viernes, 25 de noviembre de 2011

La mecánica perfecta

¿Y si es verdad que el espejo tiene dos caras?”, se pregunta ante su propio reflejo. Luego tuerce los ojos como si tuviera estrabismo y saca la lengua. No aguanta mucho y vuelve a la normalidad. Se lava la cara y se lo acomoda para que no se den cuenta que lo tiene parado. “¿Y si se lo muestro?”, sonríe. Media botella antes hubiera orinado y salido en menos de tres minutos, pero ahora es mucho pedir. Su dilema es simple: no sabe qué decir, así que pondera plantarse ante ella, exhibirle su erección y esperar que ella o bien lo masturbe o bien se faje a chupárselo como mandan los cánones. Ante esta posibilidad estima imprescindible chequear los humores de su alter ego. Punto de inflexión: el alcohol suprime el gusto tanto como suprime el olfato, así que… tiempo perdido. Sale del baño y la mira a lo lejos, esta recostada en un sofá de la terraza. Camina y a cada paso suben sus pulsaciones y su respiración se hace más pesada. Diez pasos. Jadea. Se detiene. Se lo toca, y aunque le gustaría mirarla como lo hacía una hora antes sabe que ya no puede. Sigue caminando y el jadeo deviene en un bufido profundo, no es él, pero es su cuerpo; su atención atenta a la respiración de ella y al sutil subir y bajar de sus pechos; a la línea que dibuja su cuerpo hasta que su mirada se extravía entre sus piernas. “¿A qué le huele?”, sonríe. Voltea para asegurarse que nadie más le mira y baja en picada como un ave de rapiña hasta plantar su rostro a escasos centímetros de sus piernas depiladas. Mide con estrictas matemáticas sus movimientos a sabiendas que un resoplido impertinente podría despertarla. Se acerca con exagerada lentitud e intenta, por primera vez, hacerse de la esencia de ese cuerpo. No lo logra. Voltea. Sigue impune, así que intenta nuevamente en la coyuntura de ambas piernas. Nada. Con el índice levanta unos centímetros la tela del short y acerca su nariz con la mecánica perfecta. Tiene a la vista el diseño bordado de su ropa interior así que cierra los ojos e inhala como si de ello dependiera su vida y por un momento, sin tener claro si se trata del verdadero aroma de la chica o un producto viciado de su propia excitación, se deja caer hacia atrás estruendosamente, feliz, sonriente, y como una imagen nítida que poco a poco se difumina, ve la expresión de sorpresa en el rostro de ella mientras va entrando en la oscuridad. “¿Chicho que te pasa?”, dice Vyn, pero él ya no escucha más.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cambiar


Las cosas se van estancando en la comodidad, en mi comodidad, en el bostezo que es síntoma inequívoco de la pereza de seguir. Es mi culpa, lo sé. Lo extraño –para los demás— es que nunca lo he negado y el presente no es más que el resultado de una operación matemática perfecta, insoslayable, “las matemáticas no fallan”, ¿no?, entonces por qué fingir la expresión de sorpresa y errar andando por el camino de la manipulación, por el camino maldito que lleva al lugar donde me siento más cómodo, a mi casa, al espacio donde el arte más preciado es ignorar al otro y yo soy, por mucho, el virtuoso entre los virtuosos. ¿Un consejo?, no, una reflexión: el grosor del trago no es proporcional a la estrechez de la garganta sino al momento justo en que se asume la pérdida de tiempo; instante vil de desazón intensa, de lucidez insoportable que aniquila los cuerpos alimentados con mentiras piadosas, sedientos de sueños utópicos de cambio, de un cambio que no ocurre, que no se vislumbra, que no pasará.  



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