Enciendo un cigarro y tomo una bocanada larga y espesa. Le echo el humo
al café y tomo un sorbito porque creo que esta caliente. Esta tibio. Tomo un
sorbo más grande y me quedo absorto en el tráfico y en la gente que pasa, como
lo hacían esos tipos con traje de poliéster que veía frente a los ministerios
cuando era niño. Me parecían unos flojos-perdedores-funcionarios-públicos.
Ahora soy yo quien trabaja en un ministerio (pero no me ha ido tan mal, por lo
menos he podido comprarme varias chaquetas de pana y algunos zapatos italianos)
y salgo a fumar y a tomar café en horario de oficina. Lo entendí: por más que
luches el sistema te gana, te arrolla, te da tanto que terminas sin ánimo de
hacer nada extraordinario. Te rindes y te pesa en el alma admitir que te rindes,
así que como todo da igual simplemente te tomas un brake, bajas, fumas, te
rascas la barba, tomas café, buceas a las mensajeras (si fuera más lanzado
hasta les hablaría, pero me da pena) y después regresas a sobrevivir. Esa es
una forma de interpretarlo. La otra forma es que el sistema no te gana ni te
arrolla, tú luchas y vas llevando el asunto tan bien como puedes, hasta que te
empiezan a joder los que no tienen nada que ver con tu trabajo. Entonces en
lugar de salir de la oficina para descansar de los problemas, te encuentras con
unos rollos inmensos, con gente que no tiene más nada que hacer con su vida y
se dedica a joder por entretenimiento (se destacan en ello), y allí comienza la
sensación de que vas capeando un temporal, sacas y sacas el agua para no
hundirte pero tampoco deja de llover. En medio de ese diluvio te provoca un
whisky y un cigarro en un local donde pongan jazz, pero el sueldo no te lo
permite (además que aquí no se escucha jazz y en los locales no se puede fumar).
También te provoca tirarte salvajemente a una tipa, ponerle una mascara, darle
cachetadas y halarle el cabello al momento de acabar, pero la sumisa que lo
permite es la misma que no hace nada con su vida y jode por entretenimiento (se
destaca en eso), así que comienzas a dudar sobre qué es exactamente lo que vale
la pena. Entiéndase que sólo se “comienza” a dudar, porque para algunas
personas el deseo esta por encima de todo (incluso de una duda consolidada) y
terminan tranzando aún contra sus principios —en el caso que los tuvieran—,
fornican, pegan, ponen mascaras, fuman y se calan su peo. Al día siguiente
llegas con menos de la mitad de la energía a la oficina y la lucha contra el
sistema sigue pero se relativiza, se emprende con menos ánimos y sin pronostico
de victoria, por eso a media mañana mandas todo a la chucha y bajas a fumar y a
tomar café, te rascas la barba (y las bolas) y te quedas absorto en el tráfico
y en la gente; te buceas a las mensajeras y si no fueras tan penoso también les
hablarías; sí, quizás también les hablarías.
domingo, 27 de octubre de 2013
martes, 8 de octubre de 2013
Zamuro
Comencé a personalizar mi oficina el
mismo día que me la entregaron. Dos días después empecé a llevarme las cosas de
vuelta a casa. Así está el país, a nadie le sorprende (y menos a mí). Sigo
aquí, pero con la sensación de que estoy jugando la prórroga (eso tampoco es
nuevo). Ese día, cuando estaba metiendo mi libro de Mir Puig en un bolso con
camuflaje militar, un zamuro se posó en el balcón de mi oficina. Me quedé
petrificado por unos instantes mientras lo veía y él me veía con la cabeza de
medio lado, como miran los pájaros. Saqué lentamente (no sé por qué tan lento)
mi celular y le tomé varias fotos. Luego comencé a acercarme despacito, casi
como reptando, y a cada paso que daba el pajarraco hacía el amago de echarse a
volar. No lo hizo. Nos miramos de nuevo con mutua desconfianza, separados solo
por el cristal de la ventana, cuando repentinamente desplegó sus alas negras
que semejaban la túnica de la muerte pero no voló. Le tomé otra foto y luego,
como si se hubiera acostumbrado a mi presencia, bajó la cabeza y comenzó a
masticar una hoja seca de la planta que dejó mi predecesor. En ese momento no
era un temido pájaro de mal agüero ni el portador de un mal augurio; no era un
consumidor furtivo de cadáveres; no era más que otro pájaro masticando una hoja
como lo podría hacer un loro o una guacamaya. El día siguiente fue sábado y fui
a trabajar en la tarde. Antes de subir compré una hamburguesa que me comí
viendo hacia la ventana. Cuando sólo quedaba un pedacito se me ocurrió dejarlo
en el balcón por si acaso volvía el zamuro. Quien sabe… quizás y funcionan
igual que los gatos: viven en la calle pero les pones comida y lo recuerdan.
Vienen, comen, los ves y se van. Simple. Sonreí imaginándome el momento en que
mi sucesor este contento poniendo la oficina a su gusto y le llegue un zamuro
hambriento a posarse en su balcón. Sublime. Le dejé el pedazo de hamburguesa,
varias papas y me puse a trabajar.
sábado, 31 de agosto de 2013
El adjetivo correcto
Entre tú y yo sólo
tengo una ventaja: la capacidad de encajar las grandes derrotas. Esto no se
relaciona con el pesimismo sino con la certeza lógica de que el mundo no se
acaba. Seguimos. Los peores momentos no te matan. Tampoco se trata de ser
positivo. Quizás por eso sigo aquí imaginando mi exilio y tú sigues en el
exilio extrañando Caracas. Y decir que nunca estuvimos cerca es tan errado como
negar el momento exacto en que nos vimos, como quedarme callado cuando me
preguntan por qué escribo o darle un dejo de razón a tu partida. Dejo. Razón.
Partida. Nunca dudaste que fuera lo correcto, pero tampoco escuchaste cuando te
advertí acerca del peso de hacer lo que se debe. Hoy te aplaudo desde la
inmoralidad que rechazaste, convencido de que los dos estamos en el lugar
correcto. El mundo no se acaba. Seguimos. Sin importar cuantas veces se me
paralizó el cuerpo al recibir un mensaje tuyo, las líneas que me regalabas cual
limosna y que yo atesoré con grandilocuencia; complicidad fugaz traducida en
momentos nimios en los que contuve la respiración, como el día que te
despediste y llovía, y a mí me pareció que era un cliché pero no quería que
escampara. Cosas así. Retazos. Trozos que se unen gracias a un punto de sutura.
La canción de Charly o tus manos sirviéndome un whisky. Tus cuentos del Paris
que no conocía. La eterna búsqueda del adjetivo correcto como parte de mis
cálculos para besarte. Cuanto me ha servido reducirlo todo a personajes;
personajes que toman impulso para atreverse a romper el molde, que son capaces
de viajar a buscar la respuesta a una pregunta que no pueden formular. Y llegan,
y caminan de noche por Caballito con un nudo en la garganta, estirando la
sonrisa hasta donde no da más con tal de que no se les escape por la hendidura
de la boca una patita de la angustia que albergan; que amagan gestos que se
quedan suspendidos en una dimensión sin tiempo; que dejan pasar las horas
sonriendo porque temen que al cambiar el tema se termine la magia del
reencuentro y estiran el dedo meñique para rozar una mano, tu mano, igual como
ocurría en la lancha de Morrocoy o en las caminatas por el Parque del Este. Pero
qué hubiera pasado, es una de las preguntas. Qué hubiera cambiado, es la otra.
No se sabe, pero la duda ya no pesa o pesa lo mismo de siempre y nos acostumbramos.
Obra del tiempo. Justo. Ni bendito ni maldito. Reduccionista. Lo suficiente
para rebajarte al nivel de un recuerdo, al de una dirección de correo
electrónico de la que no recibo ni cadenas. Esperanzas trasformadas en
anécdotas que llegan como un flash de cámara entre el humo del tabaco y los
hielos derretidos de mi whisky las noches que escucho a Charly o cuando veo
muebles verdes y mujeres con traje de baño azul. Seguimos, pero ya no me
angustia conseguir el adjetivo correcto para besar a nadie. Los peores momentos
no te matan
lunes, 26 de agosto de 2013
Concesiones
La última vez
fueron catorce minutos. Los conté con el reloj digital Casio que no me quito
nipa. En esos catorce minutos chateé con Pupi y cuadramos almorzar al día
siguiente; recordé el cuento de Fanny fornicando con el profesor de criminalística
y traté de escribirle, pero la borré de mi lista de contactos hace tiempo, así
que terminé mi burrito y me quedé mirando a Yaldhemis que también chateaba. Por
un instante me pareció irreal: me deja metérselo en la boca pero no me habla,
algo tipo “memorias de mis putas tristes”, pero peor, porque no hay realismo
mágico que lo justifique. Luego caí en cuenta que en esta época meterle el
chorizo en la boca a alguien está sobrevalorado, tanto Fanny como Yaldhemis se
habían metido ocho (cada una) entre los quince y los diecinueve, así que era
muy probable que esta última —al igual que yo— estuviera cuadrando su próxima
víctima vía Blackberry messenger. “¿Te gustó?”, pregunté finalmente. Ella
asintió con la cabeza sin dejar su celular. Tomé un sorbo de mi té y me puse
“manipulador mode ON” con un discurso acerca de la comunicación y la
importancia que tiene “conversar” para “la pareja” (esto no sé muy bien por qué
lo enfoqué así, porque no somos pareja). El punto es que Yaldhemis dejó el
celular y se quedó mirándome como un gato. Pasaron unos dos minutos incómodos y
me preguntó: “¿te puedo decir algo?”. Me encogí de hombros. “No me vas a
creer”, me dijo. Yo le aseguré que sí (cosa que no hubiera hecho de haberme
imaginado lo que finalmente me soltó). “Vi un ovni”, sentenció. Yo puse la cara
más neutra que pude, pero no soy bueno con las caras neutras. “Sabía que no me
ibas a creer”. Luego vino un intercambio tan irracional como lo dicho, en el
cual ella se resistía a contarme y yo insistía en que lo hiciera. “Vi un ovni
hace tres meses. Estaba en la ventana de mi cuarto y una luz verde se detuvo
sobre la casa de al frente, se quedó suspendida unos instantes y luego se elevó
lentamente hasta que desapareció”. Hice tres preguntas: 1.- ¿estabas ebria?;
2.- ¿acababas de consumir algún medicamento?; 3.- ¿hay algún antecedente de
enfermedad mental en tu familia?. Respondió negativamente a las tres, pero la
última le molestó (lo sé porque me volvió a lanzar su mirada de gato). En ese
instante me pasaron varias cosas por la mente, como un flash: mi título de
Letras, mi tesis, el método científico, el primer capítulo de mi novela. Desvié
la mirada, me tomé una píldora de Viagra y le dije que nos íbamos. “¿Para
dónde?”, se sorprendió. “`Para el Dallas”, le respondí con el ticket de
estacionamiento en la mano. “¿Pero me creíste?”; “claro”, asentí, pensado lo
difícil que es conseguir a alguien de 19 años con las extraordinarias
habilidades mamatorias de Yaldhemis y lo cerca que estuve de dañarlo todo por
andar de maricón-escrupuloso. A estas alturas uno tiene que relajarse y estar
dispuesto a hacer algunas concesiones. Si la pana no habla pues qué coño, algún
detallito tenía que tener. Plomo y pa´dentro.
sábado, 20 de abril de 2013
Bolas de feng shui
Los de seguridad
se acercaron al ver a un tipo de metro ochenta jugando con sus bolas como si
fueran unas esferas relajantes de feng shui. Les molestó particularmente que el
sujeto se mantuviera imperturbable ante su presencia (a los guachimanes se les
para cada vez que alguien les demuestra respeto). “Por favor caballero…”, dijo
uno de ellos, haciendo un gesto con la mano. Karol le sonrió y siguió
masajeando circularmente su escroto. El segundo vigilante, que portaba una
plaquita que decía Urbina, usó su radio: “Aquí Alfa 9, cambio, 72 en proceso,
pasillo 4, piso 5, cambio” (el uso de la radio para pedir refuerzos, así sea
innecesario, es una actividad similar a la masturbación en el bajo mundo de los
vigilantes). “¿72?, cambio”, respondió algún otro guachimán. “Positivo, Alfa,
indique su número cambio”, replicó Urbina. “Joven, por favor…”, insistía el
primer vigilante. Karol se masajeaba con más fuerza las bolas. “Central, aquí Alfa
9 pidiendo autorización para aplicar procedimiento disuasivo no letal, cambio,
el 72 continua en proceso, indique”, dijo Urbina, pero nadie le respondió. El
primer vigilante, ya con un tono de nerviosismo, se dirigió a su compañero: “¿coño
Urbina, qué vamos a hacer?, este carajo se va a pajear aquí”. Pero Urbina es un
respetuoso del “Manual de Procedimiento para el personal de seguridad y acompañamiento
del centro comercial”. “No tenemos autorización para actuar, Alfa 2”, le
respondió finalmente. “¿Entonces lo vamos a dejar que se haga la paja?”. A
todas estas Karol ya estaba recostado de una baranda manoseándose
placenteramente las bolas y algunas personas se habían detenido a observar lo
que ocurría, entre ellos un adolescente que filmaba la escena con su teléfono
celular. Urbina sacó su Taser X26 y apuntó a Karol: “suéltate las bolas o te
voy a electrocutar, muchacho marico” (esto es lo que diferencia a un verdadero
policía de un guachimán, el policía ya le hubiera disparado). En eso intervino
alguien: “¿qué pasa aquí, chique?”, dijo con autoridad, “¿tú te vorviste loco
es la vaina?”, le dijo a Urbina, “baja esa pinga si no quieres meterte en un
rolo´peo”. El primer vigilante se llevó la mano a la cintura (para nada, porque
no tenía ni un palito de gancho de ropa). “Ah verga, chique, ¿tú también?”, le
dijo Er Chike, que llevaba puesta una vicera y una camiseta Nike. “Mire mijo,
este muchacho…”, refiriéndose a Karol, “es el currutaco enfermito de un chivo,
azi que como se lez ocurra tocarlo…”, se quedó pensando pero no encontró ningún
oficio que fuera más bajo que el de guachimán al cual pudieran degradar a los
dos vigilantes. “Pero está incurriendo en actos indecentes a la vista de todos”,
replicó Urbina. Todos voltearon a ver a Karol que estaba tocándose rítmicamente
el escroto con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás. “Eze ahorita se
canza, chique… pero si quieren meterze con él… yo ya los advertí”, dijo y se
fue a hacer la cola en Subway. Los dos vigilantes se miraron entre sí. “¿El
procedimiento qué?, cambio”, dijo alguien de la central por el radio de los
guachimanes. “De qué quieres tú la vergaja esta?”, preguntó Er Chike en voz
alta. Karol, como si hubiera regresado de otro mundo se soltó las bolas y se
acercó hasta la cola de Subway. “El mío de hígado con queso”, dijo y se le
quedó viendo a Urbina que guardó su radio y le hizo un gesto al primer
vigilante para irse de allí. “Pinga´e coñazo que te diste tú, chique…”,
respondió Er Chike, “habrase visto semejante jodía… hígado con queso…”.
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