viernes, 26 de febrero de 2010

Todas las palabras del mundo




Después de que desistió de saber mi nombre hablamos toda la noche. Bueno, al comienzo no hablamos, nos escribimos, porque si hubiéramos hablado me hubiera reconocido la voz y no habría tenido sentido lo del anonimato. Detalles técnicos. Conseguí su número en el celular de un amigo y después de media botella de whisky me pareció genial escribirle; como audaz. Ah, esa era la otra razón para no llamarla: no quería que pensara que la estaba llamando porque estaba borracho, lo cual no era cierto, pero, por si acaso, preferí escribirle. Pendejadas mías, lo acepto. Lo hice porque esa misma noche, pero más temprano, habíamos coincidido en la fiesta de las Caicedo y después de saludarnos no hablamos más, como siempre pasaba. Varias veces habíamos estado en el mismo sitio y luego del “hola, ¿cómo estás?” —automático— no pasaba nada. Sencillamente nada. Y no es algo que le pueda atribuir a mí timidez, porque otras veces, con todo y ataque de pánico, he resuelto —modestia aparte—. Ciertamente, el hecho de que ella anduviera con el novio era un elemento disuasivo, y que él fuera amigo mío era otro. Pero yo tampoco estaba haciendo algo malo —eso que quede claro—, porque lo de él era jugar Playstation, y mientras tanto dejaba a la novia allí, como un mueble, viendo a su avatar matando a medio mundo, y yo decía: “vaya, pero lo mínimo que puedo hacer por este pana es hablar con la novia para que no se le aburra”. Eso es legal. Es un favor y nada más. Pero decirlo era una cosa y hacerlo otra. Siempre que lo intentaba terminábamos en silencio, viendo orcos descuartizados por nuestro amigo-novio. Lo que cambió donde las Caicedo fue que en un cruce de miradas ella me hizo un gesto para que me sentara a su lado —detrás del novio, que estaba jugando FIFA algo— y estuvimos allí no sé cuanto tiempo, durante varios partidos, mundiales de fútbol, copas no-sé-que-cosas, viéndonos con impunidad, conscientes de la necesidad del silencio, riéndonos de él y de nosotros, de la noche, de que ninguno quería pararse a servirse un trago para no cortar el momento. Que momento. Claro que los tres pitazos sonaron y se acabó la magia, pero yo sentí que me estaban abriendo la puerta y no podía quedarme afuera. Después de la media de Chequers ataqué. Gracias al alcohol pude superar la conversa de poesía en la que me enteré que Cantares era de Machado y no de Serrat. Por supuesto no lo dije. Con lo de La Sociedad de los Poetas Muertos y el Pez que Fuma me fue más o menos igual —no es por nada, pero prefiero a las putas y los motorizados antes que a unos gringos con crisis existenciales—. Cuando llegó el amanecer habíamos hablado de todo, del mundo, de cosas que no se hablan, como si fuéramos de toda la vida, así que ella aprovechó para preguntar por última vez quién era yo. Le dije, seguro de que allí había algo. Hablamos —ahí sí— sólo para despedirnos, para decir que nos veríamos a mediodía en la parrilla del loco de Chalchemique. Así ocurrió. Cuando llegué me entretuve un rato hablando con el loco, pero no podía dejar de pensar en ella, que ya estaba allí, instalada donde siempre, viendo al otro en una carrera de NASCAR. Le hice un gesto para ir afuera pero no vino. Me senté a su lado nuevamente y se fue el tiempo entre Daytona e Indianápolis, como si no hubiera pasado nada, y eso me provocó un vacío que no había sentido. Esa noche fue ella quien me escribió. Hablamos hasta el siguiente amanecer y desde entonces las cosas son así: un total silencio en persona y todas las palabras del mundo después, cuando nadie nos ve.






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jueves, 18 de febrero de 2010

Lo único malo


La saludé sólo para que no se regara la noticia de lo maleducado que era. Le pregunté que cómo estaba confiado en que me diría que bien y ya, pero la tipa me sonrió, me respondió que bien y me preguntó si me importaría ayudarla a vender un par de números de una rifa que estaba haciendo. Fue como un disparo a quemarropa. Lo temprano de la hora y la escasa cafeína que tenía en el cuerpo me llevaron a aceptar. Al instante me sentí como cuando vas por la calle y te abordan esas tipas que están bien buenas pero resultan ser vendedoras de tarjetas pintadas con la boca por sordomudos, y entonces tienes que comprar la porquería esa para no verte mal (como un indolente a quien no le importa colaborar con los lisiados). Un timo vulgar. Como si no hubiera sido suficiente, le pregunté a la tipa —y no sé por qué, porque de verdad no me importaba— la razón de qué estuviera vendiendo rifas. Era para celebrarle el cumpleaños a su hija. En ese punto puse cara de culo, porque era como colaborar para financiar la guarapita de una bastarda procreada en un colchón de la Quebrada de Catuche. La tipa se debe haber dado cuenta de mi molestia porque siguió hablando, diciéndome que el dinero que tenía para la fiesta lo tuvo que gastar en la inscripción de la niña en el colegio, porque resulta que antes no pagaba guardería porque se la cuidaba su mamá, pero a esta última la atropelló una moto cruzando la Av. Bolívar cuando se dirigía a los tribunales para una audiencia de conciliación con su esposo, que era alcohólico y de cuando en cuando le pegaba con la hoja de un machete sin filo. No pregunté más. Agarré el talonario de la rifa y a la semana ya había vendido unos cuantos números pero, para mala suerte de la tipa, ese día empezaba la Serie del Caribe y usé el dinero para comprar una caja de cervezas y ver el juego con mis amigos. Lo único malo fue que Venezuela perdió.


Tomás García Calderón

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miércoles, 10 de febrero de 2010

Bajas de guerra


De haberlo sabido me hubiera ahorrado el viaje a Caracas, la estadía en casa del corrupto Ivan –con sus anécdotas de abogado de cuarta calaña- y las horas en la cola para llenar la planilla de preinscripción. Ese día lo hubiera pasado en mi casa sacándome espinillas y viendo las novelas del 2, y en la noche me habría ido para el Morro a escuchar Fito Paez con el gordo a punta de anís y limón. Nada trascendental sería distinto: me hubiera graduado de cualquier cosa y me estaría limpiando con papel toilet –como la gente normal- y no con el título que me dieron en la Católica que, estando las cosas como están, es pa´ lo único que sirve. Luego, con el dinero que hubiera ahorrado de no cursar el postgrado que hice -y que sólo me sirve para escribir cuentos que no termino-, me hubiera comprado un carro dos años antes y no estaría lidiando con el único payaso en el mundo que no entiende por qué los demás se ríen cuando lo ven. Eso hubiera sido bastante. Lo demás… bajas de guerra.




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viernes, 5 de febrero de 2010

Sabotajes



Tenía diecinueve años, pero algunas cosas de aquel entonces las recuerdo como si hubieran ocurrido ayer. Las que no, las fui investigando como cosa mía, sin un sentido aparente. No faltaron momentos en que me detuve a pensar que era bastante molesto andar con tantas cosas raras en la cabeza (ideas, imágenes, presentimientos). De hecho estuve cerca de ir a los psicólogos gratis de la universidad cuando comenzaron las pesadillas con los vidrios que me cortaban los dedos; porque no eran sólo sueños: cuando veía un vidrio roto en la calle se me desacomodaba el cuerpo y tenía que contarme los dedos para poder seguir caminando. Era de lo más anormal, pero tenía la certeza que todo se relacionaba con el año 99. En esa especie de limbo estuve hasta una mañana del año pasado. Ese día, el vidrio del extinguidor que está afuera de mi oficina amaneció roto. Me conté los dedos dos veces antes de estar frente a mi computadora. Al abrir el correo me había escrito alguien que nunca me escribía. El archivo adjunto era una investigación periodística sobre el destino de un grupo de niños que quedaron huérfanos como consecuencia de los deslaves de Vargas. Lo curioso es que esa persona y yo nunca habíamos hablado del tema, y que cuando aquello ocurrió ella tenía unos diez años. Vaya cosa. De ese patuque saqué una idea que no tiene nada de original —por eso me gusta— y la he ido limando con la paciencia que no tengo. Los personajes principales me llegaron al instante, como si hubieran pedido una cita y los tuviera sentados al frente de mi escritorio, en esas sillas de cuero de los años ochenta que parece que nunca se van a acabar. Los secundarios no pidieron cita; los ando buscando por el metro y por Sabana Grande. Pero el problema real son los continuos sabotajes: el inglés, el blog, el trabajo, el país, los juegos de PC, el cine, la flojera, las ideas cruzadas, el miedo al blanco de la pagina y, sobre todos ellos, el hecho de saber que nunca he escrito una novela.



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jueves, 4 de febrero de 2010

Seres de luz



Los días como hoy son malos para andar en carro, o quizás sean malos para mí que estoy aquí y no en San Carlos de Río Negro donde las marchas y las colas no son problemas. Lo cierto es que en el metro —donde no conseguí asiento— me calé a buen gusto (como buen fisgón) la conversación de dos muchachos que tendrían unos veinte años de edad y que asistirían a la marcha del Día de la Dignidad (hoy 4 de febrero). De todo el episodio lo que más me molestó fue que desde el principio, desde que entré al vagón, los percibí como dos muchachos veinteañeros, lo que me hizo concluir que yo, aparte de que ya no parezco —a los ojos de los demás— un veinteañero, tampoco me percibo a mí mismo como tal. Que arrechera. Lo de menos fue lo del nuevo efeméride: el Día de la Dignidad (sí, con doble mayúscula porque es dignísimo). El asunto viene de atrás, de un 12 de octubre en que nos empezaron a decir que habíamos perdido el tiempo en el colegio estudiando esa fecha como el día de la raza, porque no lo era. Es más, ahora resulta que nunca lo fue, que toda la humanidad estuvo engañada durante quinientos y pico de años por una conspiración que —como toda conspiración— encubría una verdad que sólo podía ser revelada por los seres de luz, sabiduría y profundidad espiritual que le cayeron a patadas a la estatua de Cristóbal Colón, en señal de desagravio —esto es muy importante decirlo—, por el genocidio ejecutado por ese italiano pata-podria que vino aquí para saquear nuestras riquezas (algo que no sé por qué pero me parece conocido). Como lo dije en aquél entonces, el problema no es que quieran cambiar la interpretación de algo que pasó hace tanto tiempo que a nadie le importa. No, el problema es que a mí me gustaba mucho dibujar a la Pinta, La Niña y La Santa María, y ahora me molesta pensar que en esos barcos tan simpáticos no venían unos españolitos con espejos y pendejadas similares para engañar a los indios sino una horda de saqueadores, malandros y violadores. Que torta. Claro, después de eso, que la fecha de un intento de golpe de Estado (sanguinario, mal planificado y, como todo lo que vino después, fracasado) se conmemore como el Día de la Dignidad no le puede sorprender a nadie. Miren, lo que pasó no fue lo que nosotros creemos. No, fue que esos desgraciados de El Universal, El Mundo, El Nacional y, sobretodo, RCTV conspiraron en nuestra contra y nos ocultaron que ese día tenía por finalidad dignificarnos como sociedad —Junta Militar de Gobierno de por medio—. Por fortuna, los seres de luz, sabiduría y profundidad espiritual nos han sacado nuevamente de la oscuridad regalándonos la verdad. De pana que gracias.



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miércoles, 3 de febrero de 2010

Tres años de verde


Acepté porque me pareció genial ganar algo de dinero extra haciendo lo mismo que aquí pero afuera (o adentro, depende del punto de vista). De hecho debo admitir que la primera vez me gustó (no como otras primeras veces) y hasta disfruté la nota esta de la naturaleza, el aire puro, las vacas y la comida que caminaba en cuatro patas minutos antes de estar servida en un plato. Todo muy provinciano —como le gusta a los citadinos—. Pero la luna de miel se acabó el día que me dieron el primer coñazo sin aviso previo, sobre todo porque en algún lugar recóndito de mi estupidez —que, según el día, es bastante amplia— tenía alojada la idea de que era imposible perder allá, donde los hombres escupen chimó antes de darte la mano (o sacarte una pistola, un machete o cualquier instrumento capaz de maltratar o herir). Por suerte, para la segunda instancia, el maldito gordo de mierda —mote amistoso con el cual me refiero a mi colega de la contraparte— se enfermó y yo pude sacarme el coñasito y celebrar como la gente fina de allá: con whisky y ternera bajo una nube de zancudos. Bello. Pero la cosa no ha terminado y después de tres años mantengo el mismo itinerario (diez horas de viaje y diecinueve de estadía), sólo que ahora me siento como esa gente que todos los agostos vacaciona en el mismo sitio (que conocieron una vez hace cuarenta años) y de tanto ir lo hacen suyo al punto de sentirse culpables cuando piensan en no regresar; que la sola idea de alojarse en otro hotel los hace sentir como mirados con desprecio, como infieles descubiertos que, aunque no lo estén, llevan por dentro la certeza de que hacen algo malo que los demás sospechan.


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