Lo voy a decir
así: me da mucha vergüenza todo esto. Bueno, casi todo. Leyendo con atención,
lo posteado hasta ahora se puede clasificar en tres grandes grupos: 1.-
mediocre con ínfulas de superioridad; 2.- tiradera de puntas indiscriminadas y
3.- autonegación. El conjunto representa una incoherencia aberrante que nada
tiene que ver con la filosofía de todo-me-sabe-a-culo con la que he vivido, por
lo menos, los últimos veinte años. No me di cuenta hoy. Lo sé desde hace
tiempo, pero me negaba a aceptarlo. Ahora, habiéndose consumado la confesión,
me dispongo a empezar de nuevo. Para ello, lo más fácil sería recurrir a las
herramientas de edición y acabar con la pesadilla haciendo un solo click, pero
entonces sentiría que estoy ocultado un pasado oscuro que no es tal. Me
equivoqué, sí, de hecho, me he equivocado muchas veces, pero eso no es el fin
del mundo. Hay una buena cantidad de material tanto aquí como en el proyecto
principal que se puede leer porque no está contaminada con el demonio del ego
que me persigue desde siempre. Cada vez que produzco algo lucho contra él (al
igual que lucho contra las ganas de fumar). Es parte de mí y nunca me voy a
librar de él, así que me esfuerzo en la gestión de pérdidas, en el control de
daños, en procurar en que no deje de ser una parte para convertirse en un todo,
como pasó hace años. Luego, lo de las indirectas ha sido una pérdida de tiempo
y de energía irrecuperable. Ya, me tomó años internalizar que sus destinatarios
ni siquiera me leen, así que qué tanto. Me gustaría, eso sí, poder asumir una
de esas posturas de artículos de autoayuda y afirmar algo ridículo del tipo:
“allá ellas que se lo pierden”, pero no es verdad. Perdí yo. Manejé mal las
cosas y luego no pude enderezar el rumbo. A estas alturas no hay solución o,
mejor dicho, la única solución es dejar las cosas atrás. Ya vendrán nuevos
escenarios y veremos cómo nos va. Empecemos de nuevo.
La madriguera del ministro
martes, 29 de enero de 2019
martes, 6 de febrero de 2018
Limite
La noción de “limite” me es
ajena. Lo descubrí hace tiempo y perdí la cuenta de las veces que intenté
enmendarlo. Fracaso garantizado (es inútil luchar contra la naturaleza). Mucho
más sensato me ha resultado aceptarlo aun a pesar de los daños colaterales. En
ese contexto, este asunto de las fotos pudiera verse como un veneno que se le suministra,
a cuenta gotas, a un enfermo: innecesario —cuando menos— o eutanásico —en el
mejor de los casos—, pero siempre con el mismo resultado. Siendo así, todo se
reduce a una cuestión de tiempo: al tiempo que me tome encontrar un camino, una
puerta o un atajo, quizás al desastre, al “te lo dije” o a la calamidad profetizada…
quizás a una excusa de arena que sirva para levantar un castillo, a un eclipse
de luna, o a la posibilidad de una historia. Nunca se sabe, pero no está de más
volverlo a intentar.
domingo, 28 de enero de 2018
Anotación #1
“Problemas de comunicación” sería
la manera sencilla de decirlo. La realidad es que no he parado de cagarla desde
que comenzó el año. Para empezar, rompí la regla de oro: no usar el celular
bajo los efectos del alcohol. La frase de Cortázar salió como un disparo,
trillada —además— porque no he parado de usarla desde que la leí, pero esta vez
no funcionó, vino seguida de un silencio amargo que duró una semana, hasta que
decidí humillarme más y procurar alguna explicación que tampoco recibí. Fin. Capítulo
cerrado. “Se pasa la página y listo”. Mentira. No me queda un ápice de
autoestima. Claro que he seguido estrellándome contra la misma pared, autocompadeciéndome
en esperanzas fatuas, y de paso, no he parado de lanzar mierda contra el
ventilador. Diagnóstico: masoquismo (del más puro e incurable). Posibilidades:
escasas (aunque debería decir “ninguna”). Queda algo a lo que le llaman trabajo
en lo que se refugia, normalmente, la gente con problemas similares a los míos,
pero yo no puedo hacerlo. No tengo cabeza para contestar presupuestos ni para
supervisar vendedores. Solo pienso en cómo darle una vuelta más a la tuerca que
me hunde más en el fango. No se diga más. Tampoco es algo patológico, la teoría
de los clavos que sacan otros clavos, aunque errada, resulta divertida.
Resultaba, porque la realidad es que uno de los clavos ha estado girando
insistentemente como un pollo que, por alguna razón, no se cocina. Me dio un
pesar muy leve, suavecito, y pasé de largo a otro clavo rendido después de
tanta insistencia. Experiencia amarga (peor que la del silencio) porque el
tiempo trae consigo la expectativa, y el choque con la realidad te deja
calculando, reflexionando si en realidad valía la pena tanta espera. Después de
todo eso —o quizás antes— están estas malditas ganas de fumar que no puedo
aplacar porque ahora los cigarros se compran solo con efectivo, pero no con
cualquiera porque no aceptan ni de baja ni de alta denominación, solo la
combinación correcta de billetes que yo, por supuesto, no tengo, porque si la
tuviera no hablaría de “ganas” de fumar. Paréntesis innecesario. Bocanada imaginaria.
Ensayo de soluciones a medias. Lo que me pasa tiene mal pronóstico. Escribo con
la intención de alejarme de aquello que quiero, pero con la vocación maldita de
obtenerlo, como si las cosas funcionaran así, como si los perdedores que van en
el autobús fueran a obtener algo de las muchachas a las cuales les ceden el
asiento, como si sirviera de algo tanto aquello como esto. Tengo la marca del
pesimismo a la misma altura que la del ron, pero una me disuade y la otra no. Por
hoy ha sido suficiente, pero sé que mañana encontrare otra manera de rebajarme.
Imaginaré otra excusa tan mala como todas las que he usado hasta ahora, en este
enero de mierda que no termina, y lo intentaré de nuevo.
viernes, 29 de diciembre de 2017
... el augurio de una vida rutinaria
Su ausencia en el día acordado, a
la hora que propuso, debió encender las alarmas premonitorias del desastre,
pero no ocurrió. Soy terco. No, soy demasiado orgulloso. Además, en el afán de
aceptar mis defectos le he construido un altar a mi adicción por los
imposibles, a esos triunfos nimios, parciales, secretos, que cuando han salido
a la luz me han traído toda clase de problemas. Para algunos, soy la
personificación del egoísmo. Para mí, en cambio, es un asunto de supervivencia:
la conformidad me mata y el augurio de una vida rutinaria me lleva a trazar nuevos
caminos. Dos días después estaba conduciendo por San Bernardino, buscando un
edificio sin nombre, con la fachada idéntica a todas las demás, al frente de
una panadería clandestina. Las calles sucias contrastaban con el brillo de mi
felicidad. Quizás nadie lo entienda, pero después de esperar cuatro años por
esas indicaciones el tiempo que me tomara encontrarla sería lo de menos. Y allí
estaba, ante esa persona minúscula que en realidad no conozco, que me sonreía
como sosteniendo un cartel con la frase “es imposible”, incapaz de disuadirme,
mientras un brote de malas ideas me afloraba entre el tríceps y el meñique (no
sé por qué allí), y en una fracción de segundo me imaginé el dialogo perfecto
que no ocurrió, que en realidad no hacía falta, porque justo en ese momento —y
solo por ese momento— el mundo desapareció en un abrazo, tal como ocurrió aquella
vez en la Plaza Altamira, o como la otra, en el Parque del Este, un déjà vu de caminos truncados que han
quedado atrás ante una nueva posibilidad. Todo fue breve. Podría decir que todo
duró el tiempo justo, pero en realidad, todo me pareció breve. Conduje de
vuelta a casa pensando en los prejuicios sobre el destino de las malas ideas.
Me tomé un café estancado en la definición de imposible. Dormí calculando la
posibilidad de alargar momentos. Soñé con ella.
jueves, 28 de enero de 2016
... de una brevedad criminal
Entiende que aparentar calma es lo único
que me queda. No resuelve nada, pero exteriorizar mi angustia tampoco. Por eso
tomo el camino más largo, el de las palabras acomodadas como protocolos de
sobrevivencia. Sé que es difícil porque todavía no hemos encontrado nuestras formulas
privadas, nuestras exclusivas estructuras lingüísticas para marginarnos del
mundo. No tenemos códigos que le den significado a los silencios, ni le hemos
asignado contenido a los espacios en blanco. Nunca digo que quiero verte porque
sería una mentira. En realidad, lo necesito. Quizás por eso todos nuestros
encuentros me parecen breves (breves de una brevedad criminal). Me llenas pero
al instante siguiente me siento tan vacío como antes y sin transiciones comienzo
una nueva búsqueda de excusas, un nuevo periplo de angustia maquillada y la
construcción artesanal de un camino que confluya en tus coordenadas. Sientes
que te espero cuando en realidad no descanso de acecharte, de tenderte
emboscadas y contar los segundos que nos separan. Infinitos. En esa aparente
parsimonia termino dudando si todo es real o sólo un reflejo de mis deseos, de
mi imaginación construyendo escenarios en los que danzas ajena a mi presencia y
es en ese momento que recuerdo que la calma es lo único que me queda.
martes, 19 de enero de 2016
Rincón
En este rincón, que a todos se les antoja casual,
he decido establecer el bastión de mi fortaleza. Recorro la habitación con la
mirada hasta encontrarla. Fue demasiado fácil, como si lo hubiera hecho muchas
veces y mis ojos estuvieran habituados a ese recorrido. La miro brevemente,
varias veces, y trato de almacenar las fotografías. Planos generales y planos
detalle en una fracción de segundo. Sonrío. Disimulo. Asumo lo absurdo que
sería intentar hacer cualquier otra cosa. Desisto de la posibilidad de un
sabotaje. Recorro nuevamente la habitación en un acto de hipocresía. La
encuentro en donde la había dejado. Miro sus lunares. Se me ocurre construir
una casa de madera en el que tiene en la barbilla. Las vacaciones podría
pasarlas en el archipiélago de su hombro derecho. Ella me mira y sin decir
palabra me dice que quiere que la mire. La complazco. En un momento de lucidez
recuerdo que existe el mundo y encierro el instante anterior entre paréntesis. No
lo entenderían. Lanzo los dados en el juego de roles que he jugado toda la
vida. Me preguntan algo que no entiendo y respondo lo primero que se me ocurre.
Mis ojos van en piloto automático a las coordenadas en las que gravita. Permanece
allí, en parte porque sabe que no soportaría su ausencia, en parte porque
disfruta tenerme prisionero de sus movimientos, de sus palabras. Me dicen algo
pero la conversación se me escapa. No soy capaz de seguirla. Sí soy capaz pero
reconozco que no quiero. Quien me habla dice que todo es posible y yo me
imagino pintando signos de interrogación con un pincel delgadito y pintura de
oleo morada. En la distancia veo que se levanta y sale de habitación, y como
una reacción química que se desencadena con violencia comienzo a sentir que el
rincón se me hace pequeño. Me transformo en un animal aquejado de claustrofobia.
El aire escasea y los músculos de las piernas se me entumecen. Mejor camino un
poco. Exagero los movimientos para justificar ante los demás algo que sería
imposible de explicar. Acometo una búsqueda que resulta breve pero desesperada.
Antes del primer minuto asumo que todo está perdido. Al inicio de la segunda orbita
me disparan una pregunta a quema ropa. Miento. Doy otra vuelta en estado de
negación. Tomo fondo blanco y me sirvo otro ron. Todo es posible. Regreso
derrotado a mi rincón. Están hablando de correr y yo no corro. Consulto el teléfono
esperanzado en una explicación que no llega. Todo deja de tener sentido a una
velocidad que me impresiona. Sin ella se acaban las razones. Me despido. Tengo
asuntos pendientes. Nadie me cree ni tampoco les importa. Explico que viene un
primo y no tiene donde quedarse así que tengo que buscarlo. Antes de comenzar a
estrechar manos e intercambiar besos ella aparece. Me siento para esperar el
cruce de las miradas y hacerle saber el reclamo. Es mi mejor intento, pero es
un intento fallido. Se excusa con un gesto. La perdoné desde que entró. Ahora
se me ocurre —y no sé por qué— que la distancia que nos separa es mayor, como
si la acción de irse y volver hubiera roto un equilibrio que solo puede restablecerse
si me hago de su olor. Si compruebo que sigue allí, que no cambió en la
eternidad de su ausencia. Estoy claro en que el movimiento debe ser certero.
Meticuloso. No sé si soy capaz. Creo que he bebido mucho y precisamente por eso
también creo que sí soy capaz. Me aproximo cual depredador. Ella me espera cual
presa. Sólo necesito una bocanada de su cabello pero en un movimiento cruel y
desmedido se levanta y sale de nuevo. Sé que es momento de mantener la calma
pero no puedo. Acelero el paso para seguirla. La alcanzo y con un susurro la
inquiero. Me responde sin dejarme terminar, con conocimiento anticipado de mis
intenciones. Caigo en cuenta que ahora soy predecible. Ella es lo peor, y lo
mejor, y lo inexplicable. Se detiene en el pasillo angosto que es mi mejor
aliado y aprovecho de colocar mi mano en su espalda por un momento que soy
incapaz de calcular pero se me hace fugaz. No se mueve. No decimos nada por
miedo a ser escuchados, pero mi mano y su espalda se comunican en su propio
lenguaje. Miro sus ojos. Miro su boca. Sé que es posible. Sé que puede ocurrir
justo en este momento pero también sé que no va a pasar. La posibilidad es mi
victoria y regreso a mi rincón anegado de ella. Sonrío. Todo se repite una y
otra vez. Lo demás no me importa.
lunes, 18 de enero de 2016
Prefiero lo segundo
Uno sabe que está mal, que no debe ocurrir,
que se deben tomar medidas que lo eviten porque eso garantiza que lo demás —que
en la realidad termina siendo todo— se mantenga tal cual como está: funcionando.
Pero de un tiempo para acá he tomado consciencia de mí debilidad ante las
tentaciones. La historia es cruel. Las estadísticas son frías. Cada vez que me
he encontrado ante la posibilidad de un desastre también he contado con las
herramientas para evitarlo, pero nunca lo he intentado. Entre quitarme de la
trayectoria del huracán o atornillarme en su camino, prefiero lo segundo. No
conozco otra manera. La devastación también se elige.
miércoles, 13 de enero de 2016
El cigarro y San Cono
A mediados de año dejé de fumar. Me parece
una eternidad. Me parece también el final lógico de una relación que empezó
demasiado temprano, duró demasiado tiempo y se interrumpió demasiadas veces. Al
principio pensé que fue lo mejor. Ahora estoy convencido. “Lo mejor” entendido
racionalmente, claro está. Cuando esto comenzó no me representé la posibilidad
del final. Nunca lo hago (aunque nadie lo crea). Pero los finales son una
certeza. Algunas veces lo extraño, sobre todo cuando tomo café y cuando me
siento ante la computadora y se desatan los demonios que la gente presume pero no
ve, los que antes amainaba de bocanada en bocanada. Todo beneficio conlleva una
perdida, así que no me quejo. Para ser sincero me resultó fácil. Siempre me
resulta fácil cuando tengo que elegir entre cualquier cosa y yo. No tengo
madera de héroe. Sin tabaco lo bueno es igual de bueno y la mierda siempre huele
igual, nada cambia, salvo que no hay tiempo fuera, no hay capsulas ni
conversaciones superfluas en las escaleras. Sin tabaco el año que pasó se
convirtió en el inverso exacto del anterior. No vale la pena darle más vueltas.
Coherencia. Debo ser coherente con la filosofía de dejar las cosas en el
pasado. Las cosas. Es feo sobre todo porque cuando pienso en esa filosofía sólo
recuerdo personas pero no hay forma que lo exprese como lo pienso y por eso es
que digo y escribo “las cosas” y no “las personas”. Hay cosas que no descansan en
paz en el pasado. Que no se les encuentra orilla. Que de vez en cuando te
disparan un misil interdimensional. Impertinentes. El misil, en sí mismo, es
potencialmente mortal pero no te mata porque con el tiempo desarrollas una
habilidad absurda de lidiar con cosas que no entiendes y que no puedes evitar,
así que sigues guardando los corchos del vino en la copa de vidrio que ya no da
para más, pero lo repites como una ceremonia, como algo solemne que le da
sentido a otro algo que no lo tiene y cuando te das cuenta sigues ahí, igual
que ocurría en la playa cuando saltabas una ola y volteabas para verla
desaparecer en la orilla. Una mirada breve. Siempre viene otra ola. Siempre
viene otro misil. Pero las ceremonias también son infinitas así que es válido
pensar que las cosas saldrán bien. Saldrán como tengan que salir. El bien es
relativo. Por ejemplo hay a quienes les gusta soñar mientras duermen. A mí no.
De paso, de un tiempo para acá, me ha dado por soñar con los papás de la gente.
Rarísimo. Ya no sueño con alguien en particular sino que sueño con sus papás.
Te despiertas a orinar en la noche y te ves como un idiota en el espejo,
despeinado, alumbrado y tratando de explicarte a ti mismo por qué soñabas con
los papás de cualquiera. Mi mamá tenía el libro de San Cono y el significado de
los sueños en su mesita de noche porque jugaba a la lotería, pero le perdí la
pista hace años y me da pena andarlo buscando por las librerías esotéricas. Es
más, me daría vergüenza que me vieran entrando en una librería esotérica. Sería
extraño. Me imagino saliendo del lugar y encontrándome a mi jefe. Me saluda y
le echa una ojeada veloz a la bolsita donde va el pana San Cono y se queda
pensando si de verdad valdrá la pena pagarme un sueldo si pienso que la respuesta
de cualquier cosa está en las estrellas, las pirámides, el cuarzo o las cartas
del Tarot. Sería una desgracia de encuentro, al mismo nivel de encontrarte a
alguien en el ascensor de un hotel tiradero. Vas tipo plan de escape, todo sale
bien y cuando te toca salir bajas de tu habitación en el piso siete y el
ascensor se detiene en el cuatro. Esos breves segundos entre la parada y la
apertura de las puertas son de los más agónicos. Allí puede estar parada cualquier
persona. Tu jefe (otra vez) (peor si es el mismo día de lo de San Cono). Tu ex.
Tu tutor de tesis. La mamá de la persona que va contigo. Dos extraños que
abordan el ascensor con el cabello mojado y la misma incomodidad que tú, te
saludan porque no queda de otra y los cuatro miran el techo, el suelo o el
tablero del aparato. Te montas en el carro en estado de crispación y te provoca
fumarte un cigarro sin filtro pero recuerdas que hace un año que lo dejaste.
Hay cosas que no tienen solución. Sonríes. No es el fin del mundo. Nada es el fin del
mundo.
sábado, 10 de mayo de 2014
Empezar
Lo que más me cuesta en este mundo es empezar. Después que empiezo, con
mucha alegría y motivación, me voy hundiendo paso a paso en una especie de
pasticho funcional que me termina dejando en un punto muerto que es peor que el
inicial. Ahora, si asumiera que me cuesta arrancar y luego continuar, lo
gramaticalmente correcto sería decir que me cuesta todo el proceso, pero eso no
lo puedo asumir porque sería un atentado directo contra mis ganas de empezar
cualquier cosa. Un sabotaje. Por todo esto no me sorprende ver la botella
blanca encima de la biblioteca esperando a ser asaltada por los múltiples
diseños que terminarán decorándola algún día. Es más, los diseños no están allí
(todavía) porque tampoco me los he imaginado, lo que me lleva a tener una
actitud anti-parabólica ante el vacío de mi blog de dibujo. En el polo opuesto
se encuentran las primeras páginas de varias novelas. Entiéndase: una página
por cada primer capítulo de cada novela distinta. Esto es lo que me carcome la
planta de la mano izquierda. Pudiera decir que me carcome el alma —como lo
dicen la mayoría de las personas— pero es un lugar común. No sé, cosas que
tienen que ver con el pragmatismo, o que no se pueden comprobar y sólo por eso
las desecho. Además que si el alma existiera y de verdad pudiera ser
carcomida, no lo lograría una novela que comienza y no continúa. Si así fuera,
no merecería ser mi alma, lo cual me regresaría —también en este caso— al punto
inicial de la diatriba. En fin, la página en blanco sólo me recuerda la
sensación de extrañamiento narrativo que nunca me abandona, a la que le temo
tanto que de puro miedo me veo forzado a sacarle punta a cada idea, a cada
personaje, limando detalles que podrían llegar a ser obstáculos en el futuro.
El planteamiento no tiene sentido, pero la verdad es que nadie me está
esperando, así que no tengo prisa.
Problemas de marido y mujer
Tan bonitas que se ven esas calles mojadas en las películas mientras que
aquí una calle mojada normalmente obedece a dos razones: o se rompió un tubo de
aguas blancas o se rompió un tubo de aguas negras. Nosotros somos así, de una
simpleza que asusta. Por eso cuando me probé aquél sobretodo negro en el
invierno uruguayo me quedaba de lo más regio, pero al imaginarme usándolo
mientras hacía la cola del abasto del portugués de Ruiz Pineda para comprar
papel toilette la imagen se me esfumó y quedé sumido una sensación
inexplicable. Conversaba de esto hace poco con un amigo que viajó a Buenos
Aires y volvió decepcionado. Me costó encajarlo porque yo me encerré a llorar
en el baño del aeropuerto cuando me tocó regresar de Argentina. Conversamos y
resulta que el muchacho no fue al Gran Rex, ni al Luna Park, ni al planetario,
ni entró a las librerías inmensas donde se consigue de todo, ni compró discos
viejos de los rockeros de siempre (ni discos de los rockeros desconocidos) y
para más inri ni siquiera entró a un espectáculo de tango. La pregunta
pertinente para la ocasión era ¿a qué fuiste a Buenos Aires? pero me dio pánico
la respuesta así que me mandé un trago de guayoyo y pasé, total uno aquí ya
pasa de tantas cosas que si lo incluyen como deporte olímpico nos llevamos las
tres medallas. Ese día fue bien particular, porque al salir de trabajo regresé
en metro a mi casa como lo hago todos los días y al llegar a Capitolio se formó
una trifulca que ameritó que me sacara los audífonos —cosa que evito como a los
piojos— creyendo que se trataba de una tradicional agarrada-de-culo a la muchacha
que, para mala suerte del infractor, andaba acompañada. Pero no, en unos pocos
instantes entendí que el objeto de los insultos era un hombre que, segundos
antes, había tratado de defender a la misma mujer que ahora lo estaba
agraviando, del hombre que estaba a su lado, es decir, de su pareja, que le
había mandado un tremendo coñazo por la cara debido a no sé qué problema
previo. Hubo un breve instante en que el tipo (el que estaba siendo insultado)
y yo cruzamos miradas y descubrí en sus ojos el mismo desconcierto que
normalmente veía en los míos. Como alguien había tocado el botón de emergencia
del vagón tuvimos que esperar que se aparecieran los funcionarios de la PNB,
que tenían aspecto —tantos por sus rasgos como por el color de su uniforme— de muchachitos
de bachillerato, fue allí donde ocurrió lo más cumbre de la historia, porque de
la misma forma que la mujer insultó a su otrora defensor, también se fajó a
gritos con los policías para evitar que bajaran del tren al marido, a lo que se
le debe agregar que algunas de las personas que iban en el vagón también le
gritaron a los funcionarios para que dejaran seguir al Metro ya que estaban
cansados y era un problema “entre marido y mujer”. De seguida ocurrió lo más
simple y elemental: el insultado se salió del andén junto a los policías y los
demás seguimos nuestro camino.
domingo, 27 de octubre de 2013
Sistema
Enciendo un cigarro y tomo una bocanada larga y espesa. Le echo el humo
al café y tomo un sorbito porque creo que esta caliente. Esta tibio. Tomo un
sorbo más grande y me quedo absorto en el tráfico y en la gente que pasa, como
lo hacían esos tipos con traje de poliéster que veía frente a los ministerios
cuando era niño. Me parecían unos flojos-perdedores-funcionarios-públicos.
Ahora soy yo quien trabaja en un ministerio (pero no me ha ido tan mal, por lo
menos he podido comprarme varias chaquetas de pana y algunos zapatos italianos)
y salgo a fumar y a tomar café en horario de oficina. Lo entendí: por más que
luches el sistema te gana, te arrolla, te da tanto que terminas sin ánimo de
hacer nada extraordinario. Te rindes y te pesa en el alma admitir que te rindes,
así que como todo da igual simplemente te tomas un brake, bajas, fumas, te
rascas la barba, tomas café, buceas a las mensajeras (si fuera más lanzado
hasta les hablaría, pero me da pena) y después regresas a sobrevivir. Esa es
una forma de interpretarlo. La otra forma es que el sistema no te gana ni te
arrolla, tú luchas y vas llevando el asunto tan bien como puedes, hasta que te
empiezan a joder los que no tienen nada que ver con tu trabajo. Entonces en
lugar de salir de la oficina para descansar de los problemas, te encuentras con
unos rollos inmensos, con gente que no tiene más nada que hacer con su vida y
se dedica a joder por entretenimiento (se destacan en ello), y allí comienza la
sensación de que vas capeando un temporal, sacas y sacas el agua para no
hundirte pero tampoco deja de llover. En medio de ese diluvio te provoca un
whisky y un cigarro en un local donde pongan jazz, pero el sueldo no te lo
permite (además que aquí no se escucha jazz y en los locales no se puede fumar).
También te provoca tirarte salvajemente a una tipa, ponerle una mascara, darle
cachetadas y halarle el cabello al momento de acabar, pero la sumisa que lo
permite es la misma que no hace nada con su vida y jode por entretenimiento (se
destaca en eso), así que comienzas a dudar sobre qué es exactamente lo que vale
la pena. Entiéndase que sólo se “comienza” a dudar, porque para algunas
personas el deseo esta por encima de todo (incluso de una duda consolidada) y
terminan tranzando aún contra sus principios —en el caso que los tuvieran—,
fornican, pegan, ponen mascaras, fuman y se calan su peo. Al día siguiente
llegas con menos de la mitad de la energía a la oficina y la lucha contra el
sistema sigue pero se relativiza, se emprende con menos ánimos y sin pronostico
de victoria, por eso a media mañana mandas todo a la chucha y bajas a fumar y a
tomar café, te rascas la barba (y las bolas) y te quedas absorto en el tráfico
y en la gente; te buceas a las mensajeras y si no fueras tan penoso también les
hablarías; sí, quizás también les hablarías.
martes, 8 de octubre de 2013
Zamuro
Comencé a personalizar mi oficina el
mismo día que me la entregaron. Dos días después empecé a llevarme las cosas de
vuelta a casa. Así está el país, a nadie le sorprende (y menos a mí). Sigo
aquí, pero con la sensación de que estoy jugando la prórroga (eso tampoco es
nuevo). Ese día, cuando estaba metiendo mi libro de Mir Puig en un bolso con
camuflaje militar, un zamuro se posó en el balcón de mi oficina. Me quedé
petrificado por unos instantes mientras lo veía y él me veía con la cabeza de
medio lado, como miran los pájaros. Saqué lentamente (no sé por qué tan lento)
mi celular y le tomé varias fotos. Luego comencé a acercarme despacito, casi
como reptando, y a cada paso que daba el pajarraco hacía el amago de echarse a
volar. No lo hizo. Nos miramos de nuevo con mutua desconfianza, separados solo
por el cristal de la ventana, cuando repentinamente desplegó sus alas negras
que semejaban la túnica de la muerte pero no voló. Le tomé otra foto y luego,
como si se hubiera acostumbrado a mi presencia, bajó la cabeza y comenzó a
masticar una hoja seca de la planta que dejó mi predecesor. En ese momento no
era un temido pájaro de mal agüero ni el portador de un mal augurio; no era un
consumidor furtivo de cadáveres; no era más que otro pájaro masticando una hoja
como lo podría hacer un loro o una guacamaya. El día siguiente fue sábado y fui
a trabajar en la tarde. Antes de subir compré una hamburguesa que me comí
viendo hacia la ventana. Cuando sólo quedaba un pedacito se me ocurrió dejarlo
en el balcón por si acaso volvía el zamuro. Quien sabe… quizás y funcionan
igual que los gatos: viven en la calle pero les pones comida y lo recuerdan.
Vienen, comen, los ves y se van. Simple. Sonreí imaginándome el momento en que
mi sucesor este contento poniendo la oficina a su gusto y le llegue un zamuro
hambriento a posarse en su balcón. Sublime. Le dejé el pedazo de hamburguesa,
varias papas y me puse a trabajar.
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