domingo, 30 de enero de 2011

De cosas como mantenerse o trascender

—¡Dame duro! —prescribió ella con la misma autoridad de su cargo, mientras la pequeña cabina se sacudía violentamente, exagerando, por mucho, el decreciente transcurrir de los golpes de cadera que se suscitaban en su interior. De cuando en cuando, el dolor de su rodilla derecha la hacía jadear ruidosamente, lo cual, si bien estimulaba los bríos reproductivos del macho, no conseguía que aumentara la intensidad de su embestida. En su defensa debemos aclarar que lo suyo no era un problema mecánico —aunque la disnea no lo ayudaba— sino mental, relativo, específicamente, al análisis y selección de opciones: podía, por un lado, ceder a la petición de su compañera y arremeter febrilmente contra ella, pero, para lograrlo debía, primero, relajar su músculo anal y dejar salir el flato vinícola que mantenía prisionero. Contrariamente —y es lo que llevaba unos tres minutos haciendo—, podía mantener un rendimiento “regular” en la cópula sin arriesgarse, entre otras cosas, a exponer los extraños orígenes de sus hedores internos. Las luces de la estación terminal ya estaban a la vista y no había chance para más dubitaciones, así que eligió. Seis minutos después, en el estacionamiento, ella se acomodó por enésima vez el pantalón, estiró una sonrisa, encendió un cigarro y se despidió de él con un profuso beso en la boca. Nunca más se vieron.


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lunes, 17 de enero de 2011

La rebelión de las focas


La semana pasada leí un artículo de opinión en El Universal y, por primera vez, hice un comentario en su plataforma on line. El resultado: El Universal me censuró. Ojo, yo no dije nada malo, ni usé ninguna palabra que no estuviera en el DRAE, y de hecho, me atreví a comentar únicamente porque conozco a Pablito desde hace 10 años y me causó gracia que una persona, abiertamente parcializada, escribiera en un periódico de circulación nacional (que además no se corresponde con su ideología política) exigiendo objetividad en el trato de un asunto noticioso.


A Pablito le molestó que los medios de comunicación que tanto crítica (por desestabilizadores y contrarrevolucionarios) y el Imperio (que está a punto de invadirnos, pero sin embargo nos mantiene con los dolaritos del intercambio petrolero) hubieran osado resaltar la “honorabilidad democrática” de Carlos Andrés Pérez al momento de informar sobre su muerte, dejando de lado las innumerables investigaciones que tenía abiertas por violación de los derechos humanos.

Claro, yo concuerdo con Pablito en que el Gocho dista de ser un prócer de nuestro país, lo que no comprendo es la incongruencia de rasgarse las vestiduras por los derechos humanos cuando se es parte activa de ese culto cuasi-religioso (cursi por demás) a la figura del Che Guevara, un vulgar asesino amparado por una ideología política que ha fracasado en todo el mundo.

Una persona que de verdad crea en los derechos humanos (no que se limite a vivir de ellos) no podría estar —como estuvo Pablito durante el aniversario de la PNB— sentado, con los cachetitos rojos (y los esfínteres dilatados [esta fue la frase que puse en el comentario de El Universal]) aplaudiendo como una foca a alguien que ha gobernado durante doce años con todos los recursos económicos y “legales” a su disposición y, sin embargo, no ha detenido la masacre de la que somos víctimas nosotros, el pueblo.

Por último, después de leer el artículo, le comenté a Pablito por Facebook que se la estaba comiendo y fue tan grosero de responderme descalificándome (¿les parece conocido?). Ahora menos comprendo por qué cree que tiene la majestad moral para escribir las cosas que escribe. Venga, que jala bolas hay muchos, pero que de paso sean cara dura… es como demasiado.

(No te molestes camarada, no es personal, yo no tengo la culpa de tus incongruencias. Si fueras otra persona te mandaría un abrazo sincero, pero como eres tu te mando, además del abrazo, un saludo patriótico, socialista y revolucionario. ¡Patria Socialista o Muerte! ¡Venceremos, Carajo!!!! jajajajajajajajajajajajajajajajaja)

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miércoles, 12 de enero de 2011

Murphy

Hay quienes dicen que Edward Murphy Jr. no era un sabio (yo estoy entre esos “quienes”) sino un pesimista con sentido del humor.

El enunciado de su filosofía es: lo que pueda salir mal, saldrá mal. ¿Lo que pueda salir mal? Bueno, ese día fue una oda a “lo que pueda salir mal”. Ese día, esa mañana caliente, el momento en que entré, el instante en que contuve la respiración, y el azul y el verde, y la palabra, y las palabras, y sí, todo podía salir mal y, de hecho, así fue.

¿Pudo ser peor? Quizás. Es decir, no sé como, pero sí. De allí en adelante —y remarco que ese “allí” coincidió con el inicio de otra cosa que sí podía tener un final feliz pero tampoco lo tuvo— todo se convirtió en un gran remiendo, en una búsqueda desperada de excusas, en un propiciar encuentros rebuscados que parecieran casuales, en un esquivar sospechas; y fue entonces cuando comencé a tener otra serie de sueños recurrentes, unos en los que me paraba en el borde de una piscina y lanzaba un salvavidas para alguien que se ahogaba, pero por esas realidades inconexas de los sueños, resulta que la piscina estaba vacía y el que se ahogaba era yo.

Luego, anduve un tiempo como un banco de arena caprichoso, como esos que se ven cuando esta bajo el Orinoco (también se ven a veces en el Guaire, pero no son de arena) buscando marcar distancias con una orilla para tender puentes con la otra, ¿pero a quién coño se le ocurriría construir un puente sobre un banco de arena? La respuesta es obvia —amargamente obvia—, y quizás por eso me reventaba tanto cuando le decía algo a la tarada de aquí y ella me respondía: “obvio”. Que se pudra.

Después vino su exilio y los filtros del face, el abuso de los mensajes privados, el teléfono, la carta que no sale, dos cuentos sin final como un preludio que pregunta hasta cuando, y yo respondo que son patadas de ahogado, artilugios temporales que nacieron muertos. Es mi tiempo. Espero. Leo. Veo su metarmofosis en una foto. En esencia es lo mismo (en esencia). ¿Al final, qué sabe Murphy? ¿Pudo ser peor? (No lo creo).



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martes, 4 de enero de 2011

In memoriam

En las festividades de fin de año hubo demasiados muertos para mi gusto. No me refiero a los noventa y uno que, según cifras extraoficiales, ingresaron a la morgue de Bello Monte, sino a dos: mi tío y mi secretaria.

Lo de mi tío era de esperarse, llegar a los 93 años como una lechuga es poco menos que una quimera. Lo bueno es que vivió. Conoció el mundo, fue preso cuando Gómez, sufrió a Pérez Jiménez y celebró cuando Betancourt. Navegó; cumplió su sueño de conocer Jerusalén y vivía a sus anchas, caminando y hablando con sus loras en su apartamento de Parque Central. Lo único reprochable –y no a él— es que el trámite se le haya prolongado tanto, casi un mes, siendo la última semana tan miserablemente larga. Siempre voy a recordar su figura alargada tomando café en un taburete entre la cocina y la terraza de mi casa. Era su lugar favorito cuando nos visitaba, no sé por qué.

El 23 de diciembre lo vi por última vez. Le dije que la próxima vez quería verlo caminando y el asintió con una sonrisa. Los dos sabíamos que no habría una próxima visita. Descansó el primero de enero, temprano en la mañana.

Lo de mi secretaria fue distinto. Un ACV hemorrágico la fulminó el treinta de diciembre probablemente comprando lo que le faltaba para celebrar el fin de año. Hablé con su novia en la tarde y me dijo que su situación era grave, pero que esperaba que se recuperara porque era una mujer fuerte y fue atendida rápidamente en la clínica.

El 31 a las siete de la noche la desconectaron de las maquinas. No tenía posibilidades, según dijeron los médicos. Tenía 45 años y no llegó a fastidiarme por la eliminación del Magallanes qué es lo que seguro haría el primer día de trabajo de enero en la oficina.

No la voy a extrañar como secretaria, pero me da full paja una muerte así: repentina y de una persona joven. Me da paja también con su hijo que ya andaba medio perdido y estoy seguro que con que esto no va a mejorar.

Equis. La vida continúa.



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AC


En diciembre me regalaron “El cuento de mi vida” de Andrés Caicedo. Son cuatro relatos sacados de sus diarios y dos cartas escritas el día de su muerte, de las cuales, la última es particularmente angustiosa. Su talento descriptivo era innegable.


Desde que cerré el libro me entraron ganas de leer “Que viva la música”, la única novela que escribió, pero voy a esperar un poco; leer a Caicedo te pone de un estado de ánimo raro, te provoca pasarte el día escribiendo y viendo películas y después mandarle cartas a cierta gente diciéndoles que dejen de esperar pendejadas de ti. Efectos de la lectura, imagino. Pero ¿qué es eso que cierta gente espera? Y ¿por qué lo tienen que esperar?, es decir, si uno quiere algo lo hace y ya, pero no se pone a esperar a que los demás lo hagan, eso es un facilismo absurdo y un atajo a la decepción que te vuelve doblemente frustrado: primero por no haberlo logrado y luego por quedarte esperando que otro lo haga sólo para proyectarte en él. Mierda.

El que esté esperando vainas de mi es mejor que se ponga a hacer otra cosa. No estoy por satisfacerlo.

Ahora, voy a mandar unos e-mails y a leer Lolita hasta que se me pase.


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lunes, 3 de enero de 2011

El arte de ignorar


De un tiempo para acá me ha dado por desaparecer (no se confunda esto con ideas suicidas, que no las tengo).


Recuerdo que todo comenzó a mediados del 2000, cuando mi papá me regaló un identificador de llamadas. Desde entonces, he venido contestando menos y menos el teléfono, hasta que, en la actualidad, nunca lo hago, ni siquiera cuando me interesa hablar con la persona que llama. Hay cosas que, por odiosas que parezcan, terminan convirtiéndose en hábitos.

En lo que al correo electrónico se refiere, de considerarlo un instrumento indispensable para estar en contacto con mis panas (mandarles chistes, cadenas, invitaciones, saludos, etc.), lo he relegado a la categoría de instrumento corporativo: sólo lo uso para enviar alguno que otro comentario a los clientes que no se pueden comunicar con mi jefe (que es un verdadero grandeliga en lo que a ignorar se refiere). Claro, hay excepciones; sino cómo se vive.

No escribo una carta desde 1995, cuando le escribí al tío Nano en Santiago. La correspondencia tardó tres meses en llegar y no creo que haya valido la pena tanta espera.

En lo que a relaciones interpersonales se refiere, el asunto, aunque parezca complicado, es bastante sencillo. Se puede resolver por porcentajes: de los compañeros de primaria se deja de tratar al noventa y nueve por ciento. ¿Quién puede andar, de grande, con gente que se hacía pupú en los pupitres? (por dar un ejemplo). Del bachillerato, basta con salir del noventa y cinco por ciento. Claro, mi caso es particular, porque estudié en la provincia y nunca me adapté la mentalidad campestre de esa gente. Además, el bachillerato coincide con la adolescencia, la etapa más bizarra del desarrollo de la persona. No me voy a extender. De la universidad es menester guillotinar al menos al ochenta y cinco por ciento de los compañeros. Esto también obedece a mi experiencia. Más o menos ese porcentaje de mi promoción está conformado por gente pusilánime y sin talento que, como estudiante, no tenía objeciones morales con aplastarte y como abogado, menos. El quince por ciento restante no está conformado por amigos (aunque siempre se cuela alguno), sino por gente que tiene un vestigio de talento y algo de simpatía, con los que todavía se puede hablar un par de veces al año.

Teniendo claro los porcentajes, lo demás es fácil: en caso de un encuentro fortuito, bastará cruzar la calle (o el pasillo, si es en un centro comercial); usar alguna bolsa o carpeta para evitar ser reconocido; fingir una llamada de celular en caso de que el contacto sea inminente; regresar sobre los propios pasos; entrar a una tienda; no sé, las opciones son infinitas.

Hay que tener presente que lo normal es que la gente a la que no vemos desde que usábamos la camisa blanca, o desde que nos creíamos magistrados en los pasillos de la Católica, no nos importa un cuerno, así que ese dialogo empalagoso del cómo estás, en qué andas, te casaste, no es una muestra de diplomacia sino una vulgar pérdida de tiempo.

En fin, ignorar es un arte, hay que hacerlo durante años para que salga natural, para que la gente lo note pero no lo confunda con un ataque repentino de antipatía sin fundamento. Cuando se ignora bien, la gente ya ni te cree antipático, te desembarazas de conversaciones estériles y te queda tiempo para dedicarle a los que realmente te importan.



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Medidas de sobrevivencia

Es probable que me haya visto al llegar. Que se escondiera mientras pasaba a su lado para dejar mi bolso; me escuchara orinando y, después del almuerzo, se comiera una miga de mi pan sueco. Quién sabe. El hecho es que, cuando se dejó ver, trastocó el resto de la noche: primero, Gusi corrió a encerrarse en su cuarto, desde donde confesó que el animal le ocasionaba un irreprimible pánico. Seguidamente, los perros de la casa fueron encerrados, evitando así que se enzarzaran en una pelea a garra y colmillo con la bestia. Por último, me fui a mi cuarto, que era justo al lado del lugar donde se produjo el último avistamiento de la criatura. Está de más decir que estaba asustado.

Como primera medida de sobrevivencia trabé la puerta. Esto no tardó en parecerme exagerado, porque el animal, aún alcanzando la manilla, no hubiera podido girarla. Luego puse periódico en la rendija que quedaba entre el suelo y la puerta y subí todas mis cosas al lugar más alto que encontré: la cama. Me acosté sin tomar agua –para no tener que salir a orinar—, me arropé con todo lo que tenía, puse al máximo el volumen de mi Ipod y recé porque los dueños de la casa cazaran al monstruo en la mañana.

Nada funcionó.

Tuve que salir a orinar apenas dos horas después de haberme apertrechado. Al regresar a mi guarida sentí una devastadora sed –como esas que dan el día después de haberse tomado todo el vino del mundo, aunque no fue el caso, porque el día anterior sólo me tomé dos cervezas— y tuve que ir hasta la cocina por agua. Fue la peor noche.

A las 4:45, después de ciento sesenta y nueve canciones, pude dormir.

A las 6:00 me despertaron los ruidos de la poderosa cagada que Luis estaba dejando en el baño de al lado de mi cuarto, y a todas estas, no sabía si los dueños de la casa habían logrado matar al ratón.


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