domingo, 13 de mayo de 2012

Exilio*

En el instante que precedió al disparo, ella dudó. Lo noté en sus ojos marrones que, acompasados, enfilaron hacia la izquierda, hacia un vacío capaz de alojar a un gigante taciturno, tan vasto como el miedo que consumía mi carne trémula. Yo sólo alcancé a contener la respiración, y en el eterno transcurrir de ese momento, me cobijé en el deseo de fundirme con el silencio que lo abrasaba todo. Quería escapar impune, como un halo fugaz en la oscuridad; pero no llegó a extinguirse un nuevo segundo antes que su mirada encontrara la mía y sus palabras inmolaran los colores de mi bandera, mi propuesta, mi penúltima deuda y, de alguna forma, los primeros veinte años de mi vida.
Sólo me quedó marcharme bajo el techo de un amanecer sin estrellas, aferrado a su silueta aprisionada en el retrovisor: ella caminaba alegre, como quien se regodea en la convicción de hacer lo correcto, de asirse a un paradigma y convertirlo en vida.
La recuerdo con la exactitud que le robé al decenio que nos separaba, y que, sin quererlo, también nos unía, como en las mañanas en que despertaba rodeado de las sonrisas azules que escapaban de mis sueños recurrentes, o cuando la oscuridad de una noche sin luna me permitía besar las bocas que mi mente recreaba idénticas a su boca: calida y sutil, como un beso prescrito en el tiempo de dos almas cercanas pero ausentes.
Ahora, cuando termino de aceptarme como un habitante anónimo de la isla en que convertí mi vida, me ha dado por preguntarme ¿Por qué recuerdo su nombre y no el mío? ¿Qué sentido tiene un exilio si aún en el fin del mundo la encuentro en el verde y en el azul, en el cielo rojizo de la tarde, en el olor a hierba mojada que trae la lluvia y hasta en los pasillos del supermercado? Quizás era temprano cuando decidió quedarse. Quizás en realidad yo había llegado tarde. 


(*) Publicado el 15/10/2008 en http://delluviayotrosrelatos.blogspot.com

Dos tipos de palabras*

Anoche caminé, por momentos, en la oscuridad. Como es normal hablé poco; tan poco que el primer rayo de sol me sorprendió en silencio, calculando el espacio que nos separaba, convencido de que no había muchas cosas, tan sutiles y majestuosas, como un amanecer compartido en la distancia de dos cuerpos que, a pesar de estar próximos, se mantenían fieles a su soledad. Mi presencia se fue convirtiendo, de a poco, en una elipsis, e incapaz de abandonar mis pensamientos, comencé a soñar con la llegada de alguien capaz de sacudirme y conectarme, nuevamente, con las palabras que callo, con mis miedos, con las cosas que niego rotundamente; conmigo mismo y con la posibilidad de que todo un mundo racional pueda derrumbarse ante la sencillez de una mirada.
Con la llegada del alba, sucumbió el último intento de lidiar con un silencio negado a claudicar. Me despedí delatado por mis gestos. Descubierto por sus ojos que sabían que yo sólo tengo dos tipos de palabras: las que me abandonan y las que callo ante la inminencia del final.



(*) Publicado el 1/9/2008 en  http://delluviayotrosrelatos.blogspot.com

La esperanza del mancebo*

El día que decidí escapar, del lugar donde todo comenzó, visité la casa de los corredores. Pueril e infame, necesitaba dar y recibir mentiras; falacias como las que decoraban todo. Saciarme, por última vez, de las superficialidades ajenas, de las soledades y los gritos reprimidos con garrote y soberbia. Con normalidad tomé agua, y por cortesía conversé con quien no me provocaba, porque convocados también estaban: la traición y la amistad. Uno a uno se consumieron los minutos que tardó la niña de la casa en terminar su tarea. No pudimos evitar mofarnos. No quisimos. Con gracia nos diluimos entre la incomoda diplomacia y espetamos cada una de sus carencias. Su destino miserable estaba claro. Fue entonces cuando destelló el sonido que aniquiló la noche y la niña, que nunca lloraba, nos envolvió en su historia, en la aridez de sus pupilas grises, en su futuro truncado. Los demás corrieron con suerte. Los he visto en los últimos diez noviembres, cada vez que camino de regreso a esa casa, esperando, cual mancebo, que la niña ya sea grande y me pida, con un gesto, que me quede.



(*) publicado el 1/9/2008 en http://delluviayotrosrelatos.blogspot.com

martes, 8 de mayo de 2012

Tokyo


Las calles están mojadas y yo pienso en Tokyo y en un vagón de tren. Caminamos brevemente, encerrados en la hostilidad de su silencio (el suyo, a pesar de que yo tampoco hablo) como dos extraños. No le pierdo de vista —como en Takeshita Dori—, por eso sé que a cada tanto me busca con una mirada que procura parecer indiferente, aunque no lo logra. Sonrío. En la entrada del metro está el saxofonista de todas las tardes, el que nos recordaba al de Nishi-Funabashi —salvando las distancias—, pero hoy no toca, quizás por la lluvia, quizás por tantas cosas que podríamos imaginarnos al ver quieto algo que debe estar en movimiento, no lo sé. Entramos a la estación y dejamos atrás nuestra única caminata bajo la lluvia, la que dijimos que nunca tendríamos por parecernos de un cursi mortal. Irónico que luego de afanarnos en evitar los clichés ahora me pase horas escuchando esta canción y mirando fotos de vidrios mojados por la lluvia. Se detiene sólo para reafirmar que las pausas le sientan bien y yo me apresuro ante la angustia de que espere, pero no la alcanzo sino hasta entrar al vagón donde regresábamos todas las noches, como hoy, en la época en que creía que siempre estaría aquí soportando mi silencio, mirando las fotos del viaje a Tokyo y sonriendo. Ahora el metro avanza. No la veo.


El síndrome del conserje


La gente que no lee es la que no tiene suficiente imaginación para separar al autor de su historia ni de sus personajes. Esos a los que les muestras un cuento y te preguntan si tiene que ver con fulanito o te dicen que no sabían que habías pasado por tal o cual cosa. Gente que se toma todo personal porque les es imposible ir más allá. Yo sólo digo que es gente sin imaginación; que esa es su condena: afrontar un mundo hostil sin las herramientas mínimas para hacerlo llevadero. Pero la carencia de imaginación comporta peligros serios. El primero es cohibirse de la autocritica, por no concebir que lo que se hace pueda ser objeto de la interpretación de los demás. Se confunde entonces la popularidad con el liderazgo y la hipocresía con la amistad, todo lo cual los deja como lo que realmente son: payasos inmorales. Lo saben, pero no nos creen capaces de reconocerlos (la gente sin imaginación se considera “analítica” y subestima por naturaleza a los demás), así que se la juegan a fondo con la certeza errada de asumirse triunfadores mientras llevan a cuestas el síndrome del conserje: el que se cree dueño del edificio sólo por limpiar el piso. Dan lastima, pero no se lo pueden imaginar. Van a lo Forrest Gump, sin enterarse qué pasa; moviéndose por la inercia de la rotación y la traslación; alimentándose de los demás; sonriendo para sobrevivir como prostitutas que fingen el orgasmo; ajenos y profanos; vulgares con aspiraciones nobiliarias; insectos con vicios de alcoholismo;  personas sin vergüenza a las que no les apena decir que no entienden a Kafka.