Entre tú y yo sólo
tengo una ventaja: la capacidad de encajar las grandes derrotas. Esto no se
relaciona con el pesimismo sino con la certeza lógica de que el mundo no se
acaba. Seguimos. Los peores momentos no te matan. Tampoco se trata de ser
positivo. Quizás por eso sigo aquí imaginando mi exilio y tú sigues en el
exilio extrañando Caracas. Y decir que nunca estuvimos cerca es tan errado como
negar el momento exacto en que nos vimos, como quedarme callado cuando me
preguntan por qué escribo o darle un dejo de razón a tu partida. Dejo. Razón.
Partida. Nunca dudaste que fuera lo correcto, pero tampoco escuchaste cuando te
advertí acerca del peso de hacer lo que se debe. Hoy te aplaudo desde la
inmoralidad que rechazaste, convencido de que los dos estamos en el lugar
correcto. El mundo no se acaba. Seguimos. Sin importar cuantas veces se me
paralizó el cuerpo al recibir un mensaje tuyo, las líneas que me regalabas cual
limosna y que yo atesoré con grandilocuencia; complicidad fugaz traducida en
momentos nimios en los que contuve la respiración, como el día que te
despediste y llovía, y a mí me pareció que era un cliché pero no quería que
escampara. Cosas así. Retazos. Trozos que se unen gracias a un punto de sutura.
La canción de Charly o tus manos sirviéndome un whisky. Tus cuentos del Paris
que no conocía. La eterna búsqueda del adjetivo correcto como parte de mis
cálculos para besarte. Cuanto me ha servido reducirlo todo a personajes;
personajes que toman impulso para atreverse a romper el molde, que son capaces
de viajar a buscar la respuesta a una pregunta que no pueden formular. Y llegan,
y caminan de noche por Caballito con un nudo en la garganta, estirando la
sonrisa hasta donde no da más con tal de que no se les escape por la hendidura
de la boca una patita de la angustia que albergan; que amagan gestos que se
quedan suspendidos en una dimensión sin tiempo; que dejan pasar las horas
sonriendo porque temen que al cambiar el tema se termine la magia del
reencuentro y estiran el dedo meñique para rozar una mano, tu mano, igual como
ocurría en la lancha de Morrocoy o en las caminatas por el Parque del Este. Pero
qué hubiera pasado, es una de las preguntas. Qué hubiera cambiado, es la otra.
No se sabe, pero la duda ya no pesa o pesa lo mismo de siempre y nos acostumbramos.
Obra del tiempo. Justo. Ni bendito ni maldito. Reduccionista. Lo suficiente
para rebajarte al nivel de un recuerdo, al de una dirección de correo
electrónico de la que no recibo ni cadenas. Esperanzas trasformadas en
anécdotas que llegan como un flash de cámara entre el humo del tabaco y los
hielos derretidos de mi whisky las noches que escucho a Charly o cuando veo
muebles verdes y mujeres con traje de baño azul. Seguimos, pero ya no me
angustia conseguir el adjetivo correcto para besar a nadie. Los peores momentos
no te matan
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