lunes, 30 de julio de 2012

Gelatina


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Hoy caigo en cuenta que no usaba gelatina para el cabello desde séptimo grado. Me provoca una risa nerviosa que hayan pasado veinte años desde entonces. Dos tercios de mi vida.

En aquella época todavía “hacía” amigos, de hecho, el primer día de clases conocí a mi hermano Gabito, que originalmente no dijo nada, pero cuando agarró confianza comenzó a burlarse de mí por lo de la gelatina, decía que parecía un gánster italiano, pero negro y caraqueño (ser de la capital en un colegio de provincia se paga de alguna manera). A todos les molestaba que usara ese fijador; les parecía pretencioso algo que yo hacía forzado por la genética y la física, ya que la dotación con la que vine al mundo incluía el pelo-malo.

Para cuando empezó el octavo grado llevaba el cabello rapado. Fue lo último que hice para adaptarme a cualquier lugar, grupo o afines y no funcionó — aunque las cosas sí mejoraron un poco— porque nadie superó lo pretencioso de la gelatina de séptimo (cosa que nunca comprendí). 

Veinte años después poco ha cambiado. Me he dado a la tarea de cambiar tanto de lugar que siempre soy el nuevo de donde estoy y siempre ocurre el deja vu de los actos “pretenciosos”, aunque ya no es la gelatina ahora son las monturas de los lentes, la universidad de la que egresé, el postgrado de aquí o el de allá, lo que llaman “el mandibuleo” (cosa que rechazo tajantemente), el vago inglés que no domino; en fin, cualquier cosa por nimia que sea me encuadra nuevamente en el perfil. La medicina es no pararle (plus ultra del pretencionismo), mandarlos a todos a chingar y echarles el humo del tabaco (Cohiba Club) en la cara por inconformes. Lossers.   


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