jueves, 18 de febrero de 2010

Lo único malo


La saludé sólo para que no se regara la noticia de lo maleducado que era. Le pregunté que cómo estaba confiado en que me diría que bien y ya, pero la tipa me sonrió, me respondió que bien y me preguntó si me importaría ayudarla a vender un par de números de una rifa que estaba haciendo. Fue como un disparo a quemarropa. Lo temprano de la hora y la escasa cafeína que tenía en el cuerpo me llevaron a aceptar. Al instante me sentí como cuando vas por la calle y te abordan esas tipas que están bien buenas pero resultan ser vendedoras de tarjetas pintadas con la boca por sordomudos, y entonces tienes que comprar la porquería esa para no verte mal (como un indolente a quien no le importa colaborar con los lisiados). Un timo vulgar. Como si no hubiera sido suficiente, le pregunté a la tipa —y no sé por qué, porque de verdad no me importaba— la razón de qué estuviera vendiendo rifas. Era para celebrarle el cumpleaños a su hija. En ese punto puse cara de culo, porque era como colaborar para financiar la guarapita de una bastarda procreada en un colchón de la Quebrada de Catuche. La tipa se debe haber dado cuenta de mi molestia porque siguió hablando, diciéndome que el dinero que tenía para la fiesta lo tuvo que gastar en la inscripción de la niña en el colegio, porque resulta que antes no pagaba guardería porque se la cuidaba su mamá, pero a esta última la atropelló una moto cruzando la Av. Bolívar cuando se dirigía a los tribunales para una audiencia de conciliación con su esposo, que era alcohólico y de cuando en cuando le pegaba con la hoja de un machete sin filo. No pregunté más. Agarré el talonario de la rifa y a la semana ya había vendido unos cuantos números pero, para mala suerte de la tipa, ese día empezaba la Serie del Caribe y usé el dinero para comprar una caja de cervezas y ver el juego con mis amigos. Lo único malo fue que Venezuela perdió.


Tomás García Calderón

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