viernes, 25 de noviembre de 2011

La mecánica perfecta

¿Y si es verdad que el espejo tiene dos caras?”, se pregunta ante su propio reflejo. Luego tuerce los ojos como si tuviera estrabismo y saca la lengua. No aguanta mucho y vuelve a la normalidad. Se lava la cara y se lo acomoda para que no se den cuenta que lo tiene parado. “¿Y si se lo muestro?”, sonríe. Media botella antes hubiera orinado y salido en menos de tres minutos, pero ahora es mucho pedir. Su dilema es simple: no sabe qué decir, así que pondera plantarse ante ella, exhibirle su erección y esperar que ella o bien lo masturbe o bien se faje a chupárselo como mandan los cánones. Ante esta posibilidad estima imprescindible chequear los humores de su alter ego. Punto de inflexión: el alcohol suprime el gusto tanto como suprime el olfato, así que… tiempo perdido. Sale del baño y la mira a lo lejos, esta recostada en un sofá de la terraza. Camina y a cada paso suben sus pulsaciones y su respiración se hace más pesada. Diez pasos. Jadea. Se detiene. Se lo toca, y aunque le gustaría mirarla como lo hacía una hora antes sabe que ya no puede. Sigue caminando y el jadeo deviene en un bufido profundo, no es él, pero es su cuerpo; su atención atenta a la respiración de ella y al sutil subir y bajar de sus pechos; a la línea que dibuja su cuerpo hasta que su mirada se extravía entre sus piernas. “¿A qué le huele?”, sonríe. Voltea para asegurarse que nadie más le mira y baja en picada como un ave de rapiña hasta plantar su rostro a escasos centímetros de sus piernas depiladas. Mide con estrictas matemáticas sus movimientos a sabiendas que un resoplido impertinente podría despertarla. Se acerca con exagerada lentitud e intenta, por primera vez, hacerse de la esencia de ese cuerpo. No lo logra. Voltea. Sigue impune, así que intenta nuevamente en la coyuntura de ambas piernas. Nada. Con el índice levanta unos centímetros la tela del short y acerca su nariz con la mecánica perfecta. Tiene a la vista el diseño bordado de su ropa interior así que cierra los ojos e inhala como si de ello dependiera su vida y por un momento, sin tener claro si se trata del verdadero aroma de la chica o un producto viciado de su propia excitación, se deja caer hacia atrás estruendosamente, feliz, sonriente, y como una imagen nítida que poco a poco se difumina, ve la expresión de sorpresa en el rostro de ella mientras va entrando en la oscuridad. “¿Chicho que te pasa?”, dice Vyn, pero él ya no escucha más.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cambiar


Las cosas se van estancando en la comodidad, en mi comodidad, en el bostezo que es síntoma inequívoco de la pereza de seguir. Es mi culpa, lo sé. Lo extraño –para los demás— es que nunca lo he negado y el presente no es más que el resultado de una operación matemática perfecta, insoslayable, “las matemáticas no fallan”, ¿no?, entonces por qué fingir la expresión de sorpresa y errar andando por el camino de la manipulación, por el camino maldito que lleva al lugar donde me siento más cómodo, a mi casa, al espacio donde el arte más preciado es ignorar al otro y yo soy, por mucho, el virtuoso entre los virtuosos. ¿Un consejo?, no, una reflexión: el grosor del trago no es proporcional a la estrechez de la garganta sino al momento justo en que se asume la pérdida de tiempo; instante vil de desazón intensa, de lucidez insoportable que aniquila los cuerpos alimentados con mentiras piadosas, sedientos de sueños utópicos de cambio, de un cambio que no ocurre, que no se vislumbra, que no pasará.  



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jueves, 22 de septiembre de 2011

Lugares prohibidos


Foto de Nilda Alayón
Hay lugares en los que no entro porque en ellos habita el pasado como una presencia maldita de esas que te miran sin dejarse mirar; que te asechan  invocando recuerdos de copas vacías, de dedos que tocan y promesas que se ahogan en la oscuridad… No tienen prisa, no te buscan, no te dejan, no se van.




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miércoles, 24 de agosto de 2011

Protocolo de muerte

La hoja separó, con cierta sutileza, la epidermis y la dermis a lo largo de la línea de la mandíbula. Ella no gritó, porque para gritar necesitaba el aire que no le pasaba del punto donde él le apretaba el cuello. Instantes finales. Epifanías vanas. Qué más daba si su vida le pasaba por la mente en fracciones de segundo o si se apagaba de a poco como una vela. Pura mierda. El protocolo de muerte era el correcto, y al borde del desmayó sintió cómo la punta de una lengua tibia limpiaba la vida que se le iba a través de la herida. A él no le agradó el sabor a metal y menos que por sus manos bajara incesante la sangre, así que soltó primero el cuello y luego dejó sobre sus pechos el cuchillo. “No puedo”, le dijo, “mejor hazlo tú… sí, mejor mátame tú a mí”.  

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viernes, 29 de julio de 2011

Karol y El Chacal

Karol pasó tres meses sin cortarse el pelo y le salió una tomuza a lo Pecos Camba.  Finalmente la mamá le soltó los veinte bolos para el barbero y se fue hasta la Baralt donde lo agarró un travesti de mal humor y lo trasquiló con la maquina. Se vio en el espejo y se deprimió. En el riguroso orden que mantenemos desde el accidente, era mi turno de sacarlo a pasear. “Es que parezco una tortuga ninja”, me dijo, pero yo no le creí, porque el psiquiatra nos había advertido que las mentiras compulsivas eran parte de su dolencia. Cuando lo vi en la entrada del cine tuve que admitir que sí, que se parecía a Donatello con zapatos de enfermero. ¡Pobre Karol coño!, ¡malditos conductores borrachos, no joda!. Entramos a ver la peli del Chacal porque Edgar Ramirez se ganó el Cesar de las bolas que le echó. Fue una mala elección: no la editaron para el cine y quedó como una película larga y ladilla. De paso, era una producción francesa y al director se le ocurrió la genial idea de hacer par de close up del chaparro de Edgar Ramirez y Karol sufrió sendos ataques de mariquerismo. Ojo, eso no nos lo había advertido el psiquiatra y en el estadio nunca le había pasado, así que no supe qué hacer. El hecho es que el panita cada vez que le veía el champiñón a nuestro compatriota entraba en un estado de risa histérica y sudoración copiosa que vino acompañada, en la segunda ocasión, con espasmos furibundos que le hicieron tumbar las cotufas y el refresco. Los ratas de la fila de atrás se rieron y todo. Me dio full rabia, pero también los entiendo: uno en el cine, en plena francesada (porque de pana que los franchutes siempre salen con una vaina rara) y un gordo trasquilado que se parece a Donatello con zapatos blancos comienza a reírse y a sudar como un pollo, y allí, aprisionado en esas butacas que no están hechas para gente de esa contextura, se mueve histéricamente y tumba la bandeja con las cotufas y el refresco. Coño´e la madre de pana que da risa. Lo bueno es que con mariconada y todo el pana salió de la depre. Karol hermano, estamos contigo, nunca te abandonaremos. Esta semana es el turno del Cholo.



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Por qué los elefantes no pueden tener celular

El pequeño paquidermo del este se quedó sin saldo y como un acto normal de la tecnología compró una tarjeta prepago para recargar. “Código de tarjeta invalido”, le indicó El sistema. Lo intentó de nuevo otro par de veces con idénticos resultados. Llamó al centro de atención telefónica y luego de sortear todos los filtros de El sistema, logró ser atendida por un ser humano. “¿Está segura que la tarjeta es de la compañía correcta?”, fue la primera pregunta. “¿Raspó íntegramente el código de la tarjeta?”, fue la segunda; “¿Intentó recargar el saldo por la vía convencional y por la vía abreviada?”. A todas respondió que sí. Se generó un reporte que sería resuelto en 48 horas. Cumplido el lapso El pequeño paquidermo del este seguía sin saldo. Armada de la paciencia de los elefantes volvió a sortear El sistema y fue atendida por un ser humano distinto al primero, a quién le relató —de nuevo— lo ocurrido, teniendo que responder las mismas tres preguntas. “El reporte anterior salió mal. Yo estoy reportando nuevamente la falla. En 48 horas le damos respuesta”, dijo el operador. Transcurridos los dos días el teléfono celular seguía más muerto que la barra de Petroleros de Cabimas. El pequeño paquidermo del este comenzó a afilar sus colmillos de marfil para envestir a El sistema. Se asesoró con un abogado, revisó la página del INDEPABIS, la de la Defensoría del Pueblo e incluso la de la Fiscalía. “Esto es una falta de respeto, ¡no joda!”,  bramó en el lenguaje de los elefantes. “¡Chavez tiene razón, hay que joderlos a todos!”, continuó por varios minutos. Llamó por tercera vez y el operador le dijo que el reporte anterior no tenía fecha, así que no habían comenzado a correr las 48 horas. El paquidermo iracundo se apersonó en el Centro de Atención al Cliente con los colmillos como cuchillos y la trompa dispuesta cual cañón. “Ojala que me atienda una tipita porque la voy a esguañingá”, amenazó. La atendió una señorita que después de revisar la tarjeta del problema raspó con su uña acrílica el único pedazo del código que había sobrevivido, dejando ver dos números: 8 y 3.  Introdujo los digitos completos y el saldo se recargó. Luego de eso se podía ver al pequeño paquidermo del este caminando por el boulevard con un mohín extraño en el rostro. La trompa no se le veía porque la tenía metida justo allí, donde todos saben.   

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lunes, 18 de julio de 2011

Cómo...

Buscarle explicación al cómo de algunos cambios, la verdad es que me lo parte.

Desde unos días para acá comencé a dormir de ocho de la noche o tres de la mañana. Así no más, sin alarmas ni trampas. Siete horas de sueño continuo y despertón en plena madrugada. Heavy. Lo he aprovechado reescribiendo cosas viejas y sorprendiéndome del tiempo que tenía sin disfrutar un amanecer, como esa vez sobre el tanque del Morro, fumando Marlboro 100 y escuchando a Fito en un walkman o un diskman (no lo recuerdo), artilugios superados por el avance tecnológico; o la vez esa en navidad, viendo las estrellas que iban desapareciendo, sobre el capot de un malibú con Indie, que terminó eligiendo al gordo hijo´e puta que todo el mundo le dijo que no eligiera. Pero esa es otra historia. En cambio los pocos amaneceres que he visto en los últimos diez años han sido como vulgares, de esos que te atajan saliendo de una discoteca encandilado o comiendo cachapa en una arepera. Mundano, según la RAE. Claro, tantas horas de silencio tienen también su lado oscuro, ese continuo dialogo sin interlocutores, las ideas que rebotan contra si mismas y el pasticho de neuronas on the rock. Vileza vil. Construcción de excusas que nunca serán utilizadas (salvo en otro dialogo sin interlocutores); delirios de exilio sin grandeza; viajes de seis mil kilómetros; Providencia a las seis de la tarde; empecinamiento absurdo que no me abandona; búsqueda de lo que no se me ha perdido; sueños que no recuerdo y demasiado tiempo para planificar cómo me voy a equivocar.


 
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Cine continuado

¿Y qué fue de las funciones de cine continuado, ah? Aquello de meterse en una sala eternamente a ver la misma película sólo por estar allí (que es no-estar en otro lado) agarrándole la mano a tu acompañante o deslizándole un dedo inocente en el jugo de la entrepiernas; dedo que después iba, repetidamente, a la nariz que gustosa lo esperaba, como un tic maldito, una cosa que, claro está, sólo hacían los pervertidos, no los que leen este blog, que son puros gentlemen incapaces de incurrir en semejante conducta. De la misma manera, es evidente que tampoco me refiero a las dos o tres mujeres que leen esto, porque sería inimaginable, hasta para un fulano artero como yo, que una pana como Jennie (sí, forma marica de escribir Yeni) —que se escandaliza cuando se le dice paja a la masturbación— permita que un macho ose a introducirle media falange donde no le da la luz, sentados en la impunidad de la fila 32 del Broadway o en la 18 del Multicinema Chacaito. Que va, en aquella época Jennie seguro no salía del Concresa (que sólo reportaba violaciones en el estacionamiento, pero no robos en el cine) de la mano de uno de estos chamos que les decían “pavos” y que acababan de salir de la Academia Washington o del Champagnat y, por supuesto, aparte de meterse cocaína en los baños del Pin 5, no eran tan balurdos para andar jurungando mujeres a la mitad de Cazafantasmas.


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miércoles, 15 de junio de 2011

Cómo escuchar a una mujer y no morir en el intento

Como todo hombre que se respete, no entiendo a las mujeres. Lo asumí hace años y listo. Ni siquiera hago el intento, ¿pa´ qué? (capaz y paro en loco). Aún así, hasta hace un tiempo, presumía de lo que consideraba un don, un regalo inmerecido, una facilidad casi sobre humana para comunicarme con las féminas, o mejor dicho, para que pareciera que nos estábamos comunicando, porque todo el asunto se reduce a un tema de apariencias: el arte de asentir en el momento correcto, sonreír, aguantar los bostezos y mantener indefinidamente el gesto de interés tatuado en el rostro. No hace falta decir nada. Créanme, el sexto sentido también les falla. Por supuesto, como dicen que la moral está en todo y para mí no está en nada, le saqué provecho (por no decir el jugo o la mierda) al artilugio hasta que no dio pa´ más. Me di cuenta recientemente que lo exprimí hasta la concha, porque una pana de esas que son bien lindas pero no le paran ni media bola a uno, me vino con el cuento de que no consigue novio –tema trillado en las conversas intergénero—, que los maricos, los casados, los perros, los limpios y los chulos (ambas últimas características fundamentales del amor platónico de Karol), obligándome a aplicar el método antes descrito y obteniendo como resultado que la pana se pusiera un pelo intensa, lo cual, en tiempos pasado, hubiera supuesto el caldo de cultivo donde una bacteria como yo pesca en río revuelto; sin embargo, esta vez no fue así. Me limité a decirle a la pana que no conseguía novio porque era demasiado quejona y nosotros, que no sufrimos la escasez que ellas padecen (así seamos viejos, babosos, gordos, feos, podrios o tira peos), no estamos por calarnos a tarajallas que, a su edad, anden con semejantes mongolicuras. Resultado: one less. Diagnostico: exceso de sinceridad tipo aquella propaganda (sí JT, publicidad) vieja de Polar Light que decía que ser claro no siempre es lo mejor. En otra época este error de cálculo hubiera generado un plan de rescate y/o reconquista. En esta de vaina generó este post y un saludo con la mano si nos cruzamos en el pasillo.


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martes, 14 de junio de 2011

A lo de Miguelito

El vaso va a la boca y luego regresa a su lugar en la mesa. Los gestos se repiten infinitos, sinceros, incapaces de sorprender. Asiento. La película estuvo bien, pero hubiera sido mejor si el final tal cosa, o la protagonista hubiera no se qué. Asiento. Mañana quizás a la comida con mi amiga Lisette. Divertidísimo (mami), sobre todo porque a mí me toca lidiar con Miguelito (el huevoncito) quien también asiente cuando el vaso va a la boca y luego regresa, y cuando los gestos se repiten (incapaces de sorprender). Patéticos los dos (los cuatro… todos), ¿no?, pero sólo gracias a la falta de una buena dosis de pesimismo en el momento adecuado, ¿verdad?. Es que ser pesimista está tan infravalorado que no es chic. A nadie le gusta (ni siquiera a mí), así que lo correcto es asentir, porque asentir es positivo, y ser positivo es cool (cabilla or whatever). Vainas. Pendejadas. Warifaifas. Como el día de la despedida en el carro, al borde de la Cota Mil, con ese aguacero que afuera era pa´ niños y por dentro daba miedo. Asentí, pero hubiera sido mejor si no me quedaba como un bolsa o si la protagonista me hubiera dicho: “ya puh, weon, terminá de decirlo”, y yo se lo hubiera dicho, magnánimo, like a Lord, y listo (the end), pero no pasó, lo cual nos trae aquí, a este momento, a la conversa salpicada de bostezos diplomáticos, sonrisas complacientes, brindis estériles (con la izquierda, pa´ que se repita), cenita para dos after watch Il Castrato (el hombre sin bolas, valga la traducción), after watch her caminando con sus 35 encima, fresca, sonriendo, alejándose... Asiento. Sí, llevamos el postre que le gusta a Miguelito el mariquito. Lo que tú quieras, lo que sea, cualquier vaina, pendejada, warifaifa.   



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miércoles, 8 de junio de 2011

Yo sí le voy a Argentina, ¿y?

¿A alguien le sorprendió el resultado?


Perdimos. ¿Cómo más iba a ser? Si ni siquiera nos clasificamos al mundial cómo le íbamos a ganar al campeón. Pero es equis, fue chévere jugar contra esos panas que parecen salidos de FIFA 2011 y tener la expectativa, la emoción, y ver a toda la gente pendiente del asunto. Pero hasta ahí. Porque hubo quienes se lo tomaron a pecho y se dedicaron a difundir cadenas “nacionalistas” instando a apoyar a la vinotinto por una serie de pajas que ni ellos se las creen. Gente que, por cierto, está a favor de los partidos únicos, los presidentes únicos y los poderes únicos. Yo no veo el problema en que algún pendejo venezolano haya querido ligarle a España en el juego contra la vinotinto. Con eso no le hizo daño a nadie. Al final fue un amistoso y ya. Lo peligroso es esa actitud y ese discurso tan odioso de gente que cree que habla con autoridad, que el apoyo se decreta y tiene un color, como si estuviéramos predestinados a suscribir alianzas con nosotros mismos por el sólo hecho de haber nacido aquí; como un acto automático (autómata) y por ende, ajeno a la voluntad. Es la misma gente que señala a los pobres diablos que salen eufóricos a celebrar los triunfos de Brasil, Italia o España, que sí es verdad, dan risa, pero no están cometiendo ni un pecado ni un delito. ¿Quién dijo?. Uno le va al equipo que le salga del orto. Uno es libre de ir por quien le de la gana. Que estemos en una época de borregos políticos no quiere decir que seamos un país de borregos, así que no me vengan con pendejadas.

Por cierto, los borré porqué me pareció que la cadena fue tan estúpida que no valía la pena seguir perdiendo el tiempo con quienes la difundieron.



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domingo, 5 de junio de 2011

Sudaca o Lord

Pasé olímpico por mayo por lo de la adaptación y demás pajas… ¿no?, pero la verdad es cuesta luchar contra la tentación de convertir esto en una retahíla de historias de mujeres maltratadas porque estemos claros que, estando como están las cosas, es más fácil eso que seguir con lo de la ficción (además de lo morbosillo del asunto). Pero coño, en el fondo no me provoca. Es decir, ¿de cuando a acá me agarro yo el atajo? Si aquí vamos remando y después de conseguir el carguito sigo convencido que es mejor ser un sudaca en Madrid que un Lord here in the same shit. Claro, de lo nuevo ni por el coño me quejo, joder por joder sigue siendo placentero, no lo niego, pero no es igual que antes (ahora redacto escuchando a Calamaro o a Sabina, porque sin fondo musical me pongo como blandengue), sin embargo mis más básicas estupideces permanecen intactas: camionetero que se me atraviese lo reviento, porque coño,  no se me olvidan esos años en Las Californias ni en La Católica, y como los panas se las daban de machos en aquel entonces, que lo sean ahora que represento a la Vindicta Pública, ¿no?. Whatever. Aquí vamos, cuando me ladillo alguien sale acusado por la más minima mariquera y al que tenga algún peo con eso que venga y se queje.



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lunes, 25 de abril de 2011

El perro del ferry


Hablando de tantas cosas y recordando otras de las que no se habla, llegué a aquella noche de hace unos veinte años cuando estaba con mi familia en la fastidiosa espera del Ferry de Puerto La Cruz. Para aquel viaje había ahorrado un dinerito con la finalidad de comprarme unas barajitas que sólo vendían en Margarita (no recuerdo qué barajitas, la verdad es que soy tan coleccionista como sacerdote) y eso lo logré aguantando el hambre pareja en el colegio para quedarme con la plata del desayuno.

Allá en Puerto La Cruz –adonde siempre llegábamos a las seis de la tarde a pesar de que teníamos pasajes para las doce de la noche— pudo más mi lambusiería que mi pichirrez, y, a pesar de que ya había comido, dispuse una parte de mis ahorros para comprarme otra empanada de cazón. Comencé a comérmela con la doble satisfacción de haberla comprado con mi dinero y de estar haciendo algo sin la autorización de los fastidiosos de mis papás, ergo, andaba en modo encaletado.

Como todo lo que se hace a escondidas normalmente dura poco, no tardé en sentir la mirada de un espectro famélico de esos que pululan por todos los terminales, sucio, feo, raquítico y con unos ojos que expresaban un hambre más que sincera. Seguí engullendo mi empanada que, lo recuerdo, estaba buenísima y escurría grasa roja con cada mordisco, mientras ignoraba al adefesio que se plantó frente a mí esperando algo de comida. Luego me cambié un par de veces de lugar, caminé, me subí en el capot de un carro pero el animal seguía a mi vera, con su mirada infinita postrada en mi comida y su cabeza ladeada suplicando misericordia, implorando que aplacara como fuera su sufrimiento, como si el todopoderoso fuera yo y él no pasara de ser un vulgar siervo. Ante esto, y asumiendo mi nueva y, seguramente, transitoria deidad, le lancé la mitad de mi empanada y me quedé a esperar su desagradecimiento (porque todos los siervos son unos miserables desagradecidos), pero el muy desgraciado olió el pedazo de harina humeante, grasoso y relleno de cazón y se largó meneando la cola.

Desde entonces prefiero botar la comida, pisotearla hasta que se vuelva una pasta adherida a la mugre de la acera o tirarla en un charco antes de alimentar a un maldito perro callejero. Por mí que se pudran*.

(*)Similares condiciones aplican a recoge-latas, huele-pega, damnificados y evangélicos.



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miércoles, 13 de abril de 2011

Arjona no basta


Es un hecho: la gente no se cansa de las estupideces. Arjona no basta. Con tantos blogs de calidad que existen en este país (por no traer a cuento a los extranjeros) es increíble que el más popular –en el apartado de cuentos y relatos— sea el de un bisoño que escribe cosas como: “haz el bien y no mires a quien” que –vale agregar—, aparte de cliché, ni siquiera es de su autoría, pero inmediatamente recibe una cascada de comentarios de gente que dice que gracias a ese post les ha cambiado la vida. ¿Qué mierda de vida pueden tener si una balurdez como esa es capaz de cambiarla?

En otra ocasión, este filosofo marabino reflexionaba acerca del por qué cuando uno está solo nadie le presta atención y cuando tiene pareja se le multiplican las chances de un cuadre: “¿Será que irradiamos una energía especial positiva que proviene de nuestra felicidad y de la estabilidad que nos proporciona el amor de la pareja?”. Cuando lei esto me convencí de que el pana escribe con una maquina de churros de la que la brota pura ñoña. A todas estas, equis, eso no lo critico, porque no tengo moral para hablar de calidad de escritura. Pero que haya 187 cabezas de vaina que sean capaces de decir que ellos se habían dado cuenta de que eso les pasaba y no habían encontrado a nadie que interpretara su sentir con unas palabras tan precisas…. Cooooooño, no me jodan, será que no leen ni Ultimas Noticias.

Lo que le falta ahora (y no me sorprendería que esta sea su próxima contribución con la humanidad) es tirarse por el barranco de la astrología y sumarse a la manada de nimios que propugnan las incidencias negativas de Mercurio retrogrado. Hay un par de panas con sendos títulos universitarios (de universidades de las tradicionales, pa´ que quede claro) que no se cortan el pelo por Mercurio retrogrado; no aceptan una invitación a salir por Mercurio retrogrado; que andan chorreadas por un examen porque se estudiaron todo, pero igual creen que van a raspar porque está Mercurio retrogrado… ¡Es un puto planeta achicharrado por el sol, cuerda´e tarados!, no influye en nada.

Ya me los imagino a todos cual pasteleros: escuchando a Arjona con ese mohín fingido de intelectual que la gente se tira en los museos (porque las letras del pana son super profundas); comentando un par de pendejadas irrelevantes que dejaron de hacer por miedo a la influencia planetaria y haciendo el bien como unos bolsas, sin mirar a quien.




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martes, 12 de abril de 2011

El síndrome de ladilla crónica

Ojala y la gente no se pusiera ladilla cuando te pregunta “¿cómo estás?” y le respondes cualquier cosa distinta a “bien”. Uno no siempre está bien, y yo, en lo particular, nunca estoy de ánimo para decir cómo estoy, por eso me someto voluntariamente a ese código sublime de hipocresía (tampoco es que tenga ganas de hacer una cruzada por la verdad, ni mucho menos). Al final, estar bien o mal es de lo más subjetivo, sin contar que no abarcan el cúmulo de estados de ánimo que puede tener una persona. A ver: yo siento que podría estar mejor, pero no me parece que eso signifique que estoy mal. ¿Me explico? (no importa, pero por ahí va la cosa)

Sin esforzarme mucho, me parece que siempre ha sido así: estar en un lugar pensado que podría estar mejor en otro. La natación no me gustaba porque estaba pegadísimo con las películas de ninjas y kun fu, así que nunca comprendí qué hacía nadando con la tablita en la piscina del Loyola. Aprendí a nadar, pero estaba super fastidiado. Luego aprendí Karate (bueno, sólo entré y pasé algunos meses en la academia [o el Dojo, que es la forma marica en que los karatecas le dicen a las academias]), pero cuando das un par de patadas —y recibas otras tantas— ya la cosa pierde su gracia, y para aquél entonces, cuando no había asumido cabalmente mi asocialidad, me pareció que lo bueno estaba en los deportes por equipo. Pendejadas que piensa uno cuando está chiquito. Por eso, hice una breve pasantía por el béisbol, que terminó durante la misma primera práctica en la que me ponché, me metí un pelotazo en el ojo intentando atajar un rolling y no le agarré la onda a los chistes con jerga beisbolera (no me daban risa). De allí migré al fútbol, donde fui inmensamente feliz hasta que descubrí que, por más que me gustara, no tenía el talento suficiente, así que empecé mi carrera musical con la guitarra, a cuyas clases sólo asistí un mes —porque me fastidió el empeño de los profesores en que me aprendiera las notas—, y luego con la coral, donde entraban todos los asmáticos y evangélicos que no aceptaban en ningún deporte, por lo cual, también arrugué.

Visto en blanco y negro se podría decir que sufro del síndrome de ladilla crónica. Pero puedo argumentar, en mi defensa, que terminé la carrera, la carga académica del postgrado, los dos diplomados de escritura y ahora el curso de inglés (este último porque finalizó antes de que llegara a mi cima de ladilla [que estaba bien próxima]), así que estoy humanamente esperanzado en que la tendencia a no terminar lo que comienzo vaya quedando atrás. Ya veremos.



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jueves, 17 de marzo de 2011

Por qué me cambié de Movistar


Hace como diez años se hizo un encuentro de voluntarios en Los Caobos. Por aquél entonces yo estaba metidísimo con el trabajo de cárceles y asistí en representación del grupo al cual pertenecía.

Claro, me avisaron la noche anterior y cuando los de Proyección a la Comunidad me pidieron el material de apoyo de mi voluntariado, como era de esperarse, no lo tenía. Luego vino el desayuno y varias horas de estar sentado solo, sin nada que hacer aparte de ver gente fea (llegó un momento en que la vaina parecía una imagen de Calcuta). En todo el día no encontré ni conocí a nadie, así que a las 6:00 de la tarde me fui.

El lunes Karina  -mi coordinadora- me envió un mail que sólo decía: ¿Qué tal te fue? Yo le respondí algo como:

Kari, todo fue un desorden. Primero llovió y toda esa vaina quedó empantanada. Los otros chamos tipo normal, excepto los de educación, que se pusieron a bailar como unos monos cuando pusieron salsa. Unos tipos bastante desagradables. Por lo demás, no hice nada, porque nadie preguntó por nuestro trabajo de cárceles. De pana no me vuelvas a mandar a perder el tiempo en estas pendejadas”.

Esa era nuestra forma natural de comunicación, cero formalismos, lo cual me parecía una nota.

A los tres días recibí un correo de la Directora de Proyección a la Comunidad. No era para mí. Era para Karina pero yo aparecía copiado. El texto era más o menos así:

Estimada Karina, Lamento sinceramente que Tomás haya percibido las cosas de esa manera. Como lo dije en la presentación de ayer, el encuentro tuvo fallas pero también muchas cosas positivas. Con respecto a este muchacho te cuento que a primera hora, cuando llovía y se nos estaba mojando la comida del desayuno, no nos ayudó a montar el toldo (que se nos había caído). No le hicimos ningún reclamo, primero porque los muchachos de educación se encargaron rápido de solventar el problema, y luego, porque no sabíamos sí padecía algún impedimento físico o se estaba recuperando de alguna operación. Tú sabes que nosotros respetamos eso. Más tarde le pedimos los trípticos de VTEP para agendarle las reuniones, pero nos dijo que no los tenía así que no asistió a la reunión con el Director de Custodia y Rehabilitación del MIJ que estuvo allí como una hora y aprobó varios proyectos de grupos similares al tuyo. Ya al mediodía los voluntarios de educación hicieron una presentación para los niños con movilidad restringida de la Vega, tú sabes, para motivarlos en su recuperación. Fue un baile, no sé si fue a eso a lo que se refirió Tomás en su correo. Cuando el evento terminó, a las siete, él ya se había ido. De todas formas vamos a comunicarnos con él para ofrecerle nuestras disculpas por haberle hecho perder su tiempo, ¿me pasas su teléfono?. Saludos.-”

Ese fue el último día que usé mi línea MOVISTAR (en aquél entonces TELCEL).


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miércoles, 9 de marzo de 2011

Collage


Vio llegar a Jacinto pistola-en-mano y, sin pensarlo, echó a correr. Jacinto, por su parte, lo vio correr y, sin pensarlo, comenzó a disparar. Ninguno de los dos reparó en la mujer que compartían, el primero, ex profeso, y el segundo, por haberse negado a creer que aquella puta no hubiera cambiado en siete años.

Durante la primera ráfaga de tiros —a pesar de lo delicado del momento—, ambos sacaron sus primeras conclusiones:

1.- Las balas no zumban igual que en las películas (pensó él);
2.- La puntería no es la misma cuando le disparas a un malandro que cuando quieres matar al que se cogía a tu mujer en tu propia cama (pensó Jacinto).

Cuando llegó el momento en que los músculos de las piernas se le volvieron plastilina, se agachó jadeante detrás de un contenedor de basura. Allí, al ver a Jacinto apuntándole a la cabeza, se le distorsionó la noción del tiempo; con su mirada, recorrió parsimonioso el cañón de la .38 que parecía formar parte de la mano que la sujetaba, el brazo tenso, el hombro uniformado, el cuello erguido y el mohín alojado en el lugar donde pensaba que encontraría una sonrisa de satisfacción anticipada.

El último no es, necesariamente, el pensamiento más pertinente. Pero no importa, porque es el último.

En su caso no se trató de un único pensamiento, sino de una imagen prolongada, un collage de fotos de la casa —su casa— con los muebles de cuero marrón en la sala, el ambiente impregnado con el “olor a limpio” (que para él no existía porque “lo que huele es lo sucio” y “decir que huele a limpio es decir que no huele a nada”) que lo sofocaba; el pasillo que llevaba a la cocina decorado con el afiche de Magallanes “Campeones 1993-1994”; en un extremo de ella su taburete, el mismo en el que se sentó durante quince años, del que se cayó borracho, muerto de la risa, tomando ron con Coca Cola un sábado en la noche, el que tumbó para hacer espacio y abrir más las piernas de su esposa la mañana que sus hijos se fueron al plan vacacional; ella, su esposa; sus dos hijos; los cuatro acostados en una esterilla en Adicora; la sonrisa colectiva el día que compraron el carro nuevo… y quizás pudo seguir, pero la oscuridad comenzaba a gotear por la salida que se abrió la bala en su búsqueda de luz.



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lunes, 28 de febrero de 2011

Aquél día en el Ávila


¿Tú recuerdas la vez en el cortafuegos? Yo sí. Bueno, eso creo. Era febrero. Ese día hizo sol y subimos por San Bernardino. Nos reímos un mundo. ¿Recuerdas que siempre nos reíamos? No te creas, eso no es todo lo que recuerdo, pero es bastante parecido: las generalidades. Sabes que me habían dicho que esto pasaba, que era normal llenar con la imaginación los vacíos de la memoria, ¿chimbo, verdad?, además que nunca creí que me pasaría a mí. Fíjate, te doy un ejemplo: recuerdo que ese día llevabas unos zapatos adidas blancos con sus tres rayas de colores; que te fastidié un rato diciéndote que parecían zapatos de los años ochentas y tú te reíste porque —según tú— y que no habías nacido cuando eso. Bueno, nunca olvidaré ese instante (y menos tu risa, lo sabes), pero no recuerdo el color de las tres rayas. Creo que eran azul oscuro, pero podrían ser negras o grises también (por favor no creas que me he vuelto maniático, no es así). La verdad es que en condiciones normales ese detalle no me importaría. Si llegara a mi casa y allí estuvieran tus zapatos en un rincón, como castigados, y pudiera ver el color de las rayas, seguro que ni lo haría. Es tan típico...

El otro ejemplo es tu cara. Recuerdo los hoyitos que se te hacían cuando te reías y que podía cerrar los ojos y saber el lugar exacto de tus pecas; que podía ubicarlas en la oscuridad, en la distancia, en el tiempo. Ya no puedo, así que recurro a la foto que te tomé en Reforma, en nuestro encuentro forzado, la veo un rato y, como un artilugio, regresa a mí la habilidad de dibujarte y simplemente lo hago. Conservo esa imagen todo cuanto puedo a sabiendas que comenzará a borrarse, a diluirse en generalidades como aquél día en el Ávila, que fue soleado, que fue en febrero.




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sábado, 26 de febrero de 2011

Masoquismo, hipocresia o amnesia...

Es un hecho que cada vez que entro (de último, para que quede claro) a una nueva tecnología, caigo en la cochina trampa de los reencontradores de oficio. Me pasó en MSN, me pasó en Facebook y anoche en el Blackberry.

Los reencontradores son gente que sufre de trastornos psíquicos severos; o padecen de amnesia o son masoquistas. Individuos que están a un nivel de hipocresía que da asco, pero que al mismo tiempo y de alguna forma (como la mosca va a la bosta, diría Horacio Blanco) se terminan agrupando.

Al penúltimo reencuentro al que no asistí fue al de mi promoción de bachillerato. Mis razones las resumo así: los organizadores eran unos idiotas cuando nos graduamos y no creo que hayan evolucionado. Por el contrario, dado el calor de Valencia, estoy seguro que en la actualidad son más idiotas (por aquello de que se funden las neuronas). Luego, la poca gente de aquellos años por la que todavía siento aprecio va menguando (ya los cuento con los dedos de una mano), y aunque no los vea periódicamente siempre me las arreglo para saber de ellos. Por último, todos los demás siempre me parecieron unos campurusos con ínfulas de gente que estaban condenados a reproducirse entre ellos mismos para no contaminar con sus genes a la verdadera civilización. Entonces, de pana, ¿para qué hubiera querido reencontrarlos?. Justamente mi intención siempre ha sido no volverlos a ver (y hasta ahora he tenido bastante éxito).

Como era de esperarse, un impulso morboso me llevó a ver las fotos del reencuentro y la verdad es que todo estaba como me lo esperaba: eran los mismos campurusos más gordos y con crías. La gente que hubiera querido ver, que eran los únicos que no calaban en ese patrón, no asistieron.

Ahora, debo confesar que anoche cai en una trampa semántica de lo más vulgar. Me invitaron a un grupo de Blackberry llamado “amigos UCAB” y no sé por qué, asumí que sólo estarían mis amigos de la UCAB (que a estas alturas son menos que los de Valencia) y no fue así. Estaban sí varios compañeros de promoción quienes no fueron en aquellos años, ni lo son ahora, mis amigos. Fue grato encontrar a algunas personas a quienes invité inmediatamente al Messenger, pero hasta ahí. La posibilidad del reencuentro, en lo que a mi respecta, está de más. No quiero decir con esto que me oponga, pero es que a la gente que me importa no la he dejado de ver en estos nueve años. A los demás, seamos sensatos, podría no verlos por el resto de la vida y no pasaría nada.

Ese grupo no fue ni unido ni solidario. De hecho, nunca fue un grupo, sino un conglomerado de tribus que compartíamos, durante seis horas, un mismo espacio. Darle un cariz sentimental a eso, tantos años después, me resulta absurdo, producto de la amnesia o de una desmedida hipocresía.

Esto que no se tome a mal. Espero que a todos les vaya bien y ya. Cero dramas.



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La ciega que viste sabanas

Hace dos años, cuando el Juicio de la Escuela Canaima, se me ocurrió, como una novedad irreverente, concluir pidiendo a la jueza que decidiera en base al sentido común y no a la justicia. Fue como una travesura nerd y una autoafirmación de que el que llevaba las riendas del caso era yo y nadie más que yo. Una vulgar niñería innecesaria, para decirlo en cristiano. Pero si somos sensatos (cosa difícil), aquello no fue más que la manifestación de algo que tenía adentro desde hacía mucho y no había tenido la oportunidad –ni la libertad— de decir: la justicia no es una cosa de hombres. Somos, por naturaleza, seres demasiado corruptos para albergar un valor tan desinteresado. Las imperfecciones nos condenan. Por eso, desde siempre, a quien presume de justo lo trato de acomplejado (hay que serlo para atribuirse una virtud que sólo es dada a los dioses) y a los colegas que tienen por norma litigar con ese afán ridículo de rasgarse las vestiduras en una desesperada petición de justicia, les rehúyo como si fueran el mismismo demonio (esto no es literal, porque la verdad es que le rehúyo a casi todos los colegas que hablan de derecho porque me aburren. Son unos pavosos).

La justicia está sobrevaluada. No es tangible. Aunque la gente se esfuerce en pensarla como un “algo”, la verdad es que no es más que una proyección individual de los valores de cada quien. Por ello, ante un mismo hecho, distintas personas difieren en considerarlo justo o injusto. Es una consecuencia psicológica previsible.

Siendo así, pedir justicia en los estrados es una pérdida de tiempo. Corresponde, en realidad, solicitar que el análisis se haga en base al sentido común y luego, si se cree en Dios, persignarse para esperar la dispositiva del fallo (lo que la televisión manda que se le diga “el veredicto”).

El drama no es que no haya justicia, porque nunca ha habido. El problema es que ahora no hay ni sentido común. Me refiero a los criterios absurdos (no hay otro adjetivo) que se imponen en la actualidad. Sólo indicaré dos: el primero, se refiere a los delitos de violencia de género, donde a alguien se le ocurrió que como normalmente ocurren en la intimidad, no hace faltan testigos para comprobarlos, es decir, basta con el dicho de la víctima y una experticia (el reconocimiento legal, examen psicológico, etc.). El segundo es probablemente más grave: el dicho de los funcionarios aprehensores equivale al de un testigo presencial si por las condiciones especiales del sitio donde se produce la aprehensión no es posible la ubicación de testigos. Es decir, que si te agarran en una carretera rural, en la madrugada, y a los funcionarios les da la gana de decir que tienes una panela de droga, eres traficante. Si te siembran un arma, eres portador ilícito de arma de fuego y si te ponen un cadáver en la maleta, eres un asesino. Extraordinariamente simple.

(De pana que los nuestros están pasados de genios)

Dado todo lo anterior, el pasado jueves, en Apure (una zona rural), no pedí ni justicia ni sentido común. Al terminar la audiencia, le encomendé a Dios mi cliente, agarré mi cheque y salí corriendo cual banquero prófugo. ¡Que va!


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martes, 22 de febrero de 2011

El síndrome de Michael


¿He dicho que me voy? Creo que varias veces, y si lo repito es porque comienzo a ponerme ansioso. Estoy aburrido (por no decir harto). Siento que cada día entiendo menos las cosas que pasan, o quizás nunca las entendí, pero por lo menos tenía paciencia para sobrellevarlas. En fin, cuando no entiendo o se me acaba la paciencia me aburro.


Esta mañana una tipa vulgar con su correspondiente rubio oxigenado —y que ejerce un cargo público porque a este país se lo llevó el demonio— me exigió que no desacreditara a “la víctima” del caso. (Esto, les advierto, es muy parecido a lo que me pasó con el comentario al artículo de Pablito). Yo no desacredité a nadie, si una persona percibe la realidad de una manera distorsionada (si es empleada y se cree jefe, si es el cacho y se cree la esposa, si es blanca y se cree negra, o menudencias como esa) es porque tiene problemas psicológicos. No puedo saber cuáles, porque no soy psicólogo, pero no tengo que serlo para saber que la doña tiene problemas. Entonces, si yo digo por escrito u oralmente que la señora que se dice víctima lo qué es, en realidad, es una persona con problemas psicológicos, no la estoy desacreditando sino señalando un hecho que es cierto.

Claro, esta conversación la tuve con una persona que es afrodescendiente: morena, gordita, pelo malo y nariz chata (todas estas características que a mi me parecen absolutamente normales), pero que se pinta el pelo más amarillo que Shakira, se lo alisa y se mandó a respingar la nariz. Lo cual me lleva a suponer que, al igual que “la víctima”, también tiene algún toquecito en la azotea, no porque quiera verse mejor, algo que sería incapaz de criticar, sino porque su concepción interna de la belleza es ajena a sus verdaderas condiciones, a su realidad. Ergo, para asumirse atractiva necesita modificar su apariencia hasta acercarla al fenotipo de una mujer rubia. Esto es producto de un problema psicológico.

Cuando le tratas de explicar a alguien que tiene complejos similares a los de Michael Jackson, que un tercero (la supuesta víctima) distorsiona los hechos y habitualmente miente para estirar la realidad y adaptarla a sus intereses, es casi imposible que te entienda; sencillamente no tiene las herramientas suficientes para entrar en razón porque, de hecho, se identifica con el trastornado, padece de lo mismo.

Entonces, lo que debería ser una conversación normal se vuelve una repetición interminable porque en alguna parte tenemos grabada la idea de que si explicamos lo mismo varias veces al final nos haremos entender. No es cierto. Se los digo.

La reunión de esta mañana se redujo a una vulgar cayapa: dos contra uno, o tres, porque la ignorancia actúa como un tercer enemigo. Son las cosas que no entiendo, que no pretendo aceptar y que en definitiva me llevan a largarme.


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miércoles, 16 de febrero de 2011

Expropiaron a las putas

A finales de diciembre, mientras me dirigía a mi oficina a hacer el paro de que estaba trabajando, recibí un mensaje de texto del siguiente calibre: “chamo no me lo vas a creer, el gobierno expropió a las putas”. Después de reírme un rato decidí no contestarle al remitente para no abonar su habitual manía de mandar ese tipo de bromas en horario laboral.

Al día siguiente, pasé por la calle de los hoteles y, en efecto, había filas de damnificados por las lluvias en las entradas de varios de ellos. No habían sido expropiados sino que se les pidió a sus dueños que, “voluntariamente”, redujeran el cupo de habitaciones destinadas al negocio de los burdeles en sacrificio —y solidaridad— con los desposeídos.

Aceptaron inmediatamente.

Ahora al pasar por allí, en lugar de ver las fachadas desiertas (o a veces adobadas con un gorila de utilería —porque lo de “se reserva el derecho de admisión” siempre ha sido un chiste—) de esos antros cuya vida siempre se había circunscrito a la intimidad de su interior, a sus bares con whisky de dudosa procedencia, habitaciones sucias y mal iluminadas, baños que olían a desinfectante industrial y, sobre todo, a una cantidad considerable de buenos y fieles clientes que comparecían con los fines de pagar —bien barato, por cierto— por la compañía de alguna prostituta sifilosa y de dentadura incompleta, las calles están adornadas por niñitos mulatos de barrigas parasitarias que juegan pelota y señoras gordas, también mulatas, que usan una especie de uniforme compuesto por: un pantalón de lycra de algodón que deja traslucir sus celulitis y una camiseta de algodón que deja ver los tirantes de sus sostenes.

La imagen es muy rara, o mejor dicho, muy ajena a la sordidez que caracterizaba al lugar. Sin embargo, es más de lo mismo: el todo traído a lo particular. Porqué de un tiempo para acá nuestras imágenes están traslucidas y las consecuencias de lo que hace el Niño (o la Niña) se conjugan con una interpretación abusiva del interés colectivo, y entonces, tropicalmente, la gente que se ha ganado la vida gerenciando burdeles, pagando sobornos, pinchando whisky, buscando putas adolescentes en el interior, falsificándoles la cédula —todas estas labores harto estresantes porque, como imaginarán, están al margen de la ley—, tienen que, ahora, alojar (por no decir alimentar y mantener) en sus establecimientos a gente que, por las razones más variopintas, tenían sus casas en zonas de riesgo. Todo esto sin albergar ninguna esperanza de que les paguen y menos —muchísimo menos— de que alguna instancia tramite, de manera medianamente seria, su reclamo. Así estamos.



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domingo, 30 de enero de 2011

De cosas como mantenerse o trascender

—¡Dame duro! —prescribió ella con la misma autoridad de su cargo, mientras la pequeña cabina se sacudía violentamente, exagerando, por mucho, el decreciente transcurrir de los golpes de cadera que se suscitaban en su interior. De cuando en cuando, el dolor de su rodilla derecha la hacía jadear ruidosamente, lo cual, si bien estimulaba los bríos reproductivos del macho, no conseguía que aumentara la intensidad de su embestida. En su defensa debemos aclarar que lo suyo no era un problema mecánico —aunque la disnea no lo ayudaba— sino mental, relativo, específicamente, al análisis y selección de opciones: podía, por un lado, ceder a la petición de su compañera y arremeter febrilmente contra ella, pero, para lograrlo debía, primero, relajar su músculo anal y dejar salir el flato vinícola que mantenía prisionero. Contrariamente —y es lo que llevaba unos tres minutos haciendo—, podía mantener un rendimiento “regular” en la cópula sin arriesgarse, entre otras cosas, a exponer los extraños orígenes de sus hedores internos. Las luces de la estación terminal ya estaban a la vista y no había chance para más dubitaciones, así que eligió. Seis minutos después, en el estacionamiento, ella se acomodó por enésima vez el pantalón, estiró una sonrisa, encendió un cigarro y se despidió de él con un profuso beso en la boca. Nunca más se vieron.


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lunes, 17 de enero de 2011

La rebelión de las focas


La semana pasada leí un artículo de opinión en El Universal y, por primera vez, hice un comentario en su plataforma on line. El resultado: El Universal me censuró. Ojo, yo no dije nada malo, ni usé ninguna palabra que no estuviera en el DRAE, y de hecho, me atreví a comentar únicamente porque conozco a Pablito desde hace 10 años y me causó gracia que una persona, abiertamente parcializada, escribiera en un periódico de circulación nacional (que además no se corresponde con su ideología política) exigiendo objetividad en el trato de un asunto noticioso.


A Pablito le molestó que los medios de comunicación que tanto crítica (por desestabilizadores y contrarrevolucionarios) y el Imperio (que está a punto de invadirnos, pero sin embargo nos mantiene con los dolaritos del intercambio petrolero) hubieran osado resaltar la “honorabilidad democrática” de Carlos Andrés Pérez al momento de informar sobre su muerte, dejando de lado las innumerables investigaciones que tenía abiertas por violación de los derechos humanos.

Claro, yo concuerdo con Pablito en que el Gocho dista de ser un prócer de nuestro país, lo que no comprendo es la incongruencia de rasgarse las vestiduras por los derechos humanos cuando se es parte activa de ese culto cuasi-religioso (cursi por demás) a la figura del Che Guevara, un vulgar asesino amparado por una ideología política que ha fracasado en todo el mundo.

Una persona que de verdad crea en los derechos humanos (no que se limite a vivir de ellos) no podría estar —como estuvo Pablito durante el aniversario de la PNB— sentado, con los cachetitos rojos (y los esfínteres dilatados [esta fue la frase que puse en el comentario de El Universal]) aplaudiendo como una foca a alguien que ha gobernado durante doce años con todos los recursos económicos y “legales” a su disposición y, sin embargo, no ha detenido la masacre de la que somos víctimas nosotros, el pueblo.

Por último, después de leer el artículo, le comenté a Pablito por Facebook que se la estaba comiendo y fue tan grosero de responderme descalificándome (¿les parece conocido?). Ahora menos comprendo por qué cree que tiene la majestad moral para escribir las cosas que escribe. Venga, que jala bolas hay muchos, pero que de paso sean cara dura… es como demasiado.

(No te molestes camarada, no es personal, yo no tengo la culpa de tus incongruencias. Si fueras otra persona te mandaría un abrazo sincero, pero como eres tu te mando, además del abrazo, un saludo patriótico, socialista y revolucionario. ¡Patria Socialista o Muerte! ¡Venceremos, Carajo!!!! jajajajajajajajajajajajajajajajaja)

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miércoles, 12 de enero de 2011

Murphy

Hay quienes dicen que Edward Murphy Jr. no era un sabio (yo estoy entre esos “quienes”) sino un pesimista con sentido del humor.

El enunciado de su filosofía es: lo que pueda salir mal, saldrá mal. ¿Lo que pueda salir mal? Bueno, ese día fue una oda a “lo que pueda salir mal”. Ese día, esa mañana caliente, el momento en que entré, el instante en que contuve la respiración, y el azul y el verde, y la palabra, y las palabras, y sí, todo podía salir mal y, de hecho, así fue.

¿Pudo ser peor? Quizás. Es decir, no sé como, pero sí. De allí en adelante —y remarco que ese “allí” coincidió con el inicio de otra cosa que sí podía tener un final feliz pero tampoco lo tuvo— todo se convirtió en un gran remiendo, en una búsqueda desperada de excusas, en un propiciar encuentros rebuscados que parecieran casuales, en un esquivar sospechas; y fue entonces cuando comencé a tener otra serie de sueños recurrentes, unos en los que me paraba en el borde de una piscina y lanzaba un salvavidas para alguien que se ahogaba, pero por esas realidades inconexas de los sueños, resulta que la piscina estaba vacía y el que se ahogaba era yo.

Luego, anduve un tiempo como un banco de arena caprichoso, como esos que se ven cuando esta bajo el Orinoco (también se ven a veces en el Guaire, pero no son de arena) buscando marcar distancias con una orilla para tender puentes con la otra, ¿pero a quién coño se le ocurriría construir un puente sobre un banco de arena? La respuesta es obvia —amargamente obvia—, y quizás por eso me reventaba tanto cuando le decía algo a la tarada de aquí y ella me respondía: “obvio”. Que se pudra.

Después vino su exilio y los filtros del face, el abuso de los mensajes privados, el teléfono, la carta que no sale, dos cuentos sin final como un preludio que pregunta hasta cuando, y yo respondo que son patadas de ahogado, artilugios temporales que nacieron muertos. Es mi tiempo. Espero. Leo. Veo su metarmofosis en una foto. En esencia es lo mismo (en esencia). ¿Al final, qué sabe Murphy? ¿Pudo ser peor? (No lo creo).



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martes, 4 de enero de 2011

In memoriam

En las festividades de fin de año hubo demasiados muertos para mi gusto. No me refiero a los noventa y uno que, según cifras extraoficiales, ingresaron a la morgue de Bello Monte, sino a dos: mi tío y mi secretaria.

Lo de mi tío era de esperarse, llegar a los 93 años como una lechuga es poco menos que una quimera. Lo bueno es que vivió. Conoció el mundo, fue preso cuando Gómez, sufrió a Pérez Jiménez y celebró cuando Betancourt. Navegó; cumplió su sueño de conocer Jerusalén y vivía a sus anchas, caminando y hablando con sus loras en su apartamento de Parque Central. Lo único reprochable –y no a él— es que el trámite se le haya prolongado tanto, casi un mes, siendo la última semana tan miserablemente larga. Siempre voy a recordar su figura alargada tomando café en un taburete entre la cocina y la terraza de mi casa. Era su lugar favorito cuando nos visitaba, no sé por qué.

El 23 de diciembre lo vi por última vez. Le dije que la próxima vez quería verlo caminando y el asintió con una sonrisa. Los dos sabíamos que no habría una próxima visita. Descansó el primero de enero, temprano en la mañana.

Lo de mi secretaria fue distinto. Un ACV hemorrágico la fulminó el treinta de diciembre probablemente comprando lo que le faltaba para celebrar el fin de año. Hablé con su novia en la tarde y me dijo que su situación era grave, pero que esperaba que se recuperara porque era una mujer fuerte y fue atendida rápidamente en la clínica.

El 31 a las siete de la noche la desconectaron de las maquinas. No tenía posibilidades, según dijeron los médicos. Tenía 45 años y no llegó a fastidiarme por la eliminación del Magallanes qué es lo que seguro haría el primer día de trabajo de enero en la oficina.

No la voy a extrañar como secretaria, pero me da full paja una muerte así: repentina y de una persona joven. Me da paja también con su hijo que ya andaba medio perdido y estoy seguro que con que esto no va a mejorar.

Equis. La vida continúa.



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AC


En diciembre me regalaron “El cuento de mi vida” de Andrés Caicedo. Son cuatro relatos sacados de sus diarios y dos cartas escritas el día de su muerte, de las cuales, la última es particularmente angustiosa. Su talento descriptivo era innegable.


Desde que cerré el libro me entraron ganas de leer “Que viva la música”, la única novela que escribió, pero voy a esperar un poco; leer a Caicedo te pone de un estado de ánimo raro, te provoca pasarte el día escribiendo y viendo películas y después mandarle cartas a cierta gente diciéndoles que dejen de esperar pendejadas de ti. Efectos de la lectura, imagino. Pero ¿qué es eso que cierta gente espera? Y ¿por qué lo tienen que esperar?, es decir, si uno quiere algo lo hace y ya, pero no se pone a esperar a que los demás lo hagan, eso es un facilismo absurdo y un atajo a la decepción que te vuelve doblemente frustrado: primero por no haberlo logrado y luego por quedarte esperando que otro lo haga sólo para proyectarte en él. Mierda.

El que esté esperando vainas de mi es mejor que se ponga a hacer otra cosa. No estoy por satisfacerlo.

Ahora, voy a mandar unos e-mails y a leer Lolita hasta que se me pase.


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lunes, 3 de enero de 2011

El arte de ignorar


De un tiempo para acá me ha dado por desaparecer (no se confunda esto con ideas suicidas, que no las tengo).


Recuerdo que todo comenzó a mediados del 2000, cuando mi papá me regaló un identificador de llamadas. Desde entonces, he venido contestando menos y menos el teléfono, hasta que, en la actualidad, nunca lo hago, ni siquiera cuando me interesa hablar con la persona que llama. Hay cosas que, por odiosas que parezcan, terminan convirtiéndose en hábitos.

En lo que al correo electrónico se refiere, de considerarlo un instrumento indispensable para estar en contacto con mis panas (mandarles chistes, cadenas, invitaciones, saludos, etc.), lo he relegado a la categoría de instrumento corporativo: sólo lo uso para enviar alguno que otro comentario a los clientes que no se pueden comunicar con mi jefe (que es un verdadero grandeliga en lo que a ignorar se refiere). Claro, hay excepciones; sino cómo se vive.

No escribo una carta desde 1995, cuando le escribí al tío Nano en Santiago. La correspondencia tardó tres meses en llegar y no creo que haya valido la pena tanta espera.

En lo que a relaciones interpersonales se refiere, el asunto, aunque parezca complicado, es bastante sencillo. Se puede resolver por porcentajes: de los compañeros de primaria se deja de tratar al noventa y nueve por ciento. ¿Quién puede andar, de grande, con gente que se hacía pupú en los pupitres? (por dar un ejemplo). Del bachillerato, basta con salir del noventa y cinco por ciento. Claro, mi caso es particular, porque estudié en la provincia y nunca me adapté la mentalidad campestre de esa gente. Además, el bachillerato coincide con la adolescencia, la etapa más bizarra del desarrollo de la persona. No me voy a extender. De la universidad es menester guillotinar al menos al ochenta y cinco por ciento de los compañeros. Esto también obedece a mi experiencia. Más o menos ese porcentaje de mi promoción está conformado por gente pusilánime y sin talento que, como estudiante, no tenía objeciones morales con aplastarte y como abogado, menos. El quince por ciento restante no está conformado por amigos (aunque siempre se cuela alguno), sino por gente que tiene un vestigio de talento y algo de simpatía, con los que todavía se puede hablar un par de veces al año.

Teniendo claro los porcentajes, lo demás es fácil: en caso de un encuentro fortuito, bastará cruzar la calle (o el pasillo, si es en un centro comercial); usar alguna bolsa o carpeta para evitar ser reconocido; fingir una llamada de celular en caso de que el contacto sea inminente; regresar sobre los propios pasos; entrar a una tienda; no sé, las opciones son infinitas.

Hay que tener presente que lo normal es que la gente a la que no vemos desde que usábamos la camisa blanca, o desde que nos creíamos magistrados en los pasillos de la Católica, no nos importa un cuerno, así que ese dialogo empalagoso del cómo estás, en qué andas, te casaste, no es una muestra de diplomacia sino una vulgar pérdida de tiempo.

En fin, ignorar es un arte, hay que hacerlo durante años para que salga natural, para que la gente lo note pero no lo confunda con un ataque repentino de antipatía sin fundamento. Cuando se ignora bien, la gente ya ni te cree antipático, te desembarazas de conversaciones estériles y te queda tiempo para dedicarle a los que realmente te importan.



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Medidas de sobrevivencia

Es probable que me haya visto al llegar. Que se escondiera mientras pasaba a su lado para dejar mi bolso; me escuchara orinando y, después del almuerzo, se comiera una miga de mi pan sueco. Quién sabe. El hecho es que, cuando se dejó ver, trastocó el resto de la noche: primero, Gusi corrió a encerrarse en su cuarto, desde donde confesó que el animal le ocasionaba un irreprimible pánico. Seguidamente, los perros de la casa fueron encerrados, evitando así que se enzarzaran en una pelea a garra y colmillo con la bestia. Por último, me fui a mi cuarto, que era justo al lado del lugar donde se produjo el último avistamiento de la criatura. Está de más decir que estaba asustado.

Como primera medida de sobrevivencia trabé la puerta. Esto no tardó en parecerme exagerado, porque el animal, aún alcanzando la manilla, no hubiera podido girarla. Luego puse periódico en la rendija que quedaba entre el suelo y la puerta y subí todas mis cosas al lugar más alto que encontré: la cama. Me acosté sin tomar agua –para no tener que salir a orinar—, me arropé con todo lo que tenía, puse al máximo el volumen de mi Ipod y recé porque los dueños de la casa cazaran al monstruo en la mañana.

Nada funcionó.

Tuve que salir a orinar apenas dos horas después de haberme apertrechado. Al regresar a mi guarida sentí una devastadora sed –como esas que dan el día después de haberse tomado todo el vino del mundo, aunque no fue el caso, porque el día anterior sólo me tomé dos cervezas— y tuve que ir hasta la cocina por agua. Fue la peor noche.

A las 4:45, después de ciento sesenta y nueve canciones, pude dormir.

A las 6:00 me despertaron los ruidos de la poderosa cagada que Luis estaba dejando en el baño de al lado de mi cuarto, y a todas estas, no sabía si los dueños de la casa habían logrado matar al ratón.


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