El domingo en la noche lo último que hice antes de dormir
fue desactivar mi cuenta de twitter. Unos minutos antes había hecho lo propio
con la de facebook y también había borrado a mis contactos del Messenger de
Blackberry. Lo recuerdo todo como una sola cadena de acontecimientos neutros,
incoloros o incapaces (confieso que los adjetivos normalmente me superan).
Dormí igual que siempre, es decir, poco, y el lunes me
levanté con un miedito medio raro, no sé, quizás no haga falta matar para ser psicópata,
quizás basta con ser lo suficientemente ajeno al dolor de los demás… quién
sabe, no le eché mucha cabeza (el miedito se me pasó comiendo froot loops);
simplemente seguí, pasé a otra cosa, al trabajo —probablemente—.
En alguna parte decía eso, lo recuerdo. Quizás lo
escuché. La instrucción era no-engancharse; algo así como que los que no se
enganchaban llevaban una vida normal (o saludable… no sé), el punto es que
concluí —por el método deductivo al inverso— que yo era anormal y enfermizo, ya
que me la pasaba enganchado por las cosas más nimias. Eso no me gustó para nada,
así que comencé con esto de los experimentos absurdos, por ejemplo: toda esta
semana he ido a la oficina disfrazado de burócrata (es un disfraz difícil de
describir) y resulta que el estilo me va, cosa que a su vez explica por qué el
resto de la ropa (la de gente normal) me queda mal.
Al disfraz le agregué una sonrisa hipócrita tipo cholo
y a raíz de eso he notado una mejoría considerable en las relaciones con mis
compañeros. La mejoría consiste en que me responden “buenos días” cuando les
digo “buenos días”. Es muy estimulante.
Como todo tiene una faz negativa —cosa de la que
escribí recientemente en un blog mediocre que nadie lee—, resulta que unos
cuatreros, inmorales y descarados, que no me hacían RT, no comentaban mis
fotos, ni me mandaban PIN, se han dado a la tarea de reclamarme por mi falta de
conciencia: que cómo se me ocurría a mí desactivar tantas cosas para dedicarme
a la burocracia y la normalidad; que siguiera escribiendo y montando fotos para
así poder ignorarme en sana paz; que cómo me iba a dar cuenta que nunca me
escribían si los borraba del PIN. A mí me pareció un descaro, pero no se los
dije, porque entonces me estaría enganchando y yo, ahora, no me engancho.
La mejoría más franca y fundamental (y por
cierto, la única que me importa) ha tenido lugar con mis amigos, a quienes por
fin alcancé en el objetivo (que yo no había entendido) de convertirnos en individuos
desenganchados que no andamos pendientes de los peos de los demás sino únicamente
en los nuestros (esto último efecto de la burocracia). El detalle es que yo
—para llegar a esto— tuve que eliminarlos de las redes sociales, y ahora no sé
muy bien cómo nos vamos a comunicar (pero no le paro). Hará falta, quizás, que
alguno se rebaje al nivel de uno de esos estrafalarios re-contra-enganchados a
los cuales les preocupan los problemas de los demás, pero esta vez, como ha
quedado claro, no seré yo.
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