miércoles, 16 de febrero de 2011

Expropiaron a las putas

A finales de diciembre, mientras me dirigía a mi oficina a hacer el paro de que estaba trabajando, recibí un mensaje de texto del siguiente calibre: “chamo no me lo vas a creer, el gobierno expropió a las putas”. Después de reírme un rato decidí no contestarle al remitente para no abonar su habitual manía de mandar ese tipo de bromas en horario laboral.

Al día siguiente, pasé por la calle de los hoteles y, en efecto, había filas de damnificados por las lluvias en las entradas de varios de ellos. No habían sido expropiados sino que se les pidió a sus dueños que, “voluntariamente”, redujeran el cupo de habitaciones destinadas al negocio de los burdeles en sacrificio —y solidaridad— con los desposeídos.

Aceptaron inmediatamente.

Ahora al pasar por allí, en lugar de ver las fachadas desiertas (o a veces adobadas con un gorila de utilería —porque lo de “se reserva el derecho de admisión” siempre ha sido un chiste—) de esos antros cuya vida siempre se había circunscrito a la intimidad de su interior, a sus bares con whisky de dudosa procedencia, habitaciones sucias y mal iluminadas, baños que olían a desinfectante industrial y, sobre todo, a una cantidad considerable de buenos y fieles clientes que comparecían con los fines de pagar —bien barato, por cierto— por la compañía de alguna prostituta sifilosa y de dentadura incompleta, las calles están adornadas por niñitos mulatos de barrigas parasitarias que juegan pelota y señoras gordas, también mulatas, que usan una especie de uniforme compuesto por: un pantalón de lycra de algodón que deja traslucir sus celulitis y una camiseta de algodón que deja ver los tirantes de sus sostenes.

La imagen es muy rara, o mejor dicho, muy ajena a la sordidez que caracterizaba al lugar. Sin embargo, es más de lo mismo: el todo traído a lo particular. Porqué de un tiempo para acá nuestras imágenes están traslucidas y las consecuencias de lo que hace el Niño (o la Niña) se conjugan con una interpretación abusiva del interés colectivo, y entonces, tropicalmente, la gente que se ha ganado la vida gerenciando burdeles, pagando sobornos, pinchando whisky, buscando putas adolescentes en el interior, falsificándoles la cédula —todas estas labores harto estresantes porque, como imaginarán, están al margen de la ley—, tienen que, ahora, alojar (por no decir alimentar y mantener) en sus establecimientos a gente que, por las razones más variopintas, tenían sus casas en zonas de riesgo. Todo esto sin albergar ninguna esperanza de que les paguen y menos —muchísimo menos— de que alguna instancia tramite, de manera medianamente seria, su reclamo. Así estamos.



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