lunes, 3 de enero de 2011

El arte de ignorar


De un tiempo para acá me ha dado por desaparecer (no se confunda esto con ideas suicidas, que no las tengo).


Recuerdo que todo comenzó a mediados del 2000, cuando mi papá me regaló un identificador de llamadas. Desde entonces, he venido contestando menos y menos el teléfono, hasta que, en la actualidad, nunca lo hago, ni siquiera cuando me interesa hablar con la persona que llama. Hay cosas que, por odiosas que parezcan, terminan convirtiéndose en hábitos.

En lo que al correo electrónico se refiere, de considerarlo un instrumento indispensable para estar en contacto con mis panas (mandarles chistes, cadenas, invitaciones, saludos, etc.), lo he relegado a la categoría de instrumento corporativo: sólo lo uso para enviar alguno que otro comentario a los clientes que no se pueden comunicar con mi jefe (que es un verdadero grandeliga en lo que a ignorar se refiere). Claro, hay excepciones; sino cómo se vive.

No escribo una carta desde 1995, cuando le escribí al tío Nano en Santiago. La correspondencia tardó tres meses en llegar y no creo que haya valido la pena tanta espera.

En lo que a relaciones interpersonales se refiere, el asunto, aunque parezca complicado, es bastante sencillo. Se puede resolver por porcentajes: de los compañeros de primaria se deja de tratar al noventa y nueve por ciento. ¿Quién puede andar, de grande, con gente que se hacía pupú en los pupitres? (por dar un ejemplo). Del bachillerato, basta con salir del noventa y cinco por ciento. Claro, mi caso es particular, porque estudié en la provincia y nunca me adapté la mentalidad campestre de esa gente. Además, el bachillerato coincide con la adolescencia, la etapa más bizarra del desarrollo de la persona. No me voy a extender. De la universidad es menester guillotinar al menos al ochenta y cinco por ciento de los compañeros. Esto también obedece a mi experiencia. Más o menos ese porcentaje de mi promoción está conformado por gente pusilánime y sin talento que, como estudiante, no tenía objeciones morales con aplastarte y como abogado, menos. El quince por ciento restante no está conformado por amigos (aunque siempre se cuela alguno), sino por gente que tiene un vestigio de talento y algo de simpatía, con los que todavía se puede hablar un par de veces al año.

Teniendo claro los porcentajes, lo demás es fácil: en caso de un encuentro fortuito, bastará cruzar la calle (o el pasillo, si es en un centro comercial); usar alguna bolsa o carpeta para evitar ser reconocido; fingir una llamada de celular en caso de que el contacto sea inminente; regresar sobre los propios pasos; entrar a una tienda; no sé, las opciones son infinitas.

Hay que tener presente que lo normal es que la gente a la que no vemos desde que usábamos la camisa blanca, o desde que nos creíamos magistrados en los pasillos de la Católica, no nos importa un cuerno, así que ese dialogo empalagoso del cómo estás, en qué andas, te casaste, no es una muestra de diplomacia sino una vulgar pérdida de tiempo.

En fin, ignorar es un arte, hay que hacerlo durante años para que salga natural, para que la gente lo note pero no lo confunda con un ataque repentino de antipatía sin fundamento. Cuando se ignora bien, la gente ya ni te cree antipático, te desembarazas de conversaciones estériles y te queda tiempo para dedicarle a los que realmente te importan.



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