El día que decidí escapar, del lugar donde todo comenzó, visité la casa
de los corredores. Pueril e infame, necesitaba dar y recibir mentiras;
falacias como las que decoraban todo. Saciarme, por última vez, de las
superficialidades ajenas, de las soledades y los gritos reprimidos con
garrote y soberbia. Con normalidad tomé agua, y por cortesía conversé
con quien no me provocaba, porque convocados también estaban: la
traición y la amistad. Uno a uno se consumieron los minutos que tardó la
niña de la casa en terminar su tarea. No pudimos evitar mofarnos. No
quisimos. Con gracia nos diluimos entre la incomoda diplomacia y
espetamos cada una de sus carencias. Su destino miserable estaba claro.
Fue entonces cuando destelló el sonido que aniquiló la noche y la niña,
que nunca lloraba, nos envolvió en su historia, en la aridez de sus
pupilas grises, en su futuro truncado. Los demás corrieron con suerte.
Los he visto en los últimos diez noviembres, cada vez que camino de
regreso a esa casa, esperando, cual mancebo, que la niña ya sea grande y
me pida, con un gesto, que me quede.
(*) publicado el 1/9/2008 en http://delluviayotrosrelatos.blogspot.com
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