sábado, 26 de febrero de 2011

La ciega que viste sabanas

Hace dos años, cuando el Juicio de la Escuela Canaima, se me ocurrió, como una novedad irreverente, concluir pidiendo a la jueza que decidiera en base al sentido común y no a la justicia. Fue como una travesura nerd y una autoafirmación de que el que llevaba las riendas del caso era yo y nadie más que yo. Una vulgar niñería innecesaria, para decirlo en cristiano. Pero si somos sensatos (cosa difícil), aquello no fue más que la manifestación de algo que tenía adentro desde hacía mucho y no había tenido la oportunidad –ni la libertad— de decir: la justicia no es una cosa de hombres. Somos, por naturaleza, seres demasiado corruptos para albergar un valor tan desinteresado. Las imperfecciones nos condenan. Por eso, desde siempre, a quien presume de justo lo trato de acomplejado (hay que serlo para atribuirse una virtud que sólo es dada a los dioses) y a los colegas que tienen por norma litigar con ese afán ridículo de rasgarse las vestiduras en una desesperada petición de justicia, les rehúyo como si fueran el mismismo demonio (esto no es literal, porque la verdad es que le rehúyo a casi todos los colegas que hablan de derecho porque me aburren. Son unos pavosos).

La justicia está sobrevaluada. No es tangible. Aunque la gente se esfuerce en pensarla como un “algo”, la verdad es que no es más que una proyección individual de los valores de cada quien. Por ello, ante un mismo hecho, distintas personas difieren en considerarlo justo o injusto. Es una consecuencia psicológica previsible.

Siendo así, pedir justicia en los estrados es una pérdida de tiempo. Corresponde, en realidad, solicitar que el análisis se haga en base al sentido común y luego, si se cree en Dios, persignarse para esperar la dispositiva del fallo (lo que la televisión manda que se le diga “el veredicto”).

El drama no es que no haya justicia, porque nunca ha habido. El problema es que ahora no hay ni sentido común. Me refiero a los criterios absurdos (no hay otro adjetivo) que se imponen en la actualidad. Sólo indicaré dos: el primero, se refiere a los delitos de violencia de género, donde a alguien se le ocurrió que como normalmente ocurren en la intimidad, no hace faltan testigos para comprobarlos, es decir, basta con el dicho de la víctima y una experticia (el reconocimiento legal, examen psicológico, etc.). El segundo es probablemente más grave: el dicho de los funcionarios aprehensores equivale al de un testigo presencial si por las condiciones especiales del sitio donde se produce la aprehensión no es posible la ubicación de testigos. Es decir, que si te agarran en una carretera rural, en la madrugada, y a los funcionarios les da la gana de decir que tienes una panela de droga, eres traficante. Si te siembran un arma, eres portador ilícito de arma de fuego y si te ponen un cadáver en la maleta, eres un asesino. Extraordinariamente simple.

(De pana que los nuestros están pasados de genios)

Dado todo lo anterior, el pasado jueves, en Apure (una zona rural), no pedí ni justicia ni sentido común. Al terminar la audiencia, le encomendé a Dios mi cliente, agarré mi cheque y salí corriendo cual banquero prófugo. ¡Que va!


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