miércoles, 11 de agosto de 2010

Un churrasco a golpe´e diez


Me despedí de los hermanos y tomé el ascensor que estaba lleno (o se veía lleno por culpa de una gorda que usaba un vestido rojo y una cartera chiquitica, como un monedero con correa). No tardé en percibir un olor a pupú de perro y otro que era como de repollo hervido, el cual —sin ninguna prueba— le adjudiqué al sudor de la gorda, aunque no dije nada porque así son los ascensores, el metro, los autobuses, los taxis de italianos, los abrigos en París, los sombreros de Mariachi, los cascos de motorizado, Mercal, Oxford, los barrios y algunos panas que no son tan panas: pura mierda, en fin, que si de quejarse se tratara escribiría un libro y no estaría aquí. Salí cuando la puerta se abrió —no cuando la abrí— y empecé a buscar mi carro como si fuera la cosa más natural del mundo, amparado en esa certeza extraña de los sueños, en esa sensación de que la película no se puede parar y, por eso, en vez de preguntarme ¿por qué coño si me monté en el ascensor de los hermanos, aparecí en el estacionamiento de mi oficina vieja?, lo que hice fue ponerme a buscar mi carro que, por cierto, era el nuevo y no el que tenía cuando trabajaba allí. Lo prendí, arranqué y cuando andaba de lo más tranquilo, tipo Morgan Freeman conduciendo a Miss Daysi, bajé un nivel y salí en el estacionamiento del Sambil: que peo de verdad; y yo, en vez de arrecharme, lo que hice fue ponerme a buscar un puesto para ir a pagar en la bendita caseta de prepago. Dando vueltas me encontré a los hermanos y les toqué la corneta de lo más inocente, y ellos me señalaron y comenzaron a reírse de mi, y yo quise insultarlos pero no pude porque cuando fui a bajar la ventana resulta que andaba en el carro viejo, el que tenía las manillitas dañadas, y ahí me dio como una vaina, un patatús, entonces me orillé y me bajé a pedir ayuda y en eso venía una vieja que me vio y se subió el faldón que cargaba y empezó a hacer pupú al lado de un Chevette y yo en vez de irme me quedé allí viendo la mierda y apretándome una espinilla que me dolió tanto que me desperté en mi cama agarrándome el pipí.




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jueves, 5 de agosto de 2010

Belloso




Il sapore della ragazza no le hacía honor a su nombre. Era un tugurio de mesas desnudas y sillas plásticas, en el cual concurría la fauna más variada del centro de Caracas. Para muestra, en una mesa del fondo se distinguía la cara aceitosa y maltrecha del inspector Belloso, que con una mano mojaba el pan en la salsa de carne de sus espaguetis y con la otra sostenía un cigarrillo sin filtro. Estaba de civil y no perdía detalle de cualquiera que entrara al local. En la mesa contigua estaba el Giovanotti conversando con uno de sus distribuidores. El trabajo de Belloso era arduo, su territorio abarcaba ochos cuadras en las cuales los comerciantes le pagaban por protección, los traficantes para que eliminara a la competencia, los buhoneros para mantener su ubicación, los carteristas para trabajar tres días a la semana y las putas para que no persiguiera a sus chulos. Con todo y eso, a veces le quedaba tiempo para su trabajo de policía. Tremendo tipo. Me saludó con la mano cuando me vio entrar.



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