Si
escribiera como escriben los estudiosos del derecho, diría que la esperanza
tiene una faz negativa. Eso de ser “lo último que se pierde” es una carga demasiado
pesada.
Gracias a
la esperanza (a su faz negativa), se dispara más de cien veces el último
cartucho con pleno convencimiento de que, en efecto, es el último; que no hay
forma de rebajarse más; que no queda orgullo por tragar y, sobre todo, que
ahora sí funcionará. Pero no funciona, y esa es la realidad de la que nos
escondemos empujados por el instinto de supervivencia. No importa quedarse en
un limbo viscoso ni los días que pasen buscando respuestas en el techo de la
habitación. No importa el insomnio. Las respuestas nunca llegan porque la
esperanza no se lo permite.
En ese
momento, se hace lo que hacen todos los que conocen una sola versión de la
historia: cagarla. Las mismas circunstancias por las que se había disparado el
último cartucho ahora nos convencen de que no era el último y así vamos —como
bobos— a intentar algo todavía más estúpido para reiniciar el ciclo, total… la
esperanza es lo último que se pierde.
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