Si
habláramos de boxeo lo correcto sería decir que me tienen “contra las cuerdas”.
No he perdido, pero comienzo a percibir el hedor a desconfianza que gravita
entre los que están en mi esquina. Claro que esa no es mi preocupación
principal: el que está recibiendo los golpes soy yo. Pero eso lo digo por
decirlo, ya que el dolor tampoco es el problema; a estas alturas tengo los
nervios desconectados y si caigo será cuando mis piernas ya no den para más. Lo
que me preocupa, sobre todas las cosas, es mi record. Sí, mi record. El que me
he labrado round a round con un golpecito bajo por aquí y algún codacito
insidioso por allá. Gajes del oficio para un boxeador sin talento como yo que
sin embargo ha aprendido a mantenerse en la categoría. La diferencia entre esta
pelea y todas las anteriores son dos: la primera es que estoy más viejo, y
aunque en algunos deportes no se note, en este te pasa factura. Hace años que
sé que las piernas no llegarán al final, por eso voy desde el principio con
todo, buscando atropellar a mi oponente. Si lo noqueo gano, si no, tengo que
pasar por el calvario de recorrer la lona de la manera más digna durante varios
rounds para evitar que se den cuenta de que estoy muerto de miedo. Por puntos
también se gana y no me importa. La segunda diferencia es el rival. Este no me
conocía así que no me respeta. Le resbala mi vejez y mi experiencia. Al sonar
la primera campanada no chocó guantes sino que me conectó directo en la
mandíbula, y luego, cada vez que ha podido, me ha dado golpes bajos y codazos
insidiosos. Es un boxeador sin talento, pero sabe mantenerse en la categoría. Todo
este desastre parece extraído de mi pesadilla recurrente y, al mismo tiempo, es
el momento que más habían esperado mis antiguos adversarios. Me estoy dando con
uno que es como yo, pero peor, y el miedo que me produce obedece a que sé que
no tendrá escrúpulos para ganar. Me sigue golpeando. No quiero perder. No
quiero retirarme. No quiero que esta sea mi última pelea. No quiero tirar la
toalla. No me creo lo que está a punto de pasar, pero lo percibo: gancho al
hígado —me doblo y recuerdo el olor a sudor y diclofenac ante cada nuevo rival—;
upper a la barbilla que me hace volver atrás —¿cuántas veces debí perder?—; jap
corto al pómulo izquierdo —si no creo en la justica no puedo decir que es
injusto—; golpe al cinturón —estoy jodido—; las piernas se me van, miro a
mi esquina pero no pueden hacer nada, me
van a noquear.