Hace
dos días me dejó el ascensor. Bueno, no me dejó, me negué a abordarlo invadido
de un presentimiento absurdo (como todos los presentimientos). Recuerdo que
pensé algo como “quizás…”, y en seguida mi tiempo se hizo más lento, algo
inapreciable para los otros pero palpable para mí que sentía las miradas
impacientes de los que estaban adentro recorriendo mi no-altura, mi miopía de
2.5, mi egoísmo de no decir siquiera “me quedo”. Para qué decirlo si lo estaba
haciendo. La puerta se cerró frente a mí. Me di la vuelta y el indicador del
otro ascensor marcaba PH. Quizás. Es decir: quizás fue una coincidencia que
nunca ganara nada. Quizás los cinco cuentos que ganaron si eran mejores que los
míos. Quizás debí tomar el otro ascensor y no esperar el que estaba esperando. El
indicador marcó 13 y se me ocurrió que yo era más de dieces y que de treces. No
lo sé. Es decir, esto último todavía no sé qué sentido tiene. Las
probabilidades son infinitas para alguien como yo, que promedió 12 en
matemáticas. Piso 4. Mis quizaces se iban convirtiendo en certezas (metamorfosis
pero sin el romanticismo de Kafka). Estaba atribuyéndole el adjetivo “fallido”
a mi presentimiento cuando se abrió la puerta del ascensor y allí estaba ella
con el uniforme negro y el cabello recogido. Quizás, pensé. Entré, le sonreí y
me respondió con el hielo de siempre. Quizás un coño. Por ahora. Me coloqué en
una esquina (como hubiera hecho el bicho de Metamorfosis) para verla sin que me
viera, a sabiendas de la obviedad de mi mirada. Quisiera saber cómo se llama,
aunque sea sólo para consumo interno. Quizás le pregunte en un ascenso sin
otros pasajeros. Quizás nunca me entere. Piso diez. Mi piso. El piso de un
hombre de dieces. Sonreí, le di las gracias y se me quedó viendo inexpresiva.
Entonces el tiempo no se hizo más lento sino que la puerta se cerró de coñazo
frente a mi cara de pendejo. Me fui a mi cubículo silbando, acomodándome los
lentes de burócrata y con el presentimiento de que al día siguiente sería
igual.