sábado, 20 de noviembre de 2010

La recepcionista

Deja los lentes sobre el lavamanos y se queda un rato frente al espejo, mirando aunque en realidad no mire nada más que un reflejo distorsionado al punto de convertirse casi en una sombra, una bruma gris en la que sólo le queda adivinar dónde va la boca, los ojos, la cicatriz. Moja su cara varias veces, con toda el agua que le cabe en las manos, pero igual se siente caliente, como una estufa que no se enfría con nada, que apesta a hollín y a mugre. Se aplasta el pelo, se pone los lentes y se peina. Luego inhala un poco del aire atrapado entre su pecho y su camisa y se molesta. Camina hacia la puerta pero inmediatamente se regresa, se planta de nuevo ante el espejo y se estira la piel de la cara pensando en cuánto habrá aumentado, en cuando era flaco y caminar dos cuadras no lo ponía hediondo a mono. Maldice y sale del baño encarando el largo pasillo de puertas blancas. Espera no encontrársela. Se enjuga la frente. Avanza unos metros y saluda a Kalhed El Sayed, le pregunta algo pero no le presta atención a su respuesta, mira su reloj y se plantea seriamente dar la vuelta y largarse; cualquier cosa con tal de no verla. Al fin y al cabo no sería la gran cosa: quizás una leve amonestación al día siguiente, una inasistencia y ya, pero todavía le quedaría entrar mañana y el resto de la semana, entrar y encontrársela sentada en el escritorio de la recepción con el dispositivo manos libres, compartiendo con los demás; escuchar su acento montañés y, por último, ser objeto de su mirada y de esa mueca que hace cuando sonríe, sin saber si sólo es una burla o una forma de enmascarar la lastima que le produce su miseria; dudando si al pasar se quedará comentando con los demás sobre el hedor que despide o especulando sobre el tamaño de miembro. Decide que lo mejor es hacer lo de todos los días: entrar rápido y saludar evitando un encuentro de miradas. Listo. Deja atrás a Kalhed y cuando está ante la puerta de la entrada se detiene de nuevo. Está sediento y no sabe si es por el cansancio o por la angustia. El agua está al lado de ella. Saca su pañuelo y se vuelve a enjugar la frente. Recuerda el primer día, el día que la conoció, convencido de que no estaba tan gordo, qué quizás en aquél entonces hubiera tenido un chance, aunque fuera mínimo, de invitarla al cine de la calle Cuatro a ver alguna película del ciclo de Buster Keaton para convencerla de que era más que los demás, una especie de experimento de intelectual en vías de desarrollo, de adolescente con adultez precoz o algo por el estilo. Pero eso nunca ocurrió. Decide largarse; no vale la pena un día más de humillaciones, pero lo detiene el Profesor de Estrategia y Gestión. No le quedan opciones. Entra con los ojos semi-abiertos consciente de que eso es aún más ridículo pero al final un impulso masoquista lo hace voltear hacia el escritorio de la recepción. Esta vacío.



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