miércoles, 3 de febrero de 2010

Tres años de verde


Acepté porque me pareció genial ganar algo de dinero extra haciendo lo mismo que aquí pero afuera (o adentro, depende del punto de vista). De hecho debo admitir que la primera vez me gustó (no como otras primeras veces) y hasta disfruté la nota esta de la naturaleza, el aire puro, las vacas y la comida que caminaba en cuatro patas minutos antes de estar servida en un plato. Todo muy provinciano —como le gusta a los citadinos—. Pero la luna de miel se acabó el día que me dieron el primer coñazo sin aviso previo, sobre todo porque en algún lugar recóndito de mi estupidez —que, según el día, es bastante amplia— tenía alojada la idea de que era imposible perder allá, donde los hombres escupen chimó antes de darte la mano (o sacarte una pistola, un machete o cualquier instrumento capaz de maltratar o herir). Por suerte, para la segunda instancia, el maldito gordo de mierda —mote amistoso con el cual me refiero a mi colega de la contraparte— se enfermó y yo pude sacarme el coñasito y celebrar como la gente fina de allá: con whisky y ternera bajo una nube de zancudos. Bello. Pero la cosa no ha terminado y después de tres años mantengo el mismo itinerario (diez horas de viaje y diecinueve de estadía), sólo que ahora me siento como esa gente que todos los agostos vacaciona en el mismo sitio (que conocieron una vez hace cuarenta años) y de tanto ir lo hacen suyo al punto de sentirse culpables cuando piensan en no regresar; que la sola idea de alojarse en otro hotel los hace sentir como mirados con desprecio, como infieles descubiertos que, aunque no lo estén, llevan por dentro la certeza de que hacen algo malo que los demás sospechan.


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