viernes, 23 de julio de 2010

De camino al trabajo




Lucho no sabía por qué tenía miedo. Se persignó, cerró tras de sí la puerta de su casa y comenzó a bajar las escaleras sintiendo en las piernas esa sensación de debilitamiento tan molesta, tan idéntica a la del día que vio a un autobús estrellándose contra un camión en el hombrillo de la Panamericana.
Al llegar al arco vio a un hombre que yacía herido junto al contenedor de basura. Cosa normal en estos días, pensó. El hombre le pidió ayuda apenas escuchó sus pasos. Lucho dudó, no por falta de voluntad sino por incredulidad, por resistirse a aceptar que quién le hablaba no había muerto el año pasado, como todos creían, sino que seguía con un pie en este mundo. “¡Ayúdame, coño!”, insistió el hombre, Lucho se movió con toda la velocidad que le permitió el extrañamiento de vacío que sentía en el estomago y la inminente distracción de sus esfínteres anales. “Montame en un taxi, viejo”, imploró El Condorito adolorido, “No me hagas nada hermanito, tranquilo…”, dijo Lucho. “Coño no seas marico, ayúdame a agarrar un taxi que me desangro ¡no joda!”, obtuvo como respuesta. Lucho analizó rápidamente que la vida del Condorito dependía de su ayuda y que eso lo hacía inmune a la reputación del herido, a los cuentos de sus atrocidades, a las cosas que podría hacerle en otras circunstancias, no en estas, porque ahora significarían el fin para ambos. Lo ayudó a ponerse de pie y le sirvió de muleta para ayudarlo a cruzar la calle. A la mitad El Condorito dijo: “Ya va viejito, ya va”, sacó un bisturí y lo estrelló como un rayo en el estomago de Lucho. “¿Pero te volviste loco?”, reclamó Lucho antes de doblarse en el piso. Ninguno de los dos volvió a hablar.

Adaptación del relato: el sapo y el escorpión




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