Como primera medida de sobrevivencia trabé la puerta. Esto no tardó en parecerme exagerado, porque el animal, aún alcanzando la manilla, no hubiera podido girarla. Luego puse periódico en la rendija que quedaba entre el suelo y la puerta y subí todas mis cosas al lugar más alto que encontré: la cama. Me acosté sin tomar agua –para no tener que salir a orinar—, me arropé con todo lo que tenía, puse al máximo el volumen de mi Ipod y recé porque los dueños de la casa cazaran al monstruo en la mañana.
Nada funcionó.
Tuve que salir a orinar apenas dos horas después de haberme apertrechado. Al regresar a mi guarida sentí una devastadora sed –como esas que dan el día después de haberse tomado todo el vino del mundo, aunque no fue el caso, porque el día anterior sólo me tomé dos cervezas— y tuve que ir hasta la cocina por agua. Fue la peor noche.
A las 4:45, después de ciento sesenta y nueve canciones, pude dormir.
A las 6:00 me despertaron los ruidos de la poderosa cagada que Luis estaba dejando en el baño de al lado de mi cuarto, y a todas estas, no sabía si los dueños de la casa habían logrado matar al ratón.
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