De la película Trainspotting |
En lo que a deportes se refiere, nada como ir al estadio. Nada. El ambiente, la cerveza, las golpizas en las gradas, la joda; todo de primera, salvo que te den ganas de ir al baño, caso en el cual, preferirías estar en cualquier otro sitio, así sea acampando en un tepuy en La Gran Sabana.
El segundo baño en cercanía, es algo así como esos bancos de los centros comerciales que tienen veinte taquillas pero siempre están full. Lo realmente destacable es que el recinto es a prueba de Caracas – Magallanes, es decir, se puede usar en cualquier circunstancia. Entre sus comodidades cuenta con un par de huele peos malandros que normalmente te miran con cara de sicarios si no les dejas propina por su encomiable labor. Estos caballeros, además, suministran a los aficionados que no pueden dejar de fumar, pero siempre andan sin tabaco, unos cigarrillos sin marca aparente, los cuales manipulan por el filtro con los guantes de la limpieza puestos. Así mismo, tres de los diecisiete lavamanos disponibles tienen agua y cuatro urinarios cuentan con porta vasos para los usuarios a los que, como a mí, les aterra dejar la cerveza con sus compañeros de faena por miedo a que depositen en ella desde un inocente escupitajo hasta una inofensiva pastilla laxante. Como es de esperarse —porque nada es perfecto—, este recinto no es para nada recomendable para labores que excedan la simple y sanadora orinada de entre innings. Los privados están desprovistos de luz y papel higiénico (este último se consigue a través de los huele peos), a lo cual —por no ser suficientemente dificultoso— se le añade que el piso este cubierto de cartones empapados (por una fuga de agua que no se ha podido reparar desde la última vez que La Guaira ganó el campeonato), por lo cual, el usuario debe ingeniar la manera de bajarse los pantalones de una forma que estos no toquen el suelo y que él quede en una postura que le permita evacuar sin exponerse a salpicaduras en esas zonas tan propensas a contraer infecciones.
Nuestro valiente Karol, el hombre (por no decir “el ser”) a prueba de baños públicos, no pudo sortear algunas de estas vicisitudes y ahora anda con un tratamiento de nueves meses de antibióticos con su correspondiente antidiarreico. ¡Bravo, valiente!
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