martes, 31 de julio de 2012

La criptonita viene en distintas presentaciones


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Al comienzo estaba hasta arriba de trabajo y hasta abajo de ingresos y todo estaba bien.
Luego me fui y estaba hasta arriba de ingresos y hasta abajo de trabajo y todo se fue al diablo, así que regresé.
Me dieron un cargo en los baños (esto es figurado, era una oficina, pero el trabajo era tan mierda que sólo puedo compararlo con un baño público en plena plaga de diarrea) y a punto estuvieron de despacharme, pero se movió todo el que pudo y me cambiaron a donde estoy. Un regalo de esos raros, que no se entiende bien quién lo va a disfrutar, como cuando le regalas lencería de Victoria´s Secret a tu mujer.
Entonces comencé a moverme entre aviones y aeropuertos, madrugonazos, baños que huelen a desinfectante, desconocidos y comida de la calle. La ruta en GPS para perder la cordura; para pasarme horas haciéndome preguntas con respuestas dolorosas y anhelando regresar a la seguridad de la oficina, al ajetreo, a tierra firme. Pero el día que regresé me sentí como un visitante: no recordaba la clave de mi computadora, sobre el escritorio no había nada mío, la agenda estaba blanco y tenía una vianda con comida de mi casa. Justo allí me di cuenta que preferiría estar en la sala de espera del aeropuerto leyendo una novela o dormitando en el suelo pulido de la puerta diez con un café. Extrañaba los momentos en que me quedaba sentado viendo a los viajeros agolpándose a abordar como si los asientos no estuvieran numerados; la lotería del compañero de viaje al que siempre ignoro sin discriminación alguna; el taxista hablador o el mudo; y los nuevos compañeros de trabajo que te clavan puñaladas de trato distante, pensando que con ello te castigan cuando lo que dan es risa.


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