lunes, 22 de marzo de 2010

El fin de los recuerdos


No me percaté de su presencia hasta que apagó la música. Volteé y estaba acomodándose en una silla frente al mesón de la cocina. No dije nada. Ella tampoco. Nada nuevo, pensé. Así había sido desde que descubrió las fotos: una competencia por ver quién hería más con su ausencia, con el silencio, con lo que fuera. Yo siempre ganaba, aunque no me enorgullezca de ello. Cuando comenzó a buscar algo en su bolso me volteé y seguí en lo mío: adobando el bife para la parrilla. Está loca si cree que le voy a seguir el juego viendo su numerito de fumadora depresiva, pensé. En eso me dijo: "voltea", y yo sonreí de saber que la había doblegado otra vez; de que tuvo que hablar para exigir atención. Comencé a silbar, sonriente. Luego escuché el disparo y sentí un calor intenso en la parte de atrás de la cabeza. Desde allí no recuerdo más.




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lunes, 1 de marzo de 2010

El escaparate de Polanski


El día que me enteré de que no me hablabas, lo único que me vino a la cabeza fue el escaparate de Polanski. Me dio risa —una risa nerviosa, lo acepto—, porque lo lógico hubiera sido pensar en algo más pertinente, no sé, como en el dinero que me debes por el artículo que publiqué en el panfleto que llamas revista, quizás. No me malinterpretes, es tu negocio y de verdad lo respeto, pero los dos sabemos que nunca será una revista; que tienes la ambición y la formación, pero no el talento; que desde el liceo resaltas la parte equivocada del libro, como en esos manuales de gerencia —que de seguro te has tragado— que aconsejan que te comportes como la persona que quieres ser (aunque no lo sepas) y por eso llevas años creyéndote quien no eres, incapaz de asumir que para ser empresario se requiere un capital que no tienes, que no es igual un puro que un tabaco y que decirle apartamento a tu habitación no la hace subir de estatus. Debí pensar, quizás, en las reuniones que compartiremos por nuestra mal habida afinidad; en los saludos hipócritas que tendremos que proferirnos —como manda la etiqueta que, aún invisible, te asfixia—, esos que a mí me ulceran el estómago pero a ti se te confunden con los reales; en las anécdotas de ciencia ficción con las que tus padres anegan cada silencio, pretendiendo alcanzar un subterfugio que justifique tu fracaso —que al mismo tiempo es el suyo— y que los haga inmunes a tu vampirismo, a esa condición de la que te aprovechas, cada día con menos vergüenza, para vivir la vida que anhelas. Pero no, en lugar de ello pensé en el escaparate de Polanski, en ese traste de madera podrida que los protagonistas de la película sacaron de la playa y luego arrastraron hasta su pueblo. Con el que caminaron a cuestas hasta que su peso los fue cansando, su hedor asfixiando y su tamaño hiriendo, convirtiéndose no en un mueble sino en un obstáculo para su vida. Me reí por las innegables semejanzas, por recordar que tú, desde hace años, llamas diplomacia a tu hipocresía, humor a tu racismo y entretenimiento a tu mitomanía, y porque yo —no sé por qué— te he llevado a cuestas aún cuando no me produces ni la más lejana simpatía. Entiende que entre todos los desenlaces posibles este es el mejor: con risas, porque los dos sabemos que es cuestión de tiempo para que coincidamos en otra tertulia, y como muestra de la buena fe en la que ninguno de los dos creemos, te obsequio estas líneas a manera de ventaja, para que al llegar a ese encuentro, aunque yo no sepa cómo me vas a ver, ni qué vas a pensar de mí, tú sí sepas lo que yo estaré pensando.




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