jueves, 28 de enero de 2016

... de una brevedad criminal


Entiende que aparentar calma es lo único que me queda. No resuelve nada, pero exteriorizar mi angustia tampoco. Por eso tomo el camino más largo, el de las palabras acomodadas como protocolos de sobrevivencia. Sé que es difícil porque todavía no hemos encontrado nuestras formulas privadas, nuestras exclusivas estructuras lingüísticas para marginarnos del mundo. No tenemos códigos que le den significado a los silencios, ni le hemos asignado contenido a los espacios en blanco. Nunca digo que quiero verte porque sería una mentira. En realidad, lo necesito. Quizás por eso todos nuestros encuentros me parecen breves (breves de una brevedad criminal). Me llenas pero al instante siguiente me siento tan vacío como antes y sin transiciones comienzo una nueva búsqueda de excusas, un nuevo periplo de angustia maquillada y la construcción artesanal de un camino que confluya en tus coordenadas. Sientes que te espero cuando en realidad no descanso de acecharte, de tenderte emboscadas y contar los segundos que nos separan. Infinitos. En esa aparente parsimonia termino dudando si todo es real o sólo un reflejo de mis deseos, de mi imaginación construyendo escenarios en los que danzas ajena a mi presencia y es en ese momento que recuerdo que la calma es lo único que me queda.

martes, 19 de enero de 2016

Rincón

En este rincón, que a todos se les antoja casual, he decido establecer el bastión de mi fortaleza. Recorro la habitación con la mirada hasta encontrarla. Fue demasiado fácil, como si lo hubiera hecho muchas veces y mis ojos estuvieran habituados a ese recorrido. La miro brevemente, varias veces, y trato de almacenar las fotografías. Planos generales y planos detalle en una fracción de segundo. Sonrío. Disimulo. Asumo lo absurdo que sería intentar hacer cualquier otra cosa. Desisto de la posibilidad de un sabotaje. Recorro nuevamente la habitación en un acto de hipocresía. La encuentro en donde la había dejado. Miro sus lunares. Se me ocurre construir una casa de madera en el que tiene en la barbilla. Las vacaciones podría pasarlas en el archipiélago de su hombro derecho. Ella me mira y sin decir palabra me dice que quiere que la mire. La complazco. En un momento de lucidez recuerdo que existe el mundo y encierro el instante anterior entre paréntesis. No lo entenderían. Lanzo los dados en el juego de roles que he jugado toda la vida. Me preguntan algo que no entiendo y respondo lo primero que se me ocurre. Mis ojos van en piloto automático a las coordenadas en las que gravita. Permanece allí, en parte porque sabe que no soportaría su ausencia, en parte porque disfruta tenerme prisionero de sus movimientos, de sus palabras. Me dicen algo pero la conversación se me escapa. No soy capaz de seguirla. Sí soy capaz pero reconozco que no quiero. Quien me habla dice que todo es posible y yo me imagino pintando signos de interrogación con un pincel delgadito y pintura de oleo morada. En la distancia veo que se levanta y sale de habitación, y como una reacción química que se desencadena con violencia comienzo a sentir que el rincón se me hace pequeño. Me transformo en un animal aquejado de claustrofobia. El aire escasea y los músculos de las piernas se me entumecen. Mejor camino un poco. Exagero los movimientos para justificar ante los demás algo que sería imposible de explicar. Acometo una búsqueda que resulta breve pero desesperada. Antes del primer minuto asumo que todo está perdido. Al inicio de la segunda orbita me disparan una pregunta a quema ropa. Miento. Doy otra vuelta en estado de negación. Tomo fondo blanco y me sirvo otro ron. Todo es posible. Regreso derrotado a mi rincón. Están hablando de correr y yo no corro. Consulto el teléfono esperanzado en una explicación que no llega. Todo deja de tener sentido a una velocidad que me impresiona. Sin ella se acaban las razones. Me despido. Tengo asuntos pendientes. Nadie me cree ni tampoco les importa. Explico que viene un primo y no tiene donde quedarse así que tengo que buscarlo. Antes de comenzar a estrechar manos e intercambiar besos ella aparece. Me siento para esperar el cruce de las miradas y hacerle saber el reclamo. Es mi mejor intento, pero es un intento fallido. Se excusa con un gesto. La perdoné desde que entró. Ahora se me ocurre —y no sé por qué— que la distancia que nos separa es mayor, como si la acción de irse y volver hubiera roto un equilibrio que solo puede restablecerse si me hago de su olor. Si compruebo que sigue allí, que no cambió en la eternidad de su ausencia. Estoy claro en que el movimiento debe ser certero. Meticuloso. No sé si soy capaz. Creo que he bebido mucho y precisamente por eso también creo que sí soy capaz. Me aproximo cual depredador. Ella me espera cual presa. Sólo necesito una bocanada de su cabello pero en un movimiento cruel y desmedido se levanta y sale de nuevo. Sé que es momento de mantener la calma pero no puedo. Acelero el paso para seguirla. La alcanzo y con un susurro la inquiero. Me responde sin dejarme terminar, con conocimiento anticipado de mis intenciones. Caigo en cuenta que ahora soy predecible. Ella es lo peor, y lo mejor, y lo inexplicable. Se detiene en el pasillo angosto que es mi mejor aliado y aprovecho de colocar mi mano en su espalda por un momento que soy incapaz de calcular pero se me hace fugaz. No se mueve. No decimos nada por miedo a ser escuchados, pero mi mano y su espalda se comunican en su propio lenguaje. Miro sus ojos. Miro su boca. Sé que es posible. Sé que puede ocurrir justo en este momento pero también sé que no va a pasar. La posibilidad es mi victoria y regreso a mi rincón anegado de ella. Sonrío. Todo se repite una y otra vez. Lo demás no me importa.

lunes, 18 de enero de 2016

Prefiero lo segundo


Uno sabe que está mal, que no debe ocurrir, que se deben tomar medidas que lo eviten porque eso garantiza que lo demás —que en la realidad termina siendo todo— se mantenga tal cual como está: funcionando. Pero de un tiempo para acá he tomado consciencia de mí debilidad ante las tentaciones. La historia es cruel. Las estadísticas son frías. Cada vez que me he encontrado ante la posibilidad de un desastre también he contado con las herramientas para evitarlo, pero nunca lo he intentado. Entre quitarme de la trayectoria del huracán o atornillarme en su camino, prefiero lo segundo. No conozco otra manera. La devastación también se elige.  

miércoles, 13 de enero de 2016

El cigarro y San Cono

A mediados de año dejé de fumar. Me parece una eternidad. Me parece también el final lógico de una relación que empezó demasiado temprano, duró demasiado tiempo y se interrumpió demasiadas veces. Al principio pensé que fue lo mejor. Ahora estoy convencido. “Lo mejor” entendido racionalmente, claro está. Cuando esto comenzó no me representé la posibilidad del final. Nunca lo hago (aunque nadie lo crea). Pero los finales son una certeza. Algunas veces lo extraño, sobre todo cuando tomo café y cuando me siento ante la computadora y se desatan los demonios que la gente presume pero no ve, los que antes amainaba de bocanada en bocanada. Todo beneficio conlleva una perdida, así que no me quejo. Para ser sincero me resultó fácil. Siempre me resulta fácil cuando tengo que elegir entre cualquier cosa y yo. No tengo madera de héroe. Sin tabaco lo bueno es igual de bueno y la mierda siempre huele igual, nada cambia, salvo que no hay tiempo fuera, no hay capsulas ni conversaciones superfluas en las escaleras. Sin tabaco el año que pasó se convirtió en el inverso exacto del anterior. No vale la pena darle más vueltas. Coherencia. Debo ser coherente con la filosofía de dejar las cosas en el pasado. Las cosas. Es feo sobre todo porque cuando pienso en esa filosofía sólo recuerdo personas pero no hay forma que lo exprese como lo pienso y por eso es que digo y escribo “las cosas” y no “las personas”. Hay cosas que no descansan en paz en el pasado. Que no se les encuentra orilla. Que de vez en cuando te disparan un misil interdimensional. Impertinentes. El misil, en sí mismo, es potencialmente mortal pero no te mata porque con el tiempo desarrollas una habilidad absurda de lidiar con cosas que no entiendes y que no puedes evitar, así que sigues guardando los corchos del vino en la copa de vidrio que ya no da para más, pero lo repites como una ceremonia, como algo solemne que le da sentido a otro algo que no lo tiene y cuando te das cuenta sigues ahí, igual que ocurría en la playa cuando saltabas una ola y volteabas para verla desaparecer en la orilla. Una mirada breve. Siempre viene otra ola. Siempre viene otro misil. Pero las ceremonias también son infinitas así que es válido pensar que las cosas saldrán bien. Saldrán como tengan que salir. El bien es relativo. Por ejemplo hay a quienes les gusta soñar mientras duermen. A mí no. De paso, de un tiempo para acá, me ha dado por soñar con los papás de la gente. Rarísimo. Ya no sueño con alguien en particular sino que sueño con sus papás. Te despiertas a orinar en la noche y te ves como un idiota en el espejo, despeinado, alumbrado y tratando de explicarte a ti mismo por qué soñabas con los papás de cualquiera. Mi mamá tenía el libro de San Cono y el significado de los sueños en su mesita de noche porque jugaba a la lotería, pero le perdí la pista hace años y me da pena andarlo buscando por las librerías esotéricas. Es más, me daría vergüenza que me vieran entrando en una librería esotérica. Sería extraño. Me imagino saliendo del lugar y encontrándome a mi jefe. Me saluda y le echa una ojeada veloz a la bolsita donde va el pana San Cono y se queda pensando si de verdad valdrá la pena pagarme un sueldo si pienso que la respuesta de cualquier cosa está en las estrellas, las pirámides, el cuarzo o las cartas del Tarot. Sería una desgracia de encuentro, al mismo nivel de encontrarte a alguien en el ascensor de un hotel tiradero. Vas tipo plan de escape, todo sale bien y cuando te toca salir bajas de tu habitación en el piso siete y el ascensor se detiene en el cuatro. Esos breves segundos entre la parada y la apertura de las puertas son de los más agónicos. Allí puede estar parada cualquier persona. Tu jefe (otra vez) (peor si es el mismo día de lo de San Cono). Tu ex. Tu tutor de tesis. La mamá de la persona que va contigo. Dos extraños que abordan el ascensor con el cabello mojado y la misma incomodidad que tú, te saludan porque no queda de otra y los cuatro miran el techo, el suelo o el tablero del aparato. Te montas en el carro en estado de crispación y te provoca fumarte un cigarro sin filtro pero recuerdas que hace un año que lo dejaste. Hay cosas que no tienen solución. Sonríes.  No es el fin del mundo. Nada es el fin del mundo.