viernes, 30 de julio de 2010

Cosas que pasan en la cola


La camioneta brillaba tanto que relucía por sobre todos los demás carros de la cola, por eso nadie fue ajeno al momento en que el Fiat 84 la impactó por detrás como en cámara lenta, tan despacito que cabía dudar de la intención de su conductor. El chofer de la camioneta, un cuarentón con entradas, se bajó al instante —como corresponde en estos casos—, miró los inexistentes daños y aún así le gritó al del Fiat que tuviera más cuidado. Este último, que desde donde yo estaba sólo parecía un tipo con lentes de pasta y barba dejada, se disculpó sin bajarse del carro, lo cual a todos los curiosos nos pareció suficiente para zanjar lo ocurrido, sin embargo, en ese momento se acercó el copiloto de la camioneta, que era un viejito vestido de guayabera blanca y pantalón gris:
—Coño vale, pero ¿tú no ves?—le gritó al del Fiat.
—Disculpe maestro—le respondió— la verdad es que fue un descuido.
—Ningún descuido—intervino el cuarentón— ¿es qué estas borracho?
El de los lentes no respondió.
—A vaina —le dijo el anciano al otro, que quizás era su hijo o un amigo— será que este cree que nosotros andamos paseando pa´ que cualquier pendejo venga y nos choque.—El cuarentón volvió a dirigirse al del Fiat: —¿Mira vale, no te vas a bajar?, ¿tú crees que hiciste una gracia?—Este lo vio, se acomodó los lentes, se rascó la barba pero no se bajó, lo que parece haber molestado al viejo porque le dio una patada al carro y le gritó: —¡El coño e´ tu madre!, chico.
Luego de buscar algo en el asiento de atrás, el chofer del Fiat se bajó blandiendo un tubo. Iba vestido con una braga azul engrasada y medía como dos metros.
—¿Qué vaina es pues?—le gritó con los ojos inyectados de sangre a los dos hombres— ¿Ustedes quieren que les meta esta vaina por el culo, par de viejos maricos?
El viejo y el cuarenton se vieron entre sí, vieron de nuevo al gordo, se montaron en la camioneta y salieron a toda la velocidad que le permitía el tráfico.
—Par de maricos…—dijo el gordo antes de regresar a su carro.


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viernes, 23 de julio de 2010

De camino al trabajo




Lucho no sabía por qué tenía miedo. Se persignó, cerró tras de sí la puerta de su casa y comenzó a bajar las escaleras sintiendo en las piernas esa sensación de debilitamiento tan molesta, tan idéntica a la del día que vio a un autobús estrellándose contra un camión en el hombrillo de la Panamericana.
Al llegar al arco vio a un hombre que yacía herido junto al contenedor de basura. Cosa normal en estos días, pensó. El hombre le pidió ayuda apenas escuchó sus pasos. Lucho dudó, no por falta de voluntad sino por incredulidad, por resistirse a aceptar que quién le hablaba no había muerto el año pasado, como todos creían, sino que seguía con un pie en este mundo. “¡Ayúdame, coño!”, insistió el hombre, Lucho se movió con toda la velocidad que le permitió el extrañamiento de vacío que sentía en el estomago y la inminente distracción de sus esfínteres anales. “Montame en un taxi, viejo”, imploró El Condorito adolorido, “No me hagas nada hermanito, tranquilo…”, dijo Lucho. “Coño no seas marico, ayúdame a agarrar un taxi que me desangro ¡no joda!”, obtuvo como respuesta. Lucho analizó rápidamente que la vida del Condorito dependía de su ayuda y que eso lo hacía inmune a la reputación del herido, a los cuentos de sus atrocidades, a las cosas que podría hacerle en otras circunstancias, no en estas, porque ahora significarían el fin para ambos. Lo ayudó a ponerse de pie y le sirvió de muleta para ayudarlo a cruzar la calle. A la mitad El Condorito dijo: “Ya va viejito, ya va”, sacó un bisturí y lo estrelló como un rayo en el estomago de Lucho. “¿Pero te volviste loco?”, reclamó Lucho antes de doblarse en el piso. Ninguno de los dos volvió a hablar.

Adaptación del relato: el sapo y el escorpión




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miércoles, 21 de julio de 2010

Señales, Sai Baba y otras menudencias por el estilo


Esto de no ver las señales, los avisos, las premoniciones, esta cosa metafísica que la gente se traga con los libros de Sai Baba, es un mal de familia. Basta con recordar lo que pasó el día que fui a casa de Viviana, Iliana, Diviana, no sé, la portuguesita con tufo a la que le bajaba las pantaletas a los 10 años (para nada, porque en mi casa lo más parecido al sexo eran los chistes de doble sentido), a entrompar al ladrón de su hermanito —que me había robado unas upper deck— y estando allá la vieja patas-callosas que los parió salió gritando en portugués y yo, que era como sensible en aquella época, me cagué y salí corriendo, y quizás por el mismo susto no pensé que fuera una señal ni nada parecido, y ahora caigo en cuenta de que nunca me la cobré, que debí haber ido a la oficina de la vieja en la sacristía (porque la muy golfa se la daba de beata) meterle un empujón y, estando en el piso, cachetearla con el glande diciéndole que pidiera auxilio en portugués. Perra.
La segunda señal la recibí en La Esmeralda, con la vieja que no follaba porque a su esposo no se le paraba ni entablilla´o (no habían inventado el viagra) así que la nata de allá abajo se le había ido al cerebro y, entre otros trastornos de la personalidad, le impedía asumir su negritud, así que cuando me vio con su hija agarró y le dijo qué cómo coño andaba con un negro, lo cual me ofendió en el alma porque coño ¡yo no soy negro!, y al final me largué pero volví a los cuatro años y la vieja estaba de lo más light (porque ya habían inventado el viagra) pero yo quería venganza y le apliqué a la carajita el cuento de que nos íbamos a casar, a tener una casa de dos pisos, dos engendros, un perro, y que con cada beso iba a salir un arco iris, y cuando la tuve convencida la mandé a comerse un cerro de atol con la excusa de que la culpable era la vieja, que no me quería y otras vainas locas que sólo se podía creer una tipa más tarada que un mongolico, y el hecho es que la carajita quedó lerda por unos meses, en una nota de odio-a-la-humanidad que supuestamente se le pasó cuando la llevaron al psicólogo, al psiquiatra o, con lo pichirre que era el papá, probablemente a un brujo. No lo sé y no me importa.
Y bueno, como esas perlas otras, quizás menos escatológicas, cosas que se soportan para seguir creyendo que se puede, que se va a lograr algo que en el fondo poco importa, como cuando uno va caminando y aparece un perro chiquito ladrando como poseído por el demonio y uno lo ve sin hacer nada, a sabiendas que con una sola patada basta.




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jueves, 15 de julio de 2010

Días sin tiempo


Esta semana comenzó el año pasado, el siglo pasado, cuando era niño, adolescente, prepuber, o el día del pastel, de aquella torta que puse en Carapita, o al día siguiente en Margarita, acostado en mi cama viendo una novela de Maricarmen Regueiro con treinta y cinco grados de calor y un ventilador sin tapa.
Fue hace tanto que en la foto que me tomé el lunes salgo flaco y junto a la Virginia Voller sin tetas y sin los dos engendros que le parió al difunto Padre Morán. El martes fue el día que Baggio falló el penalti y yo gocé viendo a los fetuccinis llorando como maricas, como si se hubiera acabado el mundo con esa pelota que volaba ajena al gol, ajena a la risa de Taffarel, como una tragedia en vivo y aderezada con salsa napolitana.
Al despertar el miércoles no tenía pelo y cuando me vi en el espejo me encontré parecido al tal Matusalén. Cosa rara, sin duda, porque nunca lo había visto, pero me puse a pensar que con novecientos y pico de años lo normal era el alzheimer, así que quizás sí lo había visto o era yo pero no lo recordaba.
En la noche quise rezar por mi muerte pero no lo hice, me conformé con pedir que se me ahorrara el suplicio de estos dos días, que amaneciera sábado de una vez para ver la pole position y olvidar lo que pasó en mi semana-siglo, pero no, estamos a jueves y yo sigo aquí, inerte, empotrado en mi lugar, padeciendo las horas como años, viéndola sin que me vea, escuchando sus movimientos como si fuera mi presa, incapaz de aceptarlo, incapaz de decirlo, desdoblado en el deseo de que todo acabe y, al mismo tiempo, que no termine.



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