domingo, 29 de julio de 2012

La hora


Aquél año cuando todos se graduaban —menos yo—  me quedé sentado trabajando en mi oficina. Sé que algunos asumieron aquello como una tacita rendición, pero no lo fue. Lo que pasó era inevitable y de nada hubiera servido actuar dominado por el pánico.

Después vino el exilio y el viaje en el que encontré a quien no estaba buscando. El retorno con el triunfo de la impunidad. El manual de cómo no deben hacerse las cosas escrito a mi medida. La receta del desastre que se concretó años después y que nos sigue mostrando el camino hacia abajo.

Todo nos trae al presente. Un pase de factura en un momento impertinente. El universo equilibrando mis excesos y devolviéndome los golpes que, sabemos, no debí haber dado. Por eso, cada día que me quedo esperando por quien no va a venir; por escuchar las explicaciones que no me va a dar y con ganas de justificar su comportamiento injustificable, lo hago desde la mayor calma que permite mi naturaleza vil y depredadora; tratando de inyectar razón a mi carencia absoluta de dominio.

¿Cuál dominio?

Es la hora de voltear y encontrar el vacío que encontraban quienes me buscaban. Es la hora de recibir el silencio que recibían quienes querían escucharme. Es la hora de creer en las explicaciones sin sentido que inventé para responder las preguntas que no tenían respuestas. Es la hora de ser víctima de la ira animal que usaba como escudo cuando me sentía acorralado. Es la hora inevitable que debió ser hace tanto… Es la hora y de nada serviría actuar dominado por el pánico.


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