martes, 29 de enero de 2019

Nuevo



Lo voy a decir así: me da mucha vergüenza todo esto. Bueno, casi todo. Leyendo con atención, lo posteado hasta ahora se puede clasificar en tres grandes grupos: 1.- mediocre con ínfulas de superioridad; 2.- tiradera de puntas indiscriminadas y 3.- autonegación. El conjunto representa una incoherencia aberrante que nada tiene que ver con la filosofía de todo-me-sabe-a-culo con la que he vivido, por lo menos, los últimos veinte años. No me di cuenta hoy. Lo sé desde hace tiempo, pero me negaba a aceptarlo. Ahora, habiéndose consumado la confesión, me dispongo a empezar de nuevo. Para ello, lo más fácil sería recurrir a las herramientas de edición y acabar con la pesadilla haciendo un solo click, pero entonces sentiría que estoy ocultado un pasado oscuro que no es tal. Me equivoqué, sí, de hecho, me he equivocado muchas veces, pero eso no es el fin del mundo. Hay una buena cantidad de material tanto aquí como en el proyecto principal que se puede leer porque no está contaminada con el demonio del ego que me persigue desde siempre. Cada vez que produzco algo lucho contra él (al igual que lucho contra las ganas de fumar). Es parte de mí y nunca me voy a librar de él, así que me esfuerzo en la gestión de pérdidas, en el control de daños, en procurar en que no deje de ser una parte para convertirse en un todo, como pasó hace años. Luego, lo de las indirectas ha sido una pérdida de tiempo y de energía irrecuperable. Ya, me tomó años internalizar que sus destinatarios ni siquiera me leen, así que qué tanto. Me gustaría, eso sí, poder asumir una de esas posturas de artículos de autoayuda y afirmar algo ridículo del tipo: “allá ellas que se lo pierden”, pero no es verdad. Perdí yo. Manejé mal las cosas y luego no pude enderezar el rumbo. A estas alturas no hay solución o, mejor dicho, la única solución es dejar las cosas atrás. Ya vendrán nuevos escenarios y veremos cómo nos va. Empecemos de nuevo.

martes, 6 de febrero de 2018

Limite

La noción de “limite” me es ajena. Lo descubrí hace tiempo y perdí la cuenta de las veces que intenté enmendarlo. Fracaso garantizado (es inútil luchar contra la naturaleza). Mucho más sensato me ha resultado aceptarlo aun a pesar de los daños colaterales. En ese contexto, este asunto de las fotos pudiera verse como un veneno que se le suministra, a cuenta gotas, a un enfermo: innecesario —cuando menos— o eutanásico —en el mejor de los casos—, pero siempre con el mismo resultado. Siendo así, todo se reduce a una cuestión de tiempo: al tiempo que me tome encontrar un camino, una puerta o un atajo, quizás al desastre, al “te lo dije” o a la calamidad profetizada… quizás a una excusa de arena que sirva para levantar un castillo, a un eclipse de luna, o a la posibilidad de una historia. Nunca se sabe, pero no está de más volverlo a intentar.

domingo, 28 de enero de 2018

Anotación #1

“Problemas de comunicación” sería la manera sencilla de decirlo. La realidad es que no he parado de cagarla desde que comenzó el año. Para empezar, rompí la regla de oro: no usar el celular bajo los efectos del alcohol. La frase de Cortázar salió como un disparo, trillada —además— porque no he parado de usarla desde que la leí, pero esta vez no funcionó, vino seguida de un silencio amargo que duró una semana, hasta que decidí humillarme más y procurar alguna explicación que tampoco recibí. Fin. Capítulo cerrado. “Se pasa la página y listo”. Mentira. No me queda un ápice de autoestima. Claro que he seguido estrellándome contra la misma pared, autocompadeciéndome en esperanzas fatuas, y de paso, no he parado de lanzar mierda contra el ventilador. Diagnóstico: masoquismo (del más puro e incurable). Posibilidades: escasas (aunque debería decir “ninguna”). Queda algo a lo que le llaman trabajo en lo que se refugia, normalmente, la gente con problemas similares a los míos, pero yo no puedo hacerlo. No tengo cabeza para contestar presupuestos ni para supervisar vendedores. Solo pienso en cómo darle una vuelta más a la tuerca que me hunde más en el fango. No se diga más. Tampoco es algo patológico, la teoría de los clavos que sacan otros clavos, aunque errada, resulta divertida. Resultaba, porque la realidad es que uno de los clavos ha estado girando insistentemente como un pollo que, por alguna razón, no se cocina. Me dio un pesar muy leve, suavecito, y pasé de largo a otro clavo rendido después de tanta insistencia. Experiencia amarga (peor que la del silencio) porque el tiempo trae consigo la expectativa, y el choque con la realidad te deja calculando, reflexionando si en realidad valía la pena tanta espera. Después de todo eso —o quizás antes— están estas malditas ganas de fumar que no puedo aplacar porque ahora los cigarros se compran solo con efectivo, pero no con cualquiera porque no aceptan ni de baja ni de alta denominación, solo la combinación correcta de billetes que yo, por supuesto, no tengo, porque si la tuviera no hablaría de “ganas” de fumar. Paréntesis innecesario. Bocanada imaginaria. Ensayo de soluciones a medias. Lo que me pasa tiene mal pronóstico. Escribo con la intención de alejarme de aquello que quiero, pero con la vocación maldita de obtenerlo, como si las cosas funcionaran así, como si los perdedores que van en el autobús fueran a obtener algo de las muchachas a las cuales les ceden el asiento, como si sirviera de algo tanto aquello como esto. Tengo la marca del pesimismo a la misma altura que la del ron, pero una me disuade y la otra no. Por hoy ha sido suficiente, pero sé que mañana encontrare otra manera de rebajarme. Imaginaré otra excusa tan mala como todas las que he usado hasta ahora, en este enero de mierda que no termina, y lo intentaré de nuevo.


viernes, 29 de diciembre de 2017

... el augurio de una vida rutinaria

Su ausencia en el día acordado, a la hora que propuso, debió encender las alarmas premonitorias del desastre, pero no ocurrió. Soy terco. No, soy demasiado orgulloso. Además, en el afán de aceptar mis defectos le he construido un altar a mi adicción por los imposibles, a esos triunfos nimios, parciales, secretos, que cuando han salido a la luz me han traído toda clase de problemas. Para algunos, soy la personificación del egoísmo. Para mí, en cambio, es un asunto de supervivencia: la conformidad me mata y el augurio de una vida rutinaria me lleva a trazar nuevos caminos. Dos días después estaba conduciendo por San Bernardino, buscando un edificio sin nombre, con la fachada idéntica a todas las demás, al frente de una panadería clandestina. Las calles sucias contrastaban con el brillo de mi felicidad. Quizás nadie lo entienda, pero después de esperar cuatro años por esas indicaciones el tiempo que me tomara encontrarla sería lo de menos. Y allí estaba, ante esa persona minúscula que en realidad no conozco, que me sonreía como sosteniendo un cartel con la frase “es imposible”, incapaz de disuadirme, mientras un brote de malas ideas me afloraba entre el tríceps y el meñique (no sé por qué allí), y en una fracción de segundo me imaginé el dialogo perfecto que no ocurrió, que en realidad no hacía falta, porque justo en ese momento —y solo por ese momento— el mundo desapareció en un abrazo, tal como ocurrió aquella vez en la Plaza Altamira, o como la otra, en el Parque del Este, un déjà vu de caminos truncados que han quedado atrás ante una nueva posibilidad. Todo fue breve. Podría decir que todo duró el tiempo justo, pero en realidad, todo me pareció breve. Conduje de vuelta a casa pensando en los prejuicios sobre el destino de las malas ideas. Me tomé un café estancado en la definición de imposible. Dormí calculando la posibilidad de alargar momentos. Soñé con ella.  

jueves, 28 de enero de 2016

... de una brevedad criminal


Entiende que aparentar calma es lo único que me queda. No resuelve nada, pero exteriorizar mi angustia tampoco. Por eso tomo el camino más largo, el de las palabras acomodadas como protocolos de sobrevivencia. Sé que es difícil porque todavía no hemos encontrado nuestras formulas privadas, nuestras exclusivas estructuras lingüísticas para marginarnos del mundo. No tenemos códigos que le den significado a los silencios, ni le hemos asignado contenido a los espacios en blanco. Nunca digo que quiero verte porque sería una mentira. En realidad, lo necesito. Quizás por eso todos nuestros encuentros me parecen breves (breves de una brevedad criminal). Me llenas pero al instante siguiente me siento tan vacío como antes y sin transiciones comienzo una nueva búsqueda de excusas, un nuevo periplo de angustia maquillada y la construcción artesanal de un camino que confluya en tus coordenadas. Sientes que te espero cuando en realidad no descanso de acecharte, de tenderte emboscadas y contar los segundos que nos separan. Infinitos. En esa aparente parsimonia termino dudando si todo es real o sólo un reflejo de mis deseos, de mi imaginación construyendo escenarios en los que danzas ajena a mi presencia y es en ese momento que recuerdo que la calma es lo único que me queda.

martes, 19 de enero de 2016

Rincón

En este rincón, que a todos se les antoja casual, he decido establecer el bastión de mi fortaleza. Recorro la habitación con la mirada hasta encontrarla. Fue demasiado fácil, como si lo hubiera hecho muchas veces y mis ojos estuvieran habituados a ese recorrido. La miro brevemente, varias veces, y trato de almacenar las fotografías. Planos generales y planos detalle en una fracción de segundo. Sonrío. Disimulo. Asumo lo absurdo que sería intentar hacer cualquier otra cosa. Desisto de la posibilidad de un sabotaje. Recorro nuevamente la habitación en un acto de hipocresía. La encuentro en donde la había dejado. Miro sus lunares. Se me ocurre construir una casa de madera en el que tiene en la barbilla. Las vacaciones podría pasarlas en el archipiélago de su hombro derecho. Ella me mira y sin decir palabra me dice que quiere que la mire. La complazco. En un momento de lucidez recuerdo que existe el mundo y encierro el instante anterior entre paréntesis. No lo entenderían. Lanzo los dados en el juego de roles que he jugado toda la vida. Me preguntan algo que no entiendo y respondo lo primero que se me ocurre. Mis ojos van en piloto automático a las coordenadas en las que gravita. Permanece allí, en parte porque sabe que no soportaría su ausencia, en parte porque disfruta tenerme prisionero de sus movimientos, de sus palabras. Me dicen algo pero la conversación se me escapa. No soy capaz de seguirla. Sí soy capaz pero reconozco que no quiero. Quien me habla dice que todo es posible y yo me imagino pintando signos de interrogación con un pincel delgadito y pintura de oleo morada. En la distancia veo que se levanta y sale de habitación, y como una reacción química que se desencadena con violencia comienzo a sentir que el rincón se me hace pequeño. Me transformo en un animal aquejado de claustrofobia. El aire escasea y los músculos de las piernas se me entumecen. Mejor camino un poco. Exagero los movimientos para justificar ante los demás algo que sería imposible de explicar. Acometo una búsqueda que resulta breve pero desesperada. Antes del primer minuto asumo que todo está perdido. Al inicio de la segunda orbita me disparan una pregunta a quema ropa. Miento. Doy otra vuelta en estado de negación. Tomo fondo blanco y me sirvo otro ron. Todo es posible. Regreso derrotado a mi rincón. Están hablando de correr y yo no corro. Consulto el teléfono esperanzado en una explicación que no llega. Todo deja de tener sentido a una velocidad que me impresiona. Sin ella se acaban las razones. Me despido. Tengo asuntos pendientes. Nadie me cree ni tampoco les importa. Explico que viene un primo y no tiene donde quedarse así que tengo que buscarlo. Antes de comenzar a estrechar manos e intercambiar besos ella aparece. Me siento para esperar el cruce de las miradas y hacerle saber el reclamo. Es mi mejor intento, pero es un intento fallido. Se excusa con un gesto. La perdoné desde que entró. Ahora se me ocurre —y no sé por qué— que la distancia que nos separa es mayor, como si la acción de irse y volver hubiera roto un equilibrio que solo puede restablecerse si me hago de su olor. Si compruebo que sigue allí, que no cambió en la eternidad de su ausencia. Estoy claro en que el movimiento debe ser certero. Meticuloso. No sé si soy capaz. Creo que he bebido mucho y precisamente por eso también creo que sí soy capaz. Me aproximo cual depredador. Ella me espera cual presa. Sólo necesito una bocanada de su cabello pero en un movimiento cruel y desmedido se levanta y sale de nuevo. Sé que es momento de mantener la calma pero no puedo. Acelero el paso para seguirla. La alcanzo y con un susurro la inquiero. Me responde sin dejarme terminar, con conocimiento anticipado de mis intenciones. Caigo en cuenta que ahora soy predecible. Ella es lo peor, y lo mejor, y lo inexplicable. Se detiene en el pasillo angosto que es mi mejor aliado y aprovecho de colocar mi mano en su espalda por un momento que soy incapaz de calcular pero se me hace fugaz. No se mueve. No decimos nada por miedo a ser escuchados, pero mi mano y su espalda se comunican en su propio lenguaje. Miro sus ojos. Miro su boca. Sé que es posible. Sé que puede ocurrir justo en este momento pero también sé que no va a pasar. La posibilidad es mi victoria y regreso a mi rincón anegado de ella. Sonrío. Todo se repite una y otra vez. Lo demás no me importa.

lunes, 18 de enero de 2016

Prefiero lo segundo


Uno sabe que está mal, que no debe ocurrir, que se deben tomar medidas que lo eviten porque eso garantiza que lo demás —que en la realidad termina siendo todo— se mantenga tal cual como está: funcionando. Pero de un tiempo para acá he tomado consciencia de mí debilidad ante las tentaciones. La historia es cruel. Las estadísticas son frías. Cada vez que me he encontrado ante la posibilidad de un desastre también he contado con las herramientas para evitarlo, pero nunca lo he intentado. Entre quitarme de la trayectoria del huracán o atornillarme en su camino, prefiero lo segundo. No conozco otra manera. La devastación también se elige.  

miércoles, 13 de enero de 2016

El cigarro y San Cono

A mediados de año dejé de fumar. Me parece una eternidad. Me parece también el final lógico de una relación que empezó demasiado temprano, duró demasiado tiempo y se interrumpió demasiadas veces. Al principio pensé que fue lo mejor. Ahora estoy convencido. “Lo mejor” entendido racionalmente, claro está. Cuando esto comenzó no me representé la posibilidad del final. Nunca lo hago (aunque nadie lo crea). Pero los finales son una certeza. Algunas veces lo extraño, sobre todo cuando tomo café y cuando me siento ante la computadora y se desatan los demonios que la gente presume pero no ve, los que antes amainaba de bocanada en bocanada. Todo beneficio conlleva una perdida, así que no me quejo. Para ser sincero me resultó fácil. Siempre me resulta fácil cuando tengo que elegir entre cualquier cosa y yo. No tengo madera de héroe. Sin tabaco lo bueno es igual de bueno y la mierda siempre huele igual, nada cambia, salvo que no hay tiempo fuera, no hay capsulas ni conversaciones superfluas en las escaleras. Sin tabaco el año que pasó se convirtió en el inverso exacto del anterior. No vale la pena darle más vueltas. Coherencia. Debo ser coherente con la filosofía de dejar las cosas en el pasado. Las cosas. Es feo sobre todo porque cuando pienso en esa filosofía sólo recuerdo personas pero no hay forma que lo exprese como lo pienso y por eso es que digo y escribo “las cosas” y no “las personas”. Hay cosas que no descansan en paz en el pasado. Que no se les encuentra orilla. Que de vez en cuando te disparan un misil interdimensional. Impertinentes. El misil, en sí mismo, es potencialmente mortal pero no te mata porque con el tiempo desarrollas una habilidad absurda de lidiar con cosas que no entiendes y que no puedes evitar, así que sigues guardando los corchos del vino en la copa de vidrio que ya no da para más, pero lo repites como una ceremonia, como algo solemne que le da sentido a otro algo que no lo tiene y cuando te das cuenta sigues ahí, igual que ocurría en la playa cuando saltabas una ola y volteabas para verla desaparecer en la orilla. Una mirada breve. Siempre viene otra ola. Siempre viene otro misil. Pero las ceremonias también son infinitas así que es válido pensar que las cosas saldrán bien. Saldrán como tengan que salir. El bien es relativo. Por ejemplo hay a quienes les gusta soñar mientras duermen. A mí no. De paso, de un tiempo para acá, me ha dado por soñar con los papás de la gente. Rarísimo. Ya no sueño con alguien en particular sino que sueño con sus papás. Te despiertas a orinar en la noche y te ves como un idiota en el espejo, despeinado, alumbrado y tratando de explicarte a ti mismo por qué soñabas con los papás de cualquiera. Mi mamá tenía el libro de San Cono y el significado de los sueños en su mesita de noche porque jugaba a la lotería, pero le perdí la pista hace años y me da pena andarlo buscando por las librerías esotéricas. Es más, me daría vergüenza que me vieran entrando en una librería esotérica. Sería extraño. Me imagino saliendo del lugar y encontrándome a mi jefe. Me saluda y le echa una ojeada veloz a la bolsita donde va el pana San Cono y se queda pensando si de verdad valdrá la pena pagarme un sueldo si pienso que la respuesta de cualquier cosa está en las estrellas, las pirámides, el cuarzo o las cartas del Tarot. Sería una desgracia de encuentro, al mismo nivel de encontrarte a alguien en el ascensor de un hotel tiradero. Vas tipo plan de escape, todo sale bien y cuando te toca salir bajas de tu habitación en el piso siete y el ascensor se detiene en el cuatro. Esos breves segundos entre la parada y la apertura de las puertas son de los más agónicos. Allí puede estar parada cualquier persona. Tu jefe (otra vez) (peor si es el mismo día de lo de San Cono). Tu ex. Tu tutor de tesis. La mamá de la persona que va contigo. Dos extraños que abordan el ascensor con el cabello mojado y la misma incomodidad que tú, te saludan porque no queda de otra y los cuatro miran el techo, el suelo o el tablero del aparato. Te montas en el carro en estado de crispación y te provoca fumarte un cigarro sin filtro pero recuerdas que hace un año que lo dejaste. Hay cosas que no tienen solución. Sonríes.  No es el fin del mundo. Nada es el fin del mundo.

 

sábado, 10 de mayo de 2014

Empezar



Lo que más me cuesta en este mundo es empezar. Después que empiezo, con mucha alegría y motivación, me voy hundiendo paso a paso en una especie de pasticho funcional que me termina dejando en un punto muerto que es peor que el inicial. Ahora, si asumiera que me cuesta arrancar y luego continuar, lo gramaticalmente correcto sería decir que me cuesta todo el proceso, pero eso no lo puedo asumir porque sería un atentado directo contra mis ganas de empezar cualquier cosa. Un sabotaje. Por todo esto no me sorprende ver la botella blanca encima de la biblioteca esperando a ser asaltada por los múltiples diseños que terminarán decorándola algún día. Es más, los diseños no están allí (todavía) porque tampoco me los he imaginado, lo que me lleva a tener una actitud anti-parabólica ante el vacío de mi blog de dibujo. En el polo opuesto se encuentran las primeras páginas de varias novelas. Entiéndase: una página por cada primer capítulo de cada novela distinta. Esto es lo que me carcome la planta de la mano izquierda. Pudiera decir que me carcome el alma —como lo dicen la mayoría de las personas— pero es un lugar común. No sé, cosas que tienen que ver con el pragmatismo, o que no se pueden comprobar y sólo por eso las desecho.  Además que si el alma existiera y de verdad pudiera ser carcomida, no lo lograría una novela que comienza y no continúa. Si así fuera, no merecería ser mi alma, lo cual me regresaría —también en este caso— al punto inicial de la diatriba. En fin, la página en blanco sólo me recuerda la sensación de extrañamiento narrativo que nunca me abandona, a la que le temo tanto que de puro miedo me veo forzado a sacarle punta a cada idea, a cada personaje, limando detalles que podrían llegar a ser obstáculos en el futuro. El planteamiento no tiene sentido, pero la verdad es que nadie me está esperando, así que no tengo prisa.

Problemas de marido y mujer


Tan bonitas que se ven esas calles mojadas en las películas mientras que aquí una calle mojada normalmente obedece a dos razones: o se rompió un tubo de aguas blancas o se rompió un tubo de aguas negras. Nosotros somos así, de una simpleza que asusta. Por eso cuando me probé aquél sobretodo negro en el invierno uruguayo me quedaba de lo más regio, pero al imaginarme usándolo mientras hacía la cola del abasto del portugués de Ruiz Pineda para comprar papel toilette la imagen se me esfumó y quedé sumido una sensación inexplicable. Conversaba de esto hace poco con un amigo que viajó a Buenos Aires y volvió decepcionado. Me costó encajarlo porque yo me encerré a llorar en el baño del aeropuerto cuando me tocó regresar de Argentina. Conversamos y resulta que el muchacho no fue al Gran Rex, ni al Luna Park, ni al planetario, ni entró a las librerías inmensas donde se consigue de todo, ni compró discos viejos de los rockeros de siempre (ni discos de los rockeros desconocidos) y para más inri ni siquiera entró a un espectáculo de tango. La pregunta pertinente para la ocasión era ¿a qué fuiste a Buenos Aires? pero me dio pánico la respuesta así que me mandé un trago de guayoyo y pasé, total uno aquí ya pasa de tantas cosas que si lo incluyen como deporte olímpico nos llevamos las tres medallas. Ese día fue bien particular, porque al salir de trabajo regresé en metro a mi casa como lo hago todos los días y al llegar a Capitolio se formó una trifulca que ameritó que me sacara los audífonos —cosa que evito como a los piojos— creyendo que se trataba de una tradicional agarrada-de-culo a la muchacha que, para mala suerte del infractor, andaba acompañada. Pero no, en unos pocos instantes entendí que el objeto de los insultos era un hombre que, segundos antes, había tratado de defender a la misma mujer que ahora lo estaba agraviando, del hombre que estaba a su lado, es decir, de su pareja, que le había mandado un tremendo coñazo por la cara debido a no sé qué problema previo. Hubo un breve instante en que el tipo (el que estaba siendo insultado) y yo cruzamos miradas y descubrí en sus ojos el mismo desconcierto que normalmente veía en los míos. Como alguien había tocado el botón de emergencia del vagón tuvimos que esperar que se aparecieran los funcionarios de la PNB, que tenían aspecto —tantos por sus rasgos como por el color de su uniforme— de muchachitos de bachillerato, fue allí donde ocurrió lo más cumbre de la historia, porque de la misma forma que la mujer insultó a su otrora defensor, también se fajó a gritos con los policías para evitar que bajaran del tren al marido, a lo que se le debe agregar que algunas de las personas que iban en el vagón también le gritaron a los funcionarios para que dejaran seguir al Metro ya que estaban cansados y era un problema “entre marido y mujer”. De seguida ocurrió lo más simple y elemental: el insultado se salió del andén junto a los policías y los demás seguimos nuestro camino.

domingo, 27 de octubre de 2013

Sistema



Enciendo un cigarro y tomo una bocanada larga y espesa. Le echo el humo al café y tomo un sorbito porque creo que esta caliente. Esta tibio. Tomo un sorbo más grande y me quedo absorto en el tráfico y en la gente que pasa, como lo hacían esos tipos con traje de poliéster que veía frente a los ministerios cuando era niño. Me parecían unos flojos-perdedores-funcionarios-públicos. Ahora soy yo quien trabaja en un ministerio (pero no me ha ido tan mal, por lo menos he podido comprarme varias chaquetas de pana y algunos zapatos italianos) y salgo a fumar y a tomar café en horario de oficina. Lo entendí: por más que luches el sistema te gana, te arrolla, te da tanto que terminas sin ánimo de hacer nada extraordinario. Te rindes y te pesa en el alma admitir que te rindes, así que como todo da igual simplemente te tomas un brake, bajas, fumas, te rascas la barba, tomas café, buceas a las mensajeras (si fuera más lanzado hasta les hablaría, pero me da pena) y después regresas a sobrevivir. Esa es una forma de interpretarlo. La otra forma es que el sistema no te gana ni te arrolla, tú luchas y vas llevando el asunto tan bien como puedes, hasta que te empiezan a joder los que no tienen nada que ver con tu trabajo. Entonces en lugar de salir de la oficina para descansar de los problemas, te encuentras con unos rollos inmensos, con gente que no tiene más nada que hacer con su vida y se dedica a joder por entretenimiento (se destacan en ello), y allí comienza la sensación de que vas capeando un temporal, sacas y sacas el agua para no hundirte pero tampoco deja de llover. En medio de ese diluvio te provoca un whisky y un cigarro en un local donde pongan jazz, pero el sueldo no te lo permite (además que aquí no se escucha jazz y en los locales no se puede fumar). También te provoca tirarte salvajemente a una tipa, ponerle una mascara, darle cachetadas y halarle el cabello al momento de acabar, pero la sumisa que lo permite es la misma que no hace nada con su vida y jode por entretenimiento (se destaca en eso), así que comienzas a dudar sobre qué es exactamente lo que vale la pena. Entiéndase que sólo se “comienza” a dudar, porque para algunas personas el deseo esta por encima de todo (incluso de una duda consolidada) y terminan tranzando aún contra sus principios —en el caso que los tuvieran—, fornican, pegan, ponen mascaras, fuman y se calan su peo. Al día siguiente llegas con menos de la mitad de la energía a la oficina y la lucha contra el sistema sigue pero se relativiza, se emprende con menos ánimos y sin pronostico de victoria, por eso a media mañana mandas todo a la chucha y bajas a fumar y a tomar café, te rascas la barba (y las bolas) y te quedas absorto en el tráfico y en la gente; te buceas a las mensajeras y si no fueras tan penoso también les hablarías; sí, quizás también les hablarías.

martes, 8 de octubre de 2013

Zamuro



Comencé a personalizar mi oficina el mismo día que me la entregaron. Dos días después empecé a llevarme las cosas de vuelta a casa. Así está el país, a nadie le sorprende (y menos a mí). Sigo aquí, pero con la sensación de que estoy jugando la prórroga (eso tampoco es nuevo). Ese día, cuando estaba metiendo mi libro de Mir Puig en un bolso con camuflaje militar, un zamuro se posó en el balcón de mi oficina. Me quedé petrificado por unos instantes mientras lo veía y él me veía con la cabeza de medio lado, como miran los pájaros. Saqué lentamente (no sé por qué tan lento) mi celular y le tomé varias fotos. Luego comencé a acercarme despacito, casi como reptando, y a cada paso que daba el pajarraco hacía el amago de echarse a volar. No lo hizo. Nos miramos de nuevo con mutua desconfianza, separados solo por el cristal de la ventana, cuando repentinamente desplegó sus alas negras que semejaban la túnica de la muerte pero no voló. Le tomé otra foto y luego, como si se hubiera acostumbrado a mi presencia, bajó la cabeza y comenzó a masticar una hoja seca de la planta que dejó mi predecesor. En ese momento no era un temido pájaro de mal agüero ni el portador de un mal augurio; no era un consumidor furtivo de cadáveres; no era más que otro pájaro masticando una hoja como lo podría hacer un loro o una guacamaya. El día siguiente fue sábado y fui a trabajar en la tarde. Antes de subir compré una hamburguesa que me comí viendo hacia la ventana. Cuando sólo quedaba un pedacito se me ocurrió dejarlo en el balcón por si acaso volvía el zamuro. Quien sabe… quizás y funcionan igual que los gatos: viven en la calle pero les pones comida y lo recuerdan. Vienen, comen, los ves y se van. Simple. Sonreí imaginándome el momento en que mi sucesor este contento poniendo la oficina a su gusto y le llegue un zamuro hambriento a posarse en su balcón. Sublime. Le dejé el pedazo de hamburguesa, varias papas y me puse a trabajar.