viernes, 31 de agosto de 2012

El asesino del piso diez

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En algún momento llegué a pensar que en este piso había un asesino. Ya no lo creo. De hecho, estoy convencido de que son dos.

Antes de llegar a mi actual convencimiento, logré determinar (gracias a mis estudios de Criminalística cortesía de Educrédito A.C.): 

  1. Que los hombres son sus víctimas predilectas.
  2. Que siempre ataca en el baño (cosa que sería imposible en caso de ser mujer ya que ellas acostumbran a ir en grupo).
  3. Que su hora depredatoria es a las tres de la tarde.

 Gracias a esas observaciones me he mantenido con vida.

A las tres de la tarde no hay mal aliento que me imponga la obligación de cepillarme y si me dan unas ganas de orinar (de esas que no se aguantan) estoy provisto con sendas botellas de refresco del tipo “bombonita” las cuales son capaces de almacenar más de un litro de líquido. Sólo con motivo de una diarrea (con su correspondiente puntada-de-los-diez-pasos) expondría mi vida utilizando el baño a la hora del asesino.

Ah, olvidaba mencionar que también identifiqué el arma homicida,  pero eso no tuvo nada que ver con mis estudios de criminalística. De hecho, ocurrió el mismo día que comencé a creer que en este piso había un asesino (antes de convencerme de que eran dos).

Sentí la puñalada mientras me cepillaba. No una puñalada normal, sino un golpe punzo penetrante de gas metano. Se me nubló la vista y las partículas de oxigeno fueron muriendo a causa de la contaminación. Entonces escuché ruidos tenebrosos que provenían de la cabina número dos: el sonido hidráulico de la palanca, el agua bajándo en círculos y la hebilla de la correa que se ajusta en su lugar. En ese instante salió el catire Bracho y sonriendo me dijo: “¿hace frío, verdad?”. Yo no coordinaba una respuesta. Él se lavó las manos sin jabón y se fue. Me dejó allí para morir —no tengo ninguna duda—. Eran las tres de la tarde. Gracias a una de esas terquedades que le dan al cuerpo  para sobrevivir,  logré escapar y me senté en mi oficina transpirando e hiperventilando. Mis compañeros me preguntaron qué me pasaba, pero me dio vergüenza responder.

Mecanismo de muerte: envenenamiento.

Desde entonces estudio los movimientos del catire Bracho y evito coincidir con él en el baño,  tal como lo relaté. Sin embargo, esta mañana ocurrió algo inesperado. Mientras estaba orinando sentí nuevamente la hedentina a mierda y gas metano que penetraba mi cuerpo y se alojaba justo entre mis ojos. Reconocí los sonidos macabros y salí del baño sin sacudírmelo ni subirme la bragueta (era eso o la muerte). Maldito Bracho. Esta vez sí se lo comenté a mis compañeros y todos nos quedamos al pendiente de la salida del asesino del sitio del suceso. Para mi sorpresa y la incredulidad de los otros, quien salió fue José María Castañeda sonriéndo y tamborileando con sus dedos sobre su carnet. 

Ya no confío ni en mis propios compañeros. Me ha invadido una paranoía total. Ahora ando pendiente de qué come cada quien para tratar de anticiparme al que será mi proximo asesino. Resulta dificil trabajar así.




Crónica de la faz negativa de la esperanza en clave de ensayo

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Si escribiera como escriben los estudiosos del derecho, diría que la esperanza tiene una faz negativa. Eso de ser “lo último que se pierde” es una carga demasiado pesada.

Gracias a la esperanza (a su faz negativa), se dispara más de cien veces el último cartucho con pleno convencimiento de que, en efecto, es el último; que no hay forma de rebajarse más; que no queda orgullo por tragar y, sobre todo, que ahora sí funcionará. Pero no funciona, y esa es la realidad de la que nos escondemos empujados por el instinto de supervivencia. No importa quedarse en un limbo viscoso ni los días que pasen buscando respuestas en el techo de la habitación. No importa el insomnio. Las respuestas nunca llegan porque la esperanza no se lo permite.

En ese momento, se hace lo que hacen todos los que conocen una sola versión de la historia: cagarla. Las mismas circunstancias por las que se había disparado el último cartucho ahora nos convencen de que no era el último y así vamos —como bobos— a intentar algo todavía más estúpido para reiniciar el ciclo, total… la esperanza es lo último que se pierde. 


viernes, 24 de agosto de 2012

Mujer desnuda

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Anoche soñé con mujeres que se desnudaban en un concurso de televisión. Ha sido mi mejor sueño en años. Lo malo fue que aunque eran varias mujeres, yo me concentré sólo en una que era, por cierto, alguien que conozco y que en la realidad no he visto desnuda y probablemente nunca la veré, razón por la cual resultaba fundamental concentrarme en su desnudez durante ese tiempo sin reglas de los sueños.

La mujer estaba explotada de buena (gracias a Dios y a su cirujano), superando con creces a la real, aunque es una comparación injusta porque una estaba desnuda y la otra no —cosa que siempre influye—.

Desperté erecto y angustiado. Lo primero no necesito explicarlo. Lo segundo obedece a que varias veces (pocas según la proporción) he visto materializarse en la realidad pequeños fragmentos de lo que sueño. Cuando ocurre experimento un deja vu y me quedo un largo rato confundido tratando de recordar el sueño y la época a la cual corresponde la visión exportada de la otra dimensión. Nunca lo logro.

Del sueño de anoche me preocupa en particular tener que esperar hasta que ambos coincidamos en un programa de televisión para ver a esa mujer desnuda. Las probabilidades son crueles: no voy a un estudio de televisión desde el show de Popy. Luego, me angustia pensar que lo efímero de esa visión (apenas unos segundos) se reproduzca en la realidad, lo que significaría, probablemente, el tener que esperar mucho para ir al fulano programa sólo para ver un par de tetas y un pubis afeitado por escasos instantes. Tercero, me revienta pensar que si será algo tan rápido, me encontraré en desventaja al estar en el estudio de cuerpo presente en lugar de estar en mi casa donde podría grabar el programa y alargar la experiencia con lubricante y clinex. Por último, me arrecha saber que sí habrá tipos en su casa corriéndose con el bendito programita sin tener que pasar por mis angustias, viendo a la tipa vestida, teniendo el sueño y esperando que se materialice. Es una cosa jodidamente injusta, carajo.


miércoles, 15 de agosto de 2012

Esta noche bailaré

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Me gustaría pensar que cada siete años me provoca bailar como lo hicieron Travolta y Thurman en Pulp Fiction, pero ese sería un pensamiento extraño inclusive para mí.

Aquélla noche de diciembre acababa de recibir un sí que luché durante meses y me habían cuadruplicado el sueldo en un cambio de trabajo. Me pareció que estaba en el tope de la felicidad de un cuarto de siglo así que bebí todo el vino que pude y fumé todos los Lucky Light de mi hojalata verde mientras la velada transcurría entre conversaciones de cine y chismes universitarios. Todo “bem”. Todo positivo. Hasta que sonó una canción que ni recuerdo, me paré y sí, literalmente bailé como Travolta con mi Perversa como compañera. Como si fuera el final de algo y dejara de importar el ridículo o la vergüenza. Como si te entregaras a la inercia de unos movimientos que te son ajenos; que no quieres controlar. Fueron unos minutos de invisibilidad en los que aquello de “baila como si nadie te viera” cobró total sentido. Fue genial.

Luego de casi siete años, hoy amanecí con ganas de bailar otra vez como Pulp Fiction. No importa todo el lastre de estos meses confusos en que sumamos a la decadencia: las relaciones comatosas que apagamos con eutanasia; las despedidas, ni los momentos en que contuvimos la respiración en vano… todo a la mierda; a la basura. Hoy bailaré como si fuera el final de algo. Cómo Adam West. Cómo Travolta. Cómo Jackson. Acompañado. Solo. En grupo. No importa, porque cuando se apague la música le voy dar al botón de “reset” y mañana todo volverá a comenzar, como si nada hubiera pasado.