lunes, 28 de febrero de 2011

Aquél día en el Ávila


¿Tú recuerdas la vez en el cortafuegos? Yo sí. Bueno, eso creo. Era febrero. Ese día hizo sol y subimos por San Bernardino. Nos reímos un mundo. ¿Recuerdas que siempre nos reíamos? No te creas, eso no es todo lo que recuerdo, pero es bastante parecido: las generalidades. Sabes que me habían dicho que esto pasaba, que era normal llenar con la imaginación los vacíos de la memoria, ¿chimbo, verdad?, además que nunca creí que me pasaría a mí. Fíjate, te doy un ejemplo: recuerdo que ese día llevabas unos zapatos adidas blancos con sus tres rayas de colores; que te fastidié un rato diciéndote que parecían zapatos de los años ochentas y tú te reíste porque —según tú— y que no habías nacido cuando eso. Bueno, nunca olvidaré ese instante (y menos tu risa, lo sabes), pero no recuerdo el color de las tres rayas. Creo que eran azul oscuro, pero podrían ser negras o grises también (por favor no creas que me he vuelto maniático, no es así). La verdad es que en condiciones normales ese detalle no me importaría. Si llegara a mi casa y allí estuvieran tus zapatos en un rincón, como castigados, y pudiera ver el color de las rayas, seguro que ni lo haría. Es tan típico...

El otro ejemplo es tu cara. Recuerdo los hoyitos que se te hacían cuando te reías y que podía cerrar los ojos y saber el lugar exacto de tus pecas; que podía ubicarlas en la oscuridad, en la distancia, en el tiempo. Ya no puedo, así que recurro a la foto que te tomé en Reforma, en nuestro encuentro forzado, la veo un rato y, como un artilugio, regresa a mí la habilidad de dibujarte y simplemente lo hago. Conservo esa imagen todo cuanto puedo a sabiendas que comenzará a borrarse, a diluirse en generalidades como aquél día en el Ávila, que fue soleado, que fue en febrero.




Blogalaxia Tags:

sábado, 26 de febrero de 2011

Masoquismo, hipocresia o amnesia...

Es un hecho que cada vez que entro (de último, para que quede claro) a una nueva tecnología, caigo en la cochina trampa de los reencontradores de oficio. Me pasó en MSN, me pasó en Facebook y anoche en el Blackberry.

Los reencontradores son gente que sufre de trastornos psíquicos severos; o padecen de amnesia o son masoquistas. Individuos que están a un nivel de hipocresía que da asco, pero que al mismo tiempo y de alguna forma (como la mosca va a la bosta, diría Horacio Blanco) se terminan agrupando.

Al penúltimo reencuentro al que no asistí fue al de mi promoción de bachillerato. Mis razones las resumo así: los organizadores eran unos idiotas cuando nos graduamos y no creo que hayan evolucionado. Por el contrario, dado el calor de Valencia, estoy seguro que en la actualidad son más idiotas (por aquello de que se funden las neuronas). Luego, la poca gente de aquellos años por la que todavía siento aprecio va menguando (ya los cuento con los dedos de una mano), y aunque no los vea periódicamente siempre me las arreglo para saber de ellos. Por último, todos los demás siempre me parecieron unos campurusos con ínfulas de gente que estaban condenados a reproducirse entre ellos mismos para no contaminar con sus genes a la verdadera civilización. Entonces, de pana, ¿para qué hubiera querido reencontrarlos?. Justamente mi intención siempre ha sido no volverlos a ver (y hasta ahora he tenido bastante éxito).

Como era de esperarse, un impulso morboso me llevó a ver las fotos del reencuentro y la verdad es que todo estaba como me lo esperaba: eran los mismos campurusos más gordos y con crías. La gente que hubiera querido ver, que eran los únicos que no calaban en ese patrón, no asistieron.

Ahora, debo confesar que anoche cai en una trampa semántica de lo más vulgar. Me invitaron a un grupo de Blackberry llamado “amigos UCAB” y no sé por qué, asumí que sólo estarían mis amigos de la UCAB (que a estas alturas son menos que los de Valencia) y no fue así. Estaban sí varios compañeros de promoción quienes no fueron en aquellos años, ni lo son ahora, mis amigos. Fue grato encontrar a algunas personas a quienes invité inmediatamente al Messenger, pero hasta ahí. La posibilidad del reencuentro, en lo que a mi respecta, está de más. No quiero decir con esto que me oponga, pero es que a la gente que me importa no la he dejado de ver en estos nueve años. A los demás, seamos sensatos, podría no verlos por el resto de la vida y no pasaría nada.

Ese grupo no fue ni unido ni solidario. De hecho, nunca fue un grupo, sino un conglomerado de tribus que compartíamos, durante seis horas, un mismo espacio. Darle un cariz sentimental a eso, tantos años después, me resulta absurdo, producto de la amnesia o de una desmedida hipocresía.

Esto que no se tome a mal. Espero que a todos les vaya bien y ya. Cero dramas.



Blogalaxia Tags:

La ciega que viste sabanas

Hace dos años, cuando el Juicio de la Escuela Canaima, se me ocurrió, como una novedad irreverente, concluir pidiendo a la jueza que decidiera en base al sentido común y no a la justicia. Fue como una travesura nerd y una autoafirmación de que el que llevaba las riendas del caso era yo y nadie más que yo. Una vulgar niñería innecesaria, para decirlo en cristiano. Pero si somos sensatos (cosa difícil), aquello no fue más que la manifestación de algo que tenía adentro desde hacía mucho y no había tenido la oportunidad –ni la libertad— de decir: la justicia no es una cosa de hombres. Somos, por naturaleza, seres demasiado corruptos para albergar un valor tan desinteresado. Las imperfecciones nos condenan. Por eso, desde siempre, a quien presume de justo lo trato de acomplejado (hay que serlo para atribuirse una virtud que sólo es dada a los dioses) y a los colegas que tienen por norma litigar con ese afán ridículo de rasgarse las vestiduras en una desesperada petición de justicia, les rehúyo como si fueran el mismismo demonio (esto no es literal, porque la verdad es que le rehúyo a casi todos los colegas que hablan de derecho porque me aburren. Son unos pavosos).

La justicia está sobrevaluada. No es tangible. Aunque la gente se esfuerce en pensarla como un “algo”, la verdad es que no es más que una proyección individual de los valores de cada quien. Por ello, ante un mismo hecho, distintas personas difieren en considerarlo justo o injusto. Es una consecuencia psicológica previsible.

Siendo así, pedir justicia en los estrados es una pérdida de tiempo. Corresponde, en realidad, solicitar que el análisis se haga en base al sentido común y luego, si se cree en Dios, persignarse para esperar la dispositiva del fallo (lo que la televisión manda que se le diga “el veredicto”).

El drama no es que no haya justicia, porque nunca ha habido. El problema es que ahora no hay ni sentido común. Me refiero a los criterios absurdos (no hay otro adjetivo) que se imponen en la actualidad. Sólo indicaré dos: el primero, se refiere a los delitos de violencia de género, donde a alguien se le ocurrió que como normalmente ocurren en la intimidad, no hace faltan testigos para comprobarlos, es decir, basta con el dicho de la víctima y una experticia (el reconocimiento legal, examen psicológico, etc.). El segundo es probablemente más grave: el dicho de los funcionarios aprehensores equivale al de un testigo presencial si por las condiciones especiales del sitio donde se produce la aprehensión no es posible la ubicación de testigos. Es decir, que si te agarran en una carretera rural, en la madrugada, y a los funcionarios les da la gana de decir que tienes una panela de droga, eres traficante. Si te siembran un arma, eres portador ilícito de arma de fuego y si te ponen un cadáver en la maleta, eres un asesino. Extraordinariamente simple.

(De pana que los nuestros están pasados de genios)

Dado todo lo anterior, el pasado jueves, en Apure (una zona rural), no pedí ni justicia ni sentido común. Al terminar la audiencia, le encomendé a Dios mi cliente, agarré mi cheque y salí corriendo cual banquero prófugo. ¡Que va!


Blogalaxia Tags:

martes, 22 de febrero de 2011

El síndrome de Michael


¿He dicho que me voy? Creo que varias veces, y si lo repito es porque comienzo a ponerme ansioso. Estoy aburrido (por no decir harto). Siento que cada día entiendo menos las cosas que pasan, o quizás nunca las entendí, pero por lo menos tenía paciencia para sobrellevarlas. En fin, cuando no entiendo o se me acaba la paciencia me aburro.


Esta mañana una tipa vulgar con su correspondiente rubio oxigenado —y que ejerce un cargo público porque a este país se lo llevó el demonio— me exigió que no desacreditara a “la víctima” del caso. (Esto, les advierto, es muy parecido a lo que me pasó con el comentario al artículo de Pablito). Yo no desacredité a nadie, si una persona percibe la realidad de una manera distorsionada (si es empleada y se cree jefe, si es el cacho y se cree la esposa, si es blanca y se cree negra, o menudencias como esa) es porque tiene problemas psicológicos. No puedo saber cuáles, porque no soy psicólogo, pero no tengo que serlo para saber que la doña tiene problemas. Entonces, si yo digo por escrito u oralmente que la señora que se dice víctima lo qué es, en realidad, es una persona con problemas psicológicos, no la estoy desacreditando sino señalando un hecho que es cierto.

Claro, esta conversación la tuve con una persona que es afrodescendiente: morena, gordita, pelo malo y nariz chata (todas estas características que a mi me parecen absolutamente normales), pero que se pinta el pelo más amarillo que Shakira, se lo alisa y se mandó a respingar la nariz. Lo cual me lleva a suponer que, al igual que “la víctima”, también tiene algún toquecito en la azotea, no porque quiera verse mejor, algo que sería incapaz de criticar, sino porque su concepción interna de la belleza es ajena a sus verdaderas condiciones, a su realidad. Ergo, para asumirse atractiva necesita modificar su apariencia hasta acercarla al fenotipo de una mujer rubia. Esto es producto de un problema psicológico.

Cuando le tratas de explicar a alguien que tiene complejos similares a los de Michael Jackson, que un tercero (la supuesta víctima) distorsiona los hechos y habitualmente miente para estirar la realidad y adaptarla a sus intereses, es casi imposible que te entienda; sencillamente no tiene las herramientas suficientes para entrar en razón porque, de hecho, se identifica con el trastornado, padece de lo mismo.

Entonces, lo que debería ser una conversación normal se vuelve una repetición interminable porque en alguna parte tenemos grabada la idea de que si explicamos lo mismo varias veces al final nos haremos entender. No es cierto. Se los digo.

La reunión de esta mañana se redujo a una vulgar cayapa: dos contra uno, o tres, porque la ignorancia actúa como un tercer enemigo. Son las cosas que no entiendo, que no pretendo aceptar y que en definitiva me llevan a largarme.


Blogalaxia Tags:

miércoles, 16 de febrero de 2011

Expropiaron a las putas

A finales de diciembre, mientras me dirigía a mi oficina a hacer el paro de que estaba trabajando, recibí un mensaje de texto del siguiente calibre: “chamo no me lo vas a creer, el gobierno expropió a las putas”. Después de reírme un rato decidí no contestarle al remitente para no abonar su habitual manía de mandar ese tipo de bromas en horario laboral.

Al día siguiente, pasé por la calle de los hoteles y, en efecto, había filas de damnificados por las lluvias en las entradas de varios de ellos. No habían sido expropiados sino que se les pidió a sus dueños que, “voluntariamente”, redujeran el cupo de habitaciones destinadas al negocio de los burdeles en sacrificio —y solidaridad— con los desposeídos.

Aceptaron inmediatamente.

Ahora al pasar por allí, en lugar de ver las fachadas desiertas (o a veces adobadas con un gorila de utilería —porque lo de “se reserva el derecho de admisión” siempre ha sido un chiste—) de esos antros cuya vida siempre se había circunscrito a la intimidad de su interior, a sus bares con whisky de dudosa procedencia, habitaciones sucias y mal iluminadas, baños que olían a desinfectante industrial y, sobre todo, a una cantidad considerable de buenos y fieles clientes que comparecían con los fines de pagar —bien barato, por cierto— por la compañía de alguna prostituta sifilosa y de dentadura incompleta, las calles están adornadas por niñitos mulatos de barrigas parasitarias que juegan pelota y señoras gordas, también mulatas, que usan una especie de uniforme compuesto por: un pantalón de lycra de algodón que deja traslucir sus celulitis y una camiseta de algodón que deja ver los tirantes de sus sostenes.

La imagen es muy rara, o mejor dicho, muy ajena a la sordidez que caracterizaba al lugar. Sin embargo, es más de lo mismo: el todo traído a lo particular. Porqué de un tiempo para acá nuestras imágenes están traslucidas y las consecuencias de lo que hace el Niño (o la Niña) se conjugan con una interpretación abusiva del interés colectivo, y entonces, tropicalmente, la gente que se ha ganado la vida gerenciando burdeles, pagando sobornos, pinchando whisky, buscando putas adolescentes en el interior, falsificándoles la cédula —todas estas labores harto estresantes porque, como imaginarán, están al margen de la ley—, tienen que, ahora, alojar (por no decir alimentar y mantener) en sus establecimientos a gente que, por las razones más variopintas, tenían sus casas en zonas de riesgo. Todo esto sin albergar ninguna esperanza de que les paguen y menos —muchísimo menos— de que alguna instancia tramite, de manera medianamente seria, su reclamo. Así estamos.



Blogalaxia Tags: