Sería un buen consuelo si no fuera porque no me
consuela ni un poquito, pero al escucharlo recuerdo que hay gente que sigue
conectada de esa manera tan linda que no entiendo, y dicen lo correcto —porque
hay cosas correctas que se dicen en el momento indicado aunque yo nunca lo haga—,
asienten y esperan que esa fórmula alivie mágicamente las angustias del que las
recibe, que en este caso soy yo, aunque también soy prueba fehaciente de que no
funciona. Pero no importa, seguimos —de eso se trata— cumpliendo el protocolo
del tipo educado que dice “está bien” y frunce el ceño hasta adoptar la
apariencia que dice “te comprendo”, aunque todo sea mentira y todos lo sepamos,
dos cosas que ya no importan porque a esta edad y en este medio las formas lo
son todo; no hay verdad que valga el sacrificio de una apariencia; nada vale la
posibilidad de perder una posibilidad futura aunque nunca llegue. Es una
tristeza que muere de mengua; que desfallece al entender que es incapaz de entristecer,
tal como le pasa al creyón que se le parte la punta y no puede colorear. Hermanos
idénticos de especies distintas. Fenómenos incomprendidos que no pueden más que
ceñirse a un guión preestablecido con el fin de evitar su extinción, tal como
me pasa a mí —con cada vez más preocupante frecuencia— aunque siga aferrado a
la utopía esa de evadir las formas; de dejarlas de lado como se deja la ropa
antes del acto sexual y caminar desnudos en la oscuridad desde el cuarto a la
cocina, sin requisitos de verificación, sin reglas, sin nada.