jueves, 21 de octubre de 2010

Soporte telefónico


Hace poco solicité un micro crédito para pagar un curso y la primera cuota se vencía ayer. Responsablemente entré a la web del banco para pagarla y me encontré con que no había ningún link —ni alguna otra opción— para realizar el pago por Internet. Como mi banco se vende cómo el de la tecnología más avanzada, llamé por teléfono para realizar el pago por esa vía. Bueno, para que la computadora-contestadora me diera las opciones de servicio tuve que ingresar el número de mi tarjeta, mi número de cédula y la clave telefónica, luego marqué uno, seis, ocho, dos y cuando me estaba fastidiando atiné a marcar cero y fue allí cuando me pasaron a un operador que resultó ser una muchacha muy amable. Ella me preguntó cuál era mi problema y después de relatárselo me preguntó quién era yo. Verga por qué no me preguntó mi nombre antes de echarle el cuento, es más, cómo es posible que ella no supiera quién era yo si al principio de la llamada de vaina tuve que ingresar el número de la planilla de mi partida de nacimiento. Luego, adivinen: me pidió el número de cédula, el número de mi tarjeta y el número de la clave telefónica. Realismo mágico capaz de pasmar hasta al Gabo.

Luego de esperar diez minutos en línea mientras la muchacha chequeaba, primero, mis datos y, luego, lo relativo al crédito, me dijo que efectivamente había verificado que no podía hacer el pago por Internet, por lo cual me sugería que lo hiciera directamente por una agencia. ¡Bravo!. De pana que la muchacha se la comió, y lo más cómico —por no decir lo único— es que del tono de su voz y de las palabras que escogió para decirlo emanaba su total convencimiento de que aquélla solución no había pasado por mi mente antes de llamar. Quizás por eso, acto seguido, me preguntó si estaba de acuerdo con la información que me acababa de suministrar; por supuesto le dije qué ¡no!, qué para qué tengo una banca on line y una banca telefónica si tengo que ir a depositar en una agencia, qué cómo se le ocurría, y cuando ya le iba a preguntar si estaba loca, me contuve, porque me imaginé a la tipa en el sótano de ese banco tratando de pensar con el cerebro congelado por el aíre acondicionado, mal alimentada por la miseria que le pagan y que de seguro se gasta pagando el semestre de administración bancaria en el CUAM para ver si la ascienden. Todo iba a quedar así, pero la muchacha me confió que desde el principio, cuando le dije lo de la página web del banco, le había parecido que los indicados para resolver el problema eran los operadores de soporte de home banking, qué si yo quería ella les podía pasar la llamada. Respiré profundo, pensé en el tiempo que perdí hablando con una cuadrupeda que desde un principio sabía que no podía resolver nada, le menté la madre, le dije tarada y colgué.



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miércoles, 20 de octubre de 2010

Presagios sebáceos


Cuando uno se levanta con ganas de trabajar debería darse cuenta de que hay algo que no está funcionando. El cuerpo, al igual que libera glóbulos blancos cuando hay infecciones en el sistema, debería liberar un ataque de sueño súbito, un dolor de pantorrilla o cualquier cosa que nos haga volver a la cama, alejarnos del trabajo, lo qué sea con tal de retornar a la normalidad.

Ayer me levanté con esa enfermedad y no me di cuenta. Usé el traje negro a pesar de que hacían más de treinta grados y me apreté a niveles de asfixia una corbata gris. Llegué a tribunales con ganas de alegar (son como ganas de hablar paja pero elevando al cubo las mentiras, excusas o cualquier cosa que le sirva a los babosos de los clientes) y me sobró con quién. El primero fue el Dr. Fulgencio —a quien le dicen el Buitre, no sé por qué—, le estaba metiendo cizaña para que no dejara a la contraparte revisar el expediente porque el poder estaba defectuoso. Pura paja. Lo que me pareció raro fue que el Doctor estuvo como distraído, más bien como evasivo a lo que le decía, pero se lo achaqué a los años: ese viejo está en Tribunales desde el juicio a Jesucristo.

De seguidas hablé con la gorda Floralba Carroña (venga, que ella dice que el apellido es italiano), que se acababa de recuperar de otro ataque de su glándula tiroidea. Me preguntó sobre una sentencia del Tribunal Supremo que yo ni pendiente. No sé por qué, pero hay gente que piensa que uno se la pasa leyendo las pendejadas que escriben los asistentes de nuestros Magistrados, es una pérdida de tiempo porque todos los días los tipos se fuman algo distinto y cambian el criterio. El hecho es que me puse culipandoso y aunque no respondí su pregunta, sí puse bien alto el listón de mierdas que había inventado en los últimos tiempos. La gorda, muy parecido al Dr. Fulgencio, le costaba mantener la mirada mientras hablábamos, de hecho, volteé disimuladamente a ver si detrás de mí ocurría algo que estuviera captando su atención, pero nada.

Así, seguí caminando y hablando con cuanto zamuro me encontraba hasta que me dieron ganas de orinar y fui a una de las letrinas con las que cuenta el “Palacio”. Allí —y no precisamente por la micción— comprendí lo que pasaba con mis interlocutores: una enorme, purulenta y escarlata pepa del tamaño de una caraota (bueno, esto es una exageración) estaba alojada en el medio de mi frente. Lo primero que sentí fue vergüenza y lo primero que dije fue: ¡el coñoooooo e´ la madre!, luego —porque no podía quedarme en ese lugar ajeno a cualquier mínimo sanitario, ni salir con semejante monstruo en la sien—, comencé la operación extirpación. Los detalles no vienen al caso, pero aquello me quedó del tamaño de un fríjol (ahora no exagero, ¿OK?) y aunque esperé un rato a que se pasara la inflamación, nunca ocurrió.

Para salir del Palacio bien me hubiera servido aquélla capa en la que Harry Potter se metía con Ron, pero lo único que tenía era mi pañuelo, así que me lo puse en la frente y caminé lo más rápido que pude esperando que la gente creyera que tenía alguna emergencia y, por ende, no se pusiera ladilla a preguntarme cómo estaba. Pero que va, esta vaina es Venezuela, desde el primer medio-conocido que me encontré, hasta el vigilante más nuevo de la entrada, me paró pa´ preguntarme qué tenía. Así somos. Les dije qué migraña, pero presiento que la gorda Floralba no me creyó.

De pana que qué mal agüero cuando me levanto con ganas de trabajar.




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lunes, 18 de octubre de 2010

Resurrección


Cuando la maestra salió le lancé un descomunal taquito a la negra Tania, el cual fue absorbido por su afro amansado a punta de litros de linaza. Ella ni volteó. En vano me quedé al pendiente de si el proyectil salía, pero no ocurrió. Ese día caí en cuenta de que, desde primer grado, siempre había estudiado con un negro, un chino, un gordo, un marico, un evangélico y un pelirrojo. No siempre eran los mismos, pero si por alguna razón uno no se inscribía en el curso siguiente, lo sustituía otro de idénticas características. Me pareció fantástico.

Luego, ya en la universidad, andaba yo en un grupo con menos diversidad étnico-religiosa, pero cuyos arquetipos también se podían identificar con facilidad: un habla paja, un chulo (que valía por varios), un lisiado, un payaso y, como una muestra de nuestra magnanimidad, un chavista. Claro, ni hablar de salir con el chavista justo después de unas elecciones, tampoco era una relación masoquista. Lo único incomodo, y por esas cosas de que uno anda recortado con la plata cuando está en la universidad, era salir con el chulo, porque coño, de pana ya estaba mutando a sanguijuela. Pero eso también se resolvió, aunque no crean que fue porque el tipo dejó de ser chulo, no; como me dijo una persona hace poco: en un proceso evolutivo darwiniano, el carajo no sobrevivió. Rest in peace my friend (my friend?... whatever).

En fin, hace poco estuvimos por ahí viendo béisbol y tomando cervezas y el lisiado se presentó con un amigo que traía consigo a un microbio. El amigo pues, un tipo normal con el que se habla sólo porque el silencio tiende a ser incomodo. Por su parte, el microbio se bebió media botella de whisky y de cuando en cuando se reía agitando su cuerpo Lepidóptero y mostrando sus incisivos. Cuando la bebida se acabó ambos se despidieron y se largaron sin pagar. Los demás nos vimos sin decir nada, como cuando pasa un ángel o nace una puta, dejando en el ambiente una maldita premonición: el chulo resucitó.




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jueves, 14 de octubre de 2010

Zona libre de humo


Hace ya varios años, la Gerencia del equipucho que se hace llamar Leones del Caracas declaró sus tribunas (no así las gradas) como zonas libres de humo, por lo cual, está prohibido fumar en las sillas del estadio. A tales fines se instalaron anuncios en varias partes del recinto, en la página web del equipo y, adicionalmente, el locutor a cargo de los parlantes internos lo repite varias veces durante los juegos. El mensaje no puede ser más simple: no se puede fumar dentro del estadio, punto.

La gente que no fuma es más y está compuesta, en su mayoría, por personas sospechosamente delicadas (los que dicen que no soportan el olor del humo) y por hipocondriacos (los que creen que cualquier exposición al tabaco, por mínima que sea, les causará cáncer de pulmón). Sí, hay mucha gente frita, pero qué coño.

Todo esto viene a que, a pesar de lo repetitivo del asunto, siempre hay un manganzón que agarra y prende un cigarro en pleno juego. Ojo, no es que todos los fumadores sean manganzones, para nada —de hecho hay algunos que son hasta refinados—, pero es que ineludiblemente tengo que pensar en Karol, el enfermito al que la temporada pasada llevamos a algunos juegos. Ese chamo, más allá de las complicaciones derivadas de su accidente, podía escuchar mil veces lo de la zona libre de humo y luego sacar un Belmont y prenderlo como si nada. Nadie le decía nada, porque se nota a leguas lo de su condición especial, pero no era la idea.

Para mi sorpresa, Karol no ha hecho esa gracia en lo que va de temporada. Quizás su mamá le dijo que no lo hiciera —o sólo se le han quedado los cigarros en su casa—, quién sabe. Pero todo esto viene a que ayer, en ese juego tan fastidioso que sólo tuvo de bueno el hecho de que perdieran los Leones, dos manganzones (macho y hembra), aprovecharon la poca afluencia de público para sentarse delante de nosotros y sin más, encender par de Marlboros.

—Aquí no se puede fumar—dijo ella antes de darle un jalón a su cigarro.

—No le pares bola —respondió él—, quién nos va a decir qué, pues... Naaaah.

En eso, la que será mi vecina durante los próximos tres meses, una señora de lentes que apenas habla durante el juego, gritó a todo pulmón:

—¡Aquí no se puede fumar, coño!—Una vaina que yo creo que se escuchó hasta en el montículo porque, como dije, no quedaba mucha gente en el estadio. Los manganzones vieron a la señora, se vieron entre sí y, sin decir nada, se fueron. Claro, nosotros no somos maricones como los gringos, así que nadie aplaudió, pero me pareció una cosa digna de contar.



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