Comencé a personalizar mi oficina el
mismo día que me la entregaron. Dos días después empecé a llevarme las cosas de
vuelta a casa. Así está el país, a nadie le sorprende (y menos a mí). Sigo
aquí, pero con la sensación de que estoy jugando la prórroga (eso tampoco es
nuevo). Ese día, cuando estaba metiendo mi libro de Mir Puig en un bolso con
camuflaje militar, un zamuro se posó en el balcón de mi oficina. Me quedé
petrificado por unos instantes mientras lo veía y él me veía con la cabeza de
medio lado, como miran los pájaros. Saqué lentamente (no sé por qué tan lento)
mi celular y le tomé varias fotos. Luego comencé a acercarme despacito, casi
como reptando, y a cada paso que daba el pajarraco hacía el amago de echarse a
volar. No lo hizo. Nos miramos de nuevo con mutua desconfianza, separados solo
por el cristal de la ventana, cuando repentinamente desplegó sus alas negras
que semejaban la túnica de la muerte pero no voló. Le tomé otra foto y luego,
como si se hubiera acostumbrado a mi presencia, bajó la cabeza y comenzó a
masticar una hoja seca de la planta que dejó mi predecesor. En ese momento no
era un temido pájaro de mal agüero ni el portador de un mal augurio; no era un
consumidor furtivo de cadáveres; no era más que otro pájaro masticando una hoja
como lo podría hacer un loro o una guacamaya. El día siguiente fue sábado y fui
a trabajar en la tarde. Antes de subir compré una hamburguesa que me comí
viendo hacia la ventana. Cuando sólo quedaba un pedacito se me ocurrió dejarlo
en el balcón por si acaso volvía el zamuro. Quien sabe… quizás y funcionan
igual que los gatos: viven en la calle pero les pones comida y lo recuerdan.
Vienen, comen, los ves y se van. Simple. Sonreí imaginándome el momento en que
mi sucesor este contento poniendo la oficina a su gusto y le llegue un zamuro
hambriento a posarse en su balcón. Sublime. Le dejé el pedazo de hamburguesa,
varias papas y me puse a trabajar.
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