viernes, 29 de diciembre de 2017

... el augurio de una vida rutinaria

Su ausencia en el día acordado, a la hora que propuso, debió encender las alarmas premonitorias del desastre, pero no ocurrió. Soy terco. No, soy demasiado orgulloso. Además, en el afán de aceptar mis defectos le he construido un altar a mi adicción por los imposibles, a esos triunfos nimios, parciales, secretos, que cuando han salido a la luz me han traído toda clase de problemas. Para algunos, soy la personificación del egoísmo. Para mí, en cambio, es un asunto de supervivencia: la conformidad me mata y el augurio de una vida rutinaria me lleva a trazar nuevos caminos. Dos días después estaba conduciendo por San Bernardino, buscando un edificio sin nombre, con la fachada idéntica a todas las demás, al frente de una panadería clandestina. Las calles sucias contrastaban con el brillo de mi felicidad. Quizás nadie lo entienda, pero después de esperar cuatro años por esas indicaciones el tiempo que me tomara encontrarla sería lo de menos. Y allí estaba, ante esa persona minúscula que en realidad no conozco, que me sonreía como sosteniendo un cartel con la frase “es imposible”, incapaz de disuadirme, mientras un brote de malas ideas me afloraba entre el tríceps y el meñique (no sé por qué allí), y en una fracción de segundo me imaginé el dialogo perfecto que no ocurrió, que en realidad no hacía falta, porque justo en ese momento —y solo por ese momento— el mundo desapareció en un abrazo, tal como ocurrió aquella vez en la Plaza Altamira, o como la otra, en el Parque del Este, un déjà vu de caminos truncados que han quedado atrás ante una nueva posibilidad. Todo fue breve. Podría decir que todo duró el tiempo justo, pero en realidad, todo me pareció breve. Conduje de vuelta a casa pensando en los prejuicios sobre el destino de las malas ideas. Me tomé un café estancado en la definición de imposible. Dormí calculando la posibilidad de alargar momentos. Soñé con ella.