Y
pensar que el nudo ya iba cediendo cuando se precipitaron las cosas y aceleramos
el paso para no ahogarnos en el puré de meses con semanas en que vivíamos (con
simpática simpleza, por cierto), a un paso de entender que las etiquetas no eran
necesarias y que además nada aportaban si permanecían en blanco. Aceptamos, en
ese entonces, que teníamos “problemas de tiempo” (lo cual simplificó bastante
las cosas, porque los problemas eran del tiempo y no nuestros), nos escurrimos
las culpas y pactamos la fecha (calendario en mano), tomando en consideración
(porque somos una gente de lo más considerada) esa noche de trasnocho que
transcurrió entre sonrisas y sorbitos de vino tinto; la madrugada postergada en
que la playa y la ciudad ajustaron cuentas; el final de aquella llamada en
Maiquetía, que me dejó un nudo en la garganta mientras me preguntaba si alguna
vez había ocurrido; los silencios interminables entre Mendoza y Santiago, el
día que entendí que ochenta mil kilómetros no eran tantos, que no era tan alto
el Aconcagua ni tan bajo el San Cristóbal y que Caracas no estaba lo
suficientemente lejos como para no pensarte. Y allí paramos, porque si
seguíamos considerando nos arriesgábamos a darnos cuenta que, cuando de verdad
se vive, una fecha no importa, así como no importa la lógica en los sueños o
aceptar una derrota cuando el que vence es uno mismo. El tiempo es el tiempo, así
se diluya cuando habla de medicina quien no es medico o de derecho un abogado
que no cree en la justicia; cuando el llanto se reprime dentro de una armadura
o las lagrimas corren, indignas, sobre una piel de veinte años; cuando la tuerca
no gira o el gas se acaba; cuando quererte provoca sonrisas y amarte conjura
silencios; cuando las tardes pasan y yo me arropo contigo; cuando el despertador
suena y tu no despiertas. Por eso, aunque pactamos la fecha, no resolvimos
nada; seguimos siendo los mismos de hace treinta días, cinco meses o un año: tú
con tu manía de arreglar el closet, yo sin poder terminar lo que escribo. Y aunque
no lo diga muy a menudo, espero que siga así.
sábado, 22 de septiembre de 2012
miércoles, 19 de septiembre de 2012
Normal y saludable
El domingo en la noche lo último que hice antes de dormir
fue desactivar mi cuenta de twitter. Unos minutos antes había hecho lo propio
con la de facebook y también había borrado a mis contactos del Messenger de
Blackberry. Lo recuerdo todo como una sola cadena de acontecimientos neutros,
incoloros o incapaces (confieso que los adjetivos normalmente me superan).
Dormí igual que siempre, es decir, poco, y el lunes me
levanté con un miedito medio raro, no sé, quizás no haga falta matar para ser psicópata,
quizás basta con ser lo suficientemente ajeno al dolor de los demás… quién
sabe, no le eché mucha cabeza (el miedito se me pasó comiendo froot loops);
simplemente seguí, pasé a otra cosa, al trabajo —probablemente—.
En alguna parte decía eso, lo recuerdo. Quizás lo
escuché. La instrucción era no-engancharse; algo así como que los que no se
enganchaban llevaban una vida normal (o saludable… no sé), el punto es que
concluí —por el método deductivo al inverso— que yo era anormal y enfermizo, ya
que me la pasaba enganchado por las cosas más nimias. Eso no me gustó para nada,
así que comencé con esto de los experimentos absurdos, por ejemplo: toda esta
semana he ido a la oficina disfrazado de burócrata (es un disfraz difícil de
describir) y resulta que el estilo me va, cosa que a su vez explica por qué el
resto de la ropa (la de gente normal) me queda mal.
Al disfraz le agregué una sonrisa hipócrita tipo cholo
y a raíz de eso he notado una mejoría considerable en las relaciones con mis
compañeros. La mejoría consiste en que me responden “buenos días” cuando les
digo “buenos días”. Es muy estimulante.
Como todo tiene una faz negativa —cosa de la que
escribí recientemente en un blog mediocre que nadie lee—, resulta que unos
cuatreros, inmorales y descarados, que no me hacían RT, no comentaban mis
fotos, ni me mandaban PIN, se han dado a la tarea de reclamarme por mi falta de
conciencia: que cómo se me ocurría a mí desactivar tantas cosas para dedicarme
a la burocracia y la normalidad; que siguiera escribiendo y montando fotos para
así poder ignorarme en sana paz; que cómo me iba a dar cuenta que nunca me
escribían si los borraba del PIN. A mí me pareció un descaro, pero no se los
dije, porque entonces me estaría enganchando y yo, ahora, no me engancho.
La mejoría más franca y fundamental (y por
cierto, la única que me importa) ha tenido lugar con mis amigos, a quienes por
fin alcancé en el objetivo (que yo no había entendido) de convertirnos en individuos
desenganchados que no andamos pendientes de los peos de los demás sino únicamente
en los nuestros (esto último efecto de la burocracia). El detalle es que yo
—para llegar a esto— tuve que eliminarlos de las redes sociales, y ahora no sé
muy bien cómo nos vamos a comunicar (pero no le paro). Hará falta, quizás, que
alguno se rebaje al nivel de uno de esos estrafalarios re-contra-enganchados a
los cuales les preocupan los problemas de los demás, pero esta vez, como ha
quedado claro, no seré yo.
lunes, 10 de septiembre de 2012
Imagenes difuminadas de la sala de espera
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Ayer vi despegar un F-16 (fueron cuatro en realidad,
pero sólo el primero fue significativo). Al darme la vuelta para regresar al
bar, un tipo blanco con afro tocaba un piano de cola que en lugar de su cajón
de cuerdas tenía una bañera donde nadaba una sirena con cara de perversa. Una
escena como esa hubiera sorprendido a cualquiera, menos a mí (ni a Gabo),
porque eso lo hizo Fito hace como diez años en el video con Sabina. Me encogí
de hombros y pasé de largo, caminando entre viejas que no dejaban de mirarle
las tetas operadas a la sirena.
Retomé mi lugar en el bar y en un episodio
inexplicable de melancolía pedí un ron en honor al gran Hans, pero no me lo
tomé (no me gusta el ron), total… la intención es lo que cuenta. Las horas
siguieron transcurriendo entre cervezas y miradas que se estrellaban en la
comisura sacra de la morena pelo amarillo sospechosamente parecida a Penny,
sospechosamente parecida a la mujer desnuda con la que soñé en un concurso de
televisión, pero no era ninguna de las dos; no era más que una mujer sentada en
un bar magreándose con un tipo afeminado a la cual se le bajaban las pantaletas
cuando se sentaba.
El cierre del bar ocurrió antes de la llegada de mi avión.
No dejé propina.
Con el culo adolorido por las carencias anatómicas de
las sillas de la sala de espera comencé a escribir en mi cuaderno rojo, el
mismo en el que sale el pavoso de Barrichelo porque quien me lo regaló no sabía
que el duro era Shumy; el mismo que me advirtieron que escondiera pero nunca lo
hice.
Escribí “Instrucciones para usar una almohada” y
cuando terminé me dio un ataque de risa. Todo el mundo se quedó mirándome y sentí
vergüenza. En ese momento pasó la morena-catira del bar y me imaginé oliéndole
el cuello sudoroso e impregnado de VIP CH. Me provocó probarla despacio, con la
punta de la lengua, pero no era Penny (a quien le pasé la lengua sólo por las
muñecas), ni la del concurso de televisión (a quien le besé las cicatrices de los
pechos); era sólo un tipa que caminaba de la mano de un tipo afeminado que se
parecía a mí, pero menos gordo.
Llegó el avión y twitié que qué peo con la inspiración
y el momento en el que llega. Nadie lo leyó. Me apresuré a trazar un pequeño
esquema de mi plan en la siguiente hoja del cuaderno rojo: comprarle una almohada y regalársela.
Me dio tanta risa que se me salió peo. Cuando me calmé le apliqué lógica al
asunto: ¡donde fracasé con el perfume, la cartera y el CD, triunfaré regalando
una almohada metida en una bolsa! Soy un duro carajo. El Schumacher tropical,
pues.
Satisfecho ante mi creatividad inagotable, me rasqué
la bola izquierda con cara de sobrao. Cerré los ojos y me imaginé los F-16
despegando al ritmo del piano de cola con la sirena.
Mi avión salió a la medianoche.
Instrucciones para usar una almohada
1. Antes que nada, deseche su vieja almohada. Está claro que de un tiempo
para acá ha perdido la capacidad de aconsejarla como es debido.
2. Abra el forro plástico por cualquiera de los extremos (no se requiere el
uso de herramientas).
3. Retire su nueva almohada y palpe su suavidad (se recomienda abrazarla
y/o procurar un roce sutil con cualquiera de las mejillas).
NOTA: este paso es
fundamental para la empatía que debe caracterizar la relación entre una almohada y la epidermis de la cara.
4. Introduzca la almohada en la funda de su preferencia. Se recomienda que
la totalidad de la almohada quede en el interior de la funda, para que no pase
frío en la noche.
5. Repita el paso 3.
6. Coloque la almohada enfundada en su cama, chinchorro, sofá, sleeping bag
o el mueble donde habitualmente duerma.
¡Felicitaciones, su nueva almohada está lista para su uso!
7. Llegado el sueño, el tedio o la flojera, coloque la almohada debajo de
su cabeza (o su cabeza encima de su almohada, es lo mismo). Este modelo se
puede utilizar boca arriba, boca abajo y de cualquier costado.
8. Cumplido el paso 7, siéntase en libertad de consultar con su nueva
almohada cuanta cosa acostumbraba a preguntar a la anterior. El fabricante
garantiza una mejoría del 100% en cuanto a las respuestas que recibirá.
9. Esta almohada está dotada de un avanzado sistema de de absorción con
biopolimeros de última generación que garantizan un secado rápido de su
superficie en caso de derrame de líquido.
Gracias a este sistema innovador, podrá llorar, moquear y babosear
impunemente su nueva almohada sin que esta adquiera malos olores y sin que
aparezcan esas repulsivas marcas amarillentas que de seguro tenía su antigua
almohada.
10. Conserve la caja (siempre es bueno tener una caja, aunque eso es otra
historia).
Tomás García Calderón
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