Aquél año cuando todos se graduaban —menos yo— me quedé sentado trabajando en mi oficina. Sé
que algunos asumieron aquello como una tacita rendición, pero no lo fue. Lo que
pasó era inevitable y de nada hubiera servido actuar dominado por el pánico.
Después vino el exilio y el viaje en el que encontré a
quien no estaba buscando. El retorno con el triunfo de la impunidad. El manual
de cómo no deben hacerse las cosas escrito a mi medida. La receta del desastre
que se concretó años después y que nos sigue mostrando el camino hacia abajo.
Todo nos trae al presente. Un pase de factura en un
momento impertinente. El universo equilibrando mis excesos y devolviéndome los
golpes que, sabemos, no debí haber dado. Por eso, cada día que me quedo
esperando por quien no va a venir; por escuchar las explicaciones que no me va
a dar y con ganas de justificar su comportamiento injustificable, lo hago desde
la mayor calma que permite mi naturaleza vil y depredadora; tratando de
inyectar razón a mi carencia absoluta de dominio.
¿Cuál dominio?
Es la hora de voltear y encontrar el vacío que encontraban
quienes me buscaban. Es la hora de recibir el silencio que recibían quienes
querían escucharme. Es la hora de creer en las explicaciones sin sentido que
inventé para responder las preguntas que no tenían respuestas. Es la hora de
ser víctima de la ira animal que usaba como escudo cuando me sentía acorralado.
Es la hora inevitable que debió ser hace tanto… Es la hora y de nada serviría
actuar dominado por el pánico.
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