miércoles, 9 de marzo de 2011

Collage


Vio llegar a Jacinto pistola-en-mano y, sin pensarlo, echó a correr. Jacinto, por su parte, lo vio correr y, sin pensarlo, comenzó a disparar. Ninguno de los dos reparó en la mujer que compartían, el primero, ex profeso, y el segundo, por haberse negado a creer que aquella puta no hubiera cambiado en siete años.

Durante la primera ráfaga de tiros —a pesar de lo delicado del momento—, ambos sacaron sus primeras conclusiones:

1.- Las balas no zumban igual que en las películas (pensó él);
2.- La puntería no es la misma cuando le disparas a un malandro que cuando quieres matar al que se cogía a tu mujer en tu propia cama (pensó Jacinto).

Cuando llegó el momento en que los músculos de las piernas se le volvieron plastilina, se agachó jadeante detrás de un contenedor de basura. Allí, al ver a Jacinto apuntándole a la cabeza, se le distorsionó la noción del tiempo; con su mirada, recorrió parsimonioso el cañón de la .38 que parecía formar parte de la mano que la sujetaba, el brazo tenso, el hombro uniformado, el cuello erguido y el mohín alojado en el lugar donde pensaba que encontraría una sonrisa de satisfacción anticipada.

El último no es, necesariamente, el pensamiento más pertinente. Pero no importa, porque es el último.

En su caso no se trató de un único pensamiento, sino de una imagen prolongada, un collage de fotos de la casa —su casa— con los muebles de cuero marrón en la sala, el ambiente impregnado con el “olor a limpio” (que para él no existía porque “lo que huele es lo sucio” y “decir que huele a limpio es decir que no huele a nada”) que lo sofocaba; el pasillo que llevaba a la cocina decorado con el afiche de Magallanes “Campeones 1993-1994”; en un extremo de ella su taburete, el mismo en el que se sentó durante quince años, del que se cayó borracho, muerto de la risa, tomando ron con Coca Cola un sábado en la noche, el que tumbó para hacer espacio y abrir más las piernas de su esposa la mañana que sus hijos se fueron al plan vacacional; ella, su esposa; sus dos hijos; los cuatro acostados en una esterilla en Adicora; la sonrisa colectiva el día que compraron el carro nuevo… y quizás pudo seguir, pero la oscuridad comenzaba a gotear por la salida que se abrió la bala en su búsqueda de luz.



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