando terminé me dio un ataque de risa. Todo el mundo se quedó mirándome y sentí vergüenza. En ese momento pasó la morena-catira del bar y me imaginé oliéndole el cuello sudoroso e impregnado de VIP CH. Me provocó probarla despacio, con la punta de la lengua, pero no era Penny (a quien le pasé la lengua sólo por las muñecas), ni la del concurso de televisión (a quien le besé las cicatrices de los pechos); era sólo un tipa que caminaba de la mano de un tipo afeminado que se parecía a mí, pero menos gordo.

Llegó el avión y twitié que qué peo con la inspiración y el momento en el que llega. Nadie lo leyó. Me apresuré a trazar un pequeño esquema de mi plan en la siguiente hoja del  cuaderno rojo: comprarle una almohada y regalársela. Me dio tanta risa que se me salió peo. Cuando me calmé le apliqué lógica al asunto: ¡donde fracasé con el perfume, la cartera y el CD, triunfaré regalando una almohada metida en una bolsa! Soy un duro carajo. El Schumacher tropical, pues.

Satisfecho ante mi creatividad inagotable, me rasqué la bola izquierda con cara de sobrao. Cerré los ojos y me imaginé los F-16 despegando al ritmo del piano de cola con la sirena.

Mi avión salió a la medianoche. 

Instrucciones para usar una almohada

1.      Antes que nada, deseche su vieja almohada. Está claro que de un tiempo para acá ha perdido la capacidad de aconsejarla como es debido.

2.      Abra el forro plástico por cualquiera de los extremos (no se requiere el uso de herramientas).

3.      Retire su nueva almohada y palpe su suavidad (se recomienda abrazarla y/o procurar un roce sutil con cualquiera de las mejillas).
NOTA: este paso es fundamental para la empatía que debe caracterizar la relación entre una  almohada y la epidermis de la cara.

4.      Introduzca la almohada en la funda de su preferencia. Se recomienda que la totalidad de la almohada quede en el interior de la funda, para que no pase frío en la noche.

5.      Repita el paso 3.

6.      Coloque la almohada enfundada en su cama, chinchorro, sofá, sleeping bag o el mueble donde habitualmente duerma.

¡Felicitaciones, su nueva almohada está lista para su uso!

7.      Llegado el sueño, el tedio o la flojera, coloque la almohada debajo de su cabeza (o su cabeza encima de su almohada, es lo mismo). Este modelo se puede utilizar boca arriba, boca abajo y de cualquier costado.

8.      Cumplido el paso 7, siéntase en libertad de consultar con su nueva almohada cuanta cosa acostumbraba a preguntar a la anterior. El fabricante garantiza una mejoría del 100% en cuanto a las respuestas que recibirá.

9.      Esta almohada está dotada de un avanzado sistema de de absorción con biopolimeros de última generación que garantizan un secado rápido de su superficie en caso de derrame de líquido.
Gracias a este sistema innovador, podrá llorar, moquear y babosear impunemente su nueva almohada sin que esta adquiera malos olores y sin que aparezcan esas repulsivas marcas amarillentas que de seguro tenía su antigua almohada.

10.  Conserve la caja (siempre es bueno tener una caja, aunque eso es otra historia).


Tomás García Calderón