martes, 12 de abril de 2011

El síndrome de ladilla crónica

Ojala y la gente no se pusiera ladilla cuando te pregunta “¿cómo estás?” y le respondes cualquier cosa distinta a “bien”. Uno no siempre está bien, y yo, en lo particular, nunca estoy de ánimo para decir cómo estoy, por eso me someto voluntariamente a ese código sublime de hipocresía (tampoco es que tenga ganas de hacer una cruzada por la verdad, ni mucho menos). Al final, estar bien o mal es de lo más subjetivo, sin contar que no abarcan el cúmulo de estados de ánimo que puede tener una persona. A ver: yo siento que podría estar mejor, pero no me parece que eso signifique que estoy mal. ¿Me explico? (no importa, pero por ahí va la cosa)

Sin esforzarme mucho, me parece que siempre ha sido así: estar en un lugar pensado que podría estar mejor en otro. La natación no me gustaba porque estaba pegadísimo con las películas de ninjas y kun fu, así que nunca comprendí qué hacía nadando con la tablita en la piscina del Loyola. Aprendí a nadar, pero estaba super fastidiado. Luego aprendí Karate (bueno, sólo entré y pasé algunos meses en la academia [o el Dojo, que es la forma marica en que los karatecas le dicen a las academias]), pero cuando das un par de patadas —y recibas otras tantas— ya la cosa pierde su gracia, y para aquél entonces, cuando no había asumido cabalmente mi asocialidad, me pareció que lo bueno estaba en los deportes por equipo. Pendejadas que piensa uno cuando está chiquito. Por eso, hice una breve pasantía por el béisbol, que terminó durante la misma primera práctica en la que me ponché, me metí un pelotazo en el ojo intentando atajar un rolling y no le agarré la onda a los chistes con jerga beisbolera (no me daban risa). De allí migré al fútbol, donde fui inmensamente feliz hasta que descubrí que, por más que me gustara, no tenía el talento suficiente, así que empecé mi carrera musical con la guitarra, a cuyas clases sólo asistí un mes —porque me fastidió el empeño de los profesores en que me aprendiera las notas—, y luego con la coral, donde entraban todos los asmáticos y evangélicos que no aceptaban en ningún deporte, por lo cual, también arrugué.

Visto en blanco y negro se podría decir que sufro del síndrome de ladilla crónica. Pero puedo argumentar, en mi defensa, que terminé la carrera, la carga académica del postgrado, los dos diplomados de escritura y ahora el curso de inglés (este último porque finalizó antes de que llegara a mi cima de ladilla [que estaba bien próxima]), así que estoy humanamente esperanzado en que la tendencia a no terminar lo que comienzo vaya quedando atrás. Ya veremos.



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