sábado, 10 de mayo de 2014

Empezar



Lo que más me cuesta en este mundo es empezar. Después que empiezo, con mucha alegría y motivación, me voy hundiendo paso a paso en una especie de pasticho funcional que me termina dejando en un punto muerto que es peor que el inicial. Ahora, si asumiera que me cuesta arrancar y luego continuar, lo gramaticalmente correcto sería decir que me cuesta todo el proceso, pero eso no lo puedo asumir porque sería un atentado directo contra mis ganas de empezar cualquier cosa. Un sabotaje. Por todo esto no me sorprende ver la botella blanca encima de la biblioteca esperando a ser asaltada por los múltiples diseños que terminarán decorándola algún día. Es más, los diseños no están allí (todavía) porque tampoco me los he imaginado, lo que me lleva a tener una actitud anti-parabólica ante el vacío de mi blog de dibujo. En el polo opuesto se encuentran las primeras páginas de varias novelas. Entiéndase: una página por cada primer capítulo de cada novela distinta. Esto es lo que me carcome la planta de la mano izquierda. Pudiera decir que me carcome el alma —como lo dicen la mayoría de las personas— pero es un lugar común. No sé, cosas que tienen que ver con el pragmatismo, o que no se pueden comprobar y sólo por eso las desecho.  Además que si el alma existiera y de verdad pudiera ser carcomida, no lo lograría una novela que comienza y no continúa. Si así fuera, no merecería ser mi alma, lo cual me regresaría —también en este caso— al punto inicial de la diatriba. En fin, la página en blanco sólo me recuerda la sensación de extrañamiento narrativo que nunca me abandona, a la que le temo tanto que de puro miedo me veo forzado a sacarle punta a cada idea, a cada personaje, limando detalles que podrían llegar a ser obstáculos en el futuro. El planteamiento no tiene sentido, pero la verdad es que nadie me está esperando, así que no tengo prisa.

Problemas de marido y mujer


Tan bonitas que se ven esas calles mojadas en las películas mientras que aquí una calle mojada normalmente obedece a dos razones: o se rompió un tubo de aguas blancas o se rompió un tubo de aguas negras. Nosotros somos así, de una simpleza que asusta. Por eso cuando me probé aquél sobretodo negro en el invierno uruguayo me quedaba de lo más regio, pero al imaginarme usándolo mientras hacía la cola del abasto del portugués de Ruiz Pineda para comprar papel toilette la imagen se me esfumó y quedé sumido una sensación inexplicable. Conversaba de esto hace poco con un amigo que viajó a Buenos Aires y volvió decepcionado. Me costó encajarlo porque yo me encerré a llorar en el baño del aeropuerto cuando me tocó regresar de Argentina. Conversamos y resulta que el muchacho no fue al Gran Rex, ni al Luna Park, ni al planetario, ni entró a las librerías inmensas donde se consigue de todo, ni compró discos viejos de los rockeros de siempre (ni discos de los rockeros desconocidos) y para más inri ni siquiera entró a un espectáculo de tango. La pregunta pertinente para la ocasión era ¿a qué fuiste a Buenos Aires? pero me dio pánico la respuesta así que me mandé un trago de guayoyo y pasé, total uno aquí ya pasa de tantas cosas que si lo incluyen como deporte olímpico nos llevamos las tres medallas. Ese día fue bien particular, porque al salir de trabajo regresé en metro a mi casa como lo hago todos los días y al llegar a Capitolio se formó una trifulca que ameritó que me sacara los audífonos —cosa que evito como a los piojos— creyendo que se trataba de una tradicional agarrada-de-culo a la muchacha que, para mala suerte del infractor, andaba acompañada. Pero no, en unos pocos instantes entendí que el objeto de los insultos era un hombre que, segundos antes, había tratado de defender a la misma mujer que ahora lo estaba agraviando, del hombre que estaba a su lado, es decir, de su pareja, que le había mandado un tremendo coñazo por la cara debido a no sé qué problema previo. Hubo un breve instante en que el tipo (el que estaba siendo insultado) y yo cruzamos miradas y descubrí en sus ojos el mismo desconcierto que normalmente veía en los míos. Como alguien había tocado el botón de emergencia del vagón tuvimos que esperar que se aparecieran los funcionarios de la PNB, que tenían aspecto —tantos por sus rasgos como por el color de su uniforme— de muchachitos de bachillerato, fue allí donde ocurrió lo más cumbre de la historia, porque de la misma forma que la mujer insultó a su otrora defensor, también se fajó a gritos con los policías para evitar que bajaran del tren al marido, a lo que se le debe agregar que algunas de las personas que iban en el vagón también le gritaron a los funcionarios para que dejaran seguir al Metro ya que estaban cansados y era un problema “entre marido y mujer”. De seguida ocurrió lo más simple y elemental: el insultado se salió del andén junto a los policías y los demás seguimos nuestro camino.