miércoles, 19 de septiembre de 2012

Normal y saludable


El domingo en la noche lo último que hice antes de dormir fue desactivar mi cuenta de twitter. Unos minutos antes había hecho lo propio con la de facebook y también había borrado a mis contactos del Messenger de Blackberry. Lo recuerdo todo como una sola cadena de acontecimientos neutros, incoloros o incapaces (confieso que los adjetivos normalmente me superan).
Dormí igual que siempre, es decir, poco, y el lunes me levanté con un miedito medio raro, no sé, quizás no haga falta matar para ser psicópata, quizás basta con ser lo suficientemente ajeno al dolor de los demás… quién sabe, no le eché mucha cabeza (el miedito se me pasó comiendo froot loops); simplemente seguí, pasé a otra cosa, al trabajo —probablemente—.
En alguna parte decía eso, lo recuerdo. Quizás lo escuché. La instrucción era no-engancharse; algo así como que los que no se enganchaban llevaban una vida normal (o saludable… no sé), el punto es que concluí —por el método deductivo al inverso— que yo era anormal y enfermizo, ya que me la pasaba enganchado por las cosas más nimias. Eso no me gustó para nada, así que comencé con esto de los experimentos absurdos, por ejemplo: toda esta semana he ido a la oficina disfrazado de burócrata (es un disfraz difícil de describir) y resulta que el estilo me va, cosa que a su vez explica por qué el resto de la ropa (la de gente normal) me queda mal.
Al disfraz le agregué una sonrisa hipócrita tipo cholo y a raíz de eso he notado una mejoría considerable en las relaciones con mis compañeros. La mejoría consiste en que me responden “buenos días” cuando les digo “buenos días”. Es muy estimulante.
Como todo tiene una faz negativa —cosa de la que escribí recientemente en un blog mediocre que nadie lee—, resulta que unos cuatreros, inmorales y descarados, que no me hacían RT, no comentaban mis fotos, ni me mandaban PIN, se han dado a la tarea de reclamarme por mi falta de conciencia: que cómo se me ocurría a mí desactivar tantas cosas para dedicarme a la burocracia y la normalidad; que siguiera escribiendo y montando fotos para así poder ignorarme en sana paz; que cómo me iba a dar cuenta que nunca me escribían si los borraba del PIN. A mí me pareció un descaro, pero no se los dije, porque entonces me estaría enganchando y yo, ahora, no me engancho.
La mejoría más franca y fundamental (y por cierto, la única que me importa) ha tenido lugar con mis amigos, a quienes por fin alcancé en el objetivo (que yo no había entendido) de convertirnos en individuos desenganchados que no andamos pendientes de los peos de los demás sino únicamente en los nuestros (esto último efecto de la burocracia). El detalle es que yo —para llegar a esto— tuve que eliminarlos de las redes sociales, y ahora no sé muy bien cómo nos vamos a comunicar (pero no le paro). Hará falta, quizás, que alguno se rebaje al nivel de uno de esos estrafalarios re-contra-enganchados a los cuales les preocupan los problemas de los demás, pero esta vez, como ha quedado claro, no seré yo.

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