Er Chike se detuvo a mitad del pasillo y fingió que se
rascaba la nalga derecha para cumplir su cometido: acomodarse el interior que,
por motivos desconocidos, se le había convertido en un hilo dental. Para
contener el impulso de olerse los dedos mordió su empanada. “A esta pinga le
farta guazacaca, chique”, pensó, pero no se devolvió a donde la compró. Cuando
se sentó sonrió por haberse liberado de la tela que presionaba su ano instantes
antes. Siempre le pasaban cosas así, como la vez que se puso unas medias que
combinaban con su pantalón pero se le bajaban a cada rato. Al salir de su casa
no le pareció importante, pero a mitad de la tarde lo llamaron a una reunión en
la Gerencia de Fideicomisos y se concentró tanto en no cruzar las piernas que
ni se enteró de lo que estaban discutiendo los jefes. Mordió el último cachito
de la empanada y miró a su alrededor, “pura chuzma, chique”, pensó, “ojala y
este vergajo no ze vaya a caer… no hay na´ que varga la pena, vale”. Pero a los
pocos minutos se acercó algo que valía la pena, algo que estaba perdido, que llevaba
cabello rubio, copa 34 y audífonos gigantes. “Zi mi amor, este es er vuelo pa´
Maiquetía, vení y ponete cómoda”, gritó, a pesar de que la muchacha no le
estaba preguntando a él sino a una vieja-culo-anchi-largo que lo vio como si oliera
a mierda de gato. La muchacha, probablemente por pura cortesía, se sentó frente
a Er Chike. “Esto es una golozina”, pensó él. “¿Primera vez que viajas?”, le
preguntó sonriendo con restos de queso de la empanada entre los dientes. La
muchacha bajó la mirada y en el ambiente quedó la duda de si lo había escuchado
y se negó a contestarle o si la música de sus audífonos no le había permitido oírlo.
A todas estas, lo que le molestó a él no fue el desplante sino la risa
disimulada de los que se percataron. “Tan bonita y tan guevona, chique… que no
me haga arrechar porque me saco er machete y plas plas, la cacheteo aquí mismo”.
Le hizo señas con la mano hasta que captó su atención y ella se levantó
levemente el altavoz derecho de los audífonos. “¿Mi amor que si esta es la
primera vez que viajas?”. Ella respondió con un seco “no” y clavó sus ojos en
su celular. “Verga pero la coñita ésta se lo está buscando, chique, ¡se lo está
buscando!”. Le volvió a hacer señas hasta que la muchacha se levantó el altavoz
izquierdo de los audífonos. “¿Eze es el airfon?”, le preguntó señalando su
celular con los labios. La muchacha lo miró como si sopesara su exterminio y
respondió con un seco “sí”, luego se volvió a colocar el altavoz, clavó su
mirada en el teléfono y se sentó de lado, poniéndose casi de espaldas a Er
Chike. Las risas esta vez fueron menos disimuladas. Así que se puso de pie y le
dirigió una mirada iracunda a la muchacha y cuando estaba a punto de decirle
algo llegó un sujeto cabeza rapada y con todo el brazo izquierdo tatuado que se
paró frente a él y se le quedó mirando, a la expectativa. Er Chike decidió
entonces sacar de su bolsillo el boarding pass, fingió que lo leía y miró el
reloj que estaba sobre la puerta seis: “que farta´e respeto esta gente, chike”,
le dijo al rapado-tatuado, “media hora de retrazo”. El sujeto le mantuvo la
mirada el tiempo suficiente para que Er Chike se sentara, luego le dio un beso
en la boca a la muchacha de los audífonos y se sentó a su lado. Uno de los
sujetos que se había estado riendo soltó una carcajada sonora
que trataó de excusar leyendo algo en su celular. “Esto no se queda azi, chike, ya van a
ver”, pensó, se paró y soltó un lánguido peo silencioso que entrañaba la acidez
de la cerveza y los pinchos que se comió la noche anterior. Sin haber terminado
de soltar toda la carga comenzó a caminar hasta un kiosco donde se compró un Meridiano
y sonrió. “Estos guarichos-guele-peos no zaben que con Er Chike nadie ze mete”.
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