lunes, 25 de abril de 2011

El perro del ferry


Hablando de tantas cosas y recordando otras de las que no se habla, llegué a aquella noche de hace unos veinte años cuando estaba con mi familia en la fastidiosa espera del Ferry de Puerto La Cruz. Para aquel viaje había ahorrado un dinerito con la finalidad de comprarme unas barajitas que sólo vendían en Margarita (no recuerdo qué barajitas, la verdad es que soy tan coleccionista como sacerdote) y eso lo logré aguantando el hambre pareja en el colegio para quedarme con la plata del desayuno.

Allá en Puerto La Cruz –adonde siempre llegábamos a las seis de la tarde a pesar de que teníamos pasajes para las doce de la noche— pudo más mi lambusiería que mi pichirrez, y, a pesar de que ya había comido, dispuse una parte de mis ahorros para comprarme otra empanada de cazón. Comencé a comérmela con la doble satisfacción de haberla comprado con mi dinero y de estar haciendo algo sin la autorización de los fastidiosos de mis papás, ergo, andaba en modo encaletado.

Como todo lo que se hace a escondidas normalmente dura poco, no tardé en sentir la mirada de un espectro famélico de esos que pululan por todos los terminales, sucio, feo, raquítico y con unos ojos que expresaban un hambre más que sincera. Seguí engullendo mi empanada que, lo recuerdo, estaba buenísima y escurría grasa roja con cada mordisco, mientras ignoraba al adefesio que se plantó frente a mí esperando algo de comida. Luego me cambié un par de veces de lugar, caminé, me subí en el capot de un carro pero el animal seguía a mi vera, con su mirada infinita postrada en mi comida y su cabeza ladeada suplicando misericordia, implorando que aplacara como fuera su sufrimiento, como si el todopoderoso fuera yo y él no pasara de ser un vulgar siervo. Ante esto, y asumiendo mi nueva y, seguramente, transitoria deidad, le lancé la mitad de mi empanada y me quedé a esperar su desagradecimiento (porque todos los siervos son unos miserables desagradecidos), pero el muy desgraciado olió el pedazo de harina humeante, grasoso y relleno de cazón y se largó meneando la cola.

Desde entonces prefiero botar la comida, pisotearla hasta que se vuelva una pasta adherida a la mugre de la acera o tirarla en un charco antes de alimentar a un maldito perro callejero. Por mí que se pudran*.

(*)Similares condiciones aplican a recoge-latas, huele-pega, damnificados y evangélicos.



Blogalaxia Tags:

miércoles, 13 de abril de 2011

Arjona no basta


Es un hecho: la gente no se cansa de las estupideces. Arjona no basta. Con tantos blogs de calidad que existen en este país (por no traer a cuento a los extranjeros) es increíble que el más popular –en el apartado de cuentos y relatos— sea el de un bisoño que escribe cosas como: “haz el bien y no mires a quien” que –vale agregar—, aparte de cliché, ni siquiera es de su autoría, pero inmediatamente recibe una cascada de comentarios de gente que dice que gracias a ese post les ha cambiado la vida. ¿Qué mierda de vida pueden tener si una balurdez como esa es capaz de cambiarla?

En otra ocasión, este filosofo marabino reflexionaba acerca del por qué cuando uno está solo nadie le presta atención y cuando tiene pareja se le multiplican las chances de un cuadre: “¿Será que irradiamos una energía especial positiva que proviene de nuestra felicidad y de la estabilidad que nos proporciona el amor de la pareja?”. Cuando lei esto me convencí de que el pana escribe con una maquina de churros de la que la brota pura ñoña. A todas estas, equis, eso no lo critico, porque no tengo moral para hablar de calidad de escritura. Pero que haya 187 cabezas de vaina que sean capaces de decir que ellos se habían dado cuenta de que eso les pasaba y no habían encontrado a nadie que interpretara su sentir con unas palabras tan precisas…. Cooooooño, no me jodan, será que no leen ni Ultimas Noticias.

Lo que le falta ahora (y no me sorprendería que esta sea su próxima contribución con la humanidad) es tirarse por el barranco de la astrología y sumarse a la manada de nimios que propugnan las incidencias negativas de Mercurio retrogrado. Hay un par de panas con sendos títulos universitarios (de universidades de las tradicionales, pa´ que quede claro) que no se cortan el pelo por Mercurio retrogrado; no aceptan una invitación a salir por Mercurio retrogrado; que andan chorreadas por un examen porque se estudiaron todo, pero igual creen que van a raspar porque está Mercurio retrogrado… ¡Es un puto planeta achicharrado por el sol, cuerda´e tarados!, no influye en nada.

Ya me los imagino a todos cual pasteleros: escuchando a Arjona con ese mohín fingido de intelectual que la gente se tira en los museos (porque las letras del pana son super profundas); comentando un par de pendejadas irrelevantes que dejaron de hacer por miedo a la influencia planetaria y haciendo el bien como unos bolsas, sin mirar a quien.




Blogalaxia Tags:

martes, 12 de abril de 2011

El síndrome de ladilla crónica

Ojala y la gente no se pusiera ladilla cuando te pregunta “¿cómo estás?” y le respondes cualquier cosa distinta a “bien”. Uno no siempre está bien, y yo, en lo particular, nunca estoy de ánimo para decir cómo estoy, por eso me someto voluntariamente a ese código sublime de hipocresía (tampoco es que tenga ganas de hacer una cruzada por la verdad, ni mucho menos). Al final, estar bien o mal es de lo más subjetivo, sin contar que no abarcan el cúmulo de estados de ánimo que puede tener una persona. A ver: yo siento que podría estar mejor, pero no me parece que eso signifique que estoy mal. ¿Me explico? (no importa, pero por ahí va la cosa)

Sin esforzarme mucho, me parece que siempre ha sido así: estar en un lugar pensado que podría estar mejor en otro. La natación no me gustaba porque estaba pegadísimo con las películas de ninjas y kun fu, así que nunca comprendí qué hacía nadando con la tablita en la piscina del Loyola. Aprendí a nadar, pero estaba super fastidiado. Luego aprendí Karate (bueno, sólo entré y pasé algunos meses en la academia [o el Dojo, que es la forma marica en que los karatecas le dicen a las academias]), pero cuando das un par de patadas —y recibas otras tantas— ya la cosa pierde su gracia, y para aquél entonces, cuando no había asumido cabalmente mi asocialidad, me pareció que lo bueno estaba en los deportes por equipo. Pendejadas que piensa uno cuando está chiquito. Por eso, hice una breve pasantía por el béisbol, que terminó durante la misma primera práctica en la que me ponché, me metí un pelotazo en el ojo intentando atajar un rolling y no le agarré la onda a los chistes con jerga beisbolera (no me daban risa). De allí migré al fútbol, donde fui inmensamente feliz hasta que descubrí que, por más que me gustara, no tenía el talento suficiente, así que empecé mi carrera musical con la guitarra, a cuyas clases sólo asistí un mes —porque me fastidió el empeño de los profesores en que me aprendiera las notas—, y luego con la coral, donde entraban todos los asmáticos y evangélicos que no aceptaban en ningún deporte, por lo cual, también arrugué.

Visto en blanco y negro se podría decir que sufro del síndrome de ladilla crónica. Pero puedo argumentar, en mi defensa, que terminé la carrera, la carga académica del postgrado, los dos diplomados de escritura y ahora el curso de inglés (este último porque finalizó antes de que llegara a mi cima de ladilla [que estaba bien próxima]), así que estoy humanamente esperanzado en que la tendencia a no terminar lo que comienzo vaya quedando atrás. Ya veremos.



Blogalaxia Tags: